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Mar que ruge cayenas

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A Luis Barrera Linares.

Afuera el mar ruge. Sientes el movimiento en el sonido. Te parece estar en la playa, pisando la arena, descalzo como te gusta; no aquí, entre estas montañas húmedas por donde la neblina desciende con lentitud de vieja monja; en esta casa de paredes blancas y rodapiés marrones gigantes, cuartos que se comunican, alcayatas que sobresalen a pesar de los cuadros que cuelgan intentando disimularlas.

El mar revienta en blanco sobre las piedras oscuras y la brisa salobre penetra por la ventana. Sin saber por qué, dices: ¡Yésica!, al oír pasos en las escaleras.

La casa es de un solo piso, con un jardín inmenso sembrado de cayenas, únicamente cayenas. Estiras la mano hacia el vaso de ron que suda frío sobre la mesa, mojando cuartillas escritas. Resuena una nueva ola en la distancia y no comprendes cómo el mar ha llegado hasta aquí. Quizá la vieja: tiene poderes. Maraqueas el vaso mirando hacia las teclas.

Realmente no fue el cadáver de Marta el que sacaste chorreando sangre una noche lluviosa. Un cuerpo demasiado frágil para ser el mismo que se dobla sobre el coleto y la escoba; demasiado sutil para haber soportado los golpes de la vieja. Marta no podía morir con esa tensión en los músculos. Cómo, si siempre fue ternura, caricia. Hablas en pasado y la duda te asalta. ¿Y? ¿Entonces? ¿Qué ha sido de ella? Ya no recorre los cuartos, no acomoda los manteles tejidos, no arrima las mecedoras para que se sienten las visitas y tampoco les prepara café. Marta se ha perdido.

Enciendes un cigarro a pesar de que no fumas, justo cuando la ola dobla su cresta espumosa para arrastrarse sobre la arena. Nuevamente siente pasos en las escaleras. Yésica tiene tiempo que no viene a ti, no atraviesa las paredes, no navega por el cuarto en su vuelo pausado de fantasma. Yésica, tú también te has ido. Golpeas las teclas suavemente buscando el instante en que Marta se atravesó en el camino de la bala.

La vieja en la ventana parece mirar el mar y no las montañas que realmente se ven. Esa niña es gafa; cara de gafa; se porta como una gafa. Se aleja por el corredor, la vieja, para adentrarse en el jardín y perderse entre las cayenas. Ah muchacha pendeja, cará.

Ves al cigarro consumirse solitario en el cenicero y bebes un trago del vaso de ron. A Yésica la atropellaste una noche lluviosa, pero ella regresa y se sienta allí, en la silla de mimbre, y comienza el diálogo con un me gusta éste tu apartamento en la playa.

Te pasas la mano por la cabeza y te restriegas los ojos. Todas las sillas son de cuero y en el jardín sólo hay cayenas porque así me gusta a mí y se acabó, no pregunte tonterías y póngase a cocinar. La vieja coge la correa amenazante. Ah muchacha pa’ salía, cará.

El sonido del mar no es monótono, tiene altibajos, rugidos y voces apacibles. Marta tomó el revólver y se lo llevó a la sien, ¿comprendes, Yésica? Pero Yésica no está en la silla con las piernas cruzadas, jugando con su pelo. Te levantas cansado y caminas por la sala-estudio, apoyas la mano en el sillón de mimbre, resoplando.

Marta, vaya a comprar. Marta, tráigale un café a. Marta, vuelva a sacudir el polvo. Marta, aprenda a limpiar. Marta le falta sal a. Marta. Marta. Marta...

Las piedras están rodeadas de arena mojada, salpicadas de arena mojada y pedazos de algas marrones y verdes. De pronto todo quedó oscurecido en gris por la neblina. El disparo sonó más profundo por la imposibilidad de ver. Alguien dijo llueve. Al cadáver que no puede ser de Marta lo sacaron a la carrera bajo la noche. Yésica, ven, te necesito. El mar rugió fuerte, fraccionándose en mil contra las piedras.

