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“La risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono”Ríete, animal

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Para Gaby y su sonrisa que cura las amarguras
que Patch Addams no me pudo tratar

Veo un episodio de Tarzán en el canal Retro e inmediatamente Chita y sus saltos, aplausos y risas se roban la pantalla. Sea o no que hayamos descendido de Chita, ella seguirá riendo (dependiendo de las veces que la saquen al aire) y sus ancestros habrán reído mucho antes de que un puñado de artistas anónimos del paleolítico decidieran montar una exhibición en las cuevas de Altamira.

Mi madre adora a los chimpancés. Se muere por tener uno. Pero también se muere por esas lámparas de techo, conocidas como arañas, que según ha visto en el cable, decoran los más fastuosos teatros de ópera como el Colón de Buenos Aires o el Amazonas de Manaos. Ergo, si tuviéramos un chimpancé agarrándose de la araña, ella chillaría peor que María Callas o Montserrat Caballé. Para evitar dispararle al mico o a la araña, le he dicho diplomáticamente que prescindamos de ambos.

Pero ojo, los de esta especie no sólo son humoristas de circo. Han servido de inspiración para historias de acción y drama como la saga de El Planeta de los Simios, una alegoría que cuestiona de manera contundente la hegemonía de nosotros, los homínidos. (Pero aclaro: no me gustó para nada la versión de Tim Burton, por más que lo admire