¿Qué hace, usted, en la ventana? ¿A quién mira así? Esas no son cosas de muchacha decente. Ah cará, ¿ah? ¿se va a meter a puta ahora? Váyase pa’ dentro, arregle el jardín, riegue las cayenas, póngase a lavar la ropa, cará. Regresas a la silla, el vaso de ron se ha calentado totalmente.

Me gusta éste tu apartamento en la playa. El rugir del mar, la brisa fresca, esta semipenumbra que siempre hay en la sala e, incluso, el desorden. Crean un ambiente para la confesión, el diálogo, no sé. Comprendo por qué huyes a encerrarte aquí cuando te atormenta alguna historia. ¿Me atropellaste aquí o no hubo problemas para el accidente?

El cigarro es tan sólo el filtro marrón unido a una columna gris de cenizas de donde ya no sale humo. Vas a la cocina en busca de más hielo y ron. Regresas campaneando. El movimiento afuera, en las escaleras, continúa. Te sientas frente al escritorio. Te aflojas la correa y, sin querer, miras al cesto lleno de papeles convertidos en pelotas: ¡pura porquería! Te levantas y los pisas hasta aplastarlos totalmente.

Es que te enrollas demasiado. Se te nota la desesperación en cada movimiento, en la manera que mueves el vaso para hacer sonar los hielos, en el modo que dejas consumir los cigarros en el cenicero, en la rabia con que golpeas las teclas, en la forma como marcas las equis para tachar líneas, párrafos enteros. Eso no puede ser así, no debe ser así. Es enfermizo, entiende. Debes tomarte las cosas con más tranquilidad. Deja a las historias que maduren, que sedimenten. Yésica respira y parece querer más ron.

El mar continúa repiqueteando más allá de la ventana, chocando contra las piedras, pero, en vez de gotas, esparce cayenas sobre la tierra del jardín de la casa en la montaña. ¡Pues miren a la muchachita esa, ¡¿ah?! ¡Eso sí que no! ¡Marta! Véngase pa’ dentro de la casa. ¡Qué vaina es! ¿Qué es eso de estarse besando con ese hombre en la calle? La correa de la vieja silbó abriendo camino en la neblina.

Yésica tenía razón, dices, arrancando la hoja en blanco, arrugándola, tirándola a la papelera. Pero es que no puede ser. Es inconcebible. Su carácter. Esa dulzura a pesar de todo. A pesar de la vieja. No, no le corresponde esa muerte. Definitivamente no fue el cadáver de Marta el que saqué una noche de lluvia de la casa de las cayenas. No quiero que lo sea. Prendes un nuevo cigarro. Bebes un trago más. Apoyas la cabeza en tu mano sobre el escritorio. No llores, Marta. No le creas a la vieja de mierda. No lo pudo haber mandado a matar. Cómo le vas a creer. No, Marta, no, no, no agarres el revólver...

Pero es la verdad, ¿no? Me lo has contado siempre. Por qué violentar la realidad. Por qué olvidar que ahí está el mar y no las montañas de tu historia. Por qué no aceptas que sí fue Marta la suicida, que así lo determinaste y que es el único final. ¿Te encariñaste con ella y quieres que siga contigo? Termina de matarla, deslígala de esa historia de una vez, y Marta vendrá así como yo siempre he vuelto. ¿Te das cuenta que eso mismo es lo que hace Dios con los que quiere?

Yésica tenía razón. Yésica, ¡desde hace un mes!, ven por favor. Caminas hacia la ventana a ver el mar. Sientes otra vez pasos en las escaleras, te volteas y, cuando Marta traspone la puerta y te ofrece café, ves a Yésica bajo la lluvia, deslizando por el capó de un carro, atravesando el parabrisas con un tiro en la sien; justo cuando el mar lanza el último rugido de la noche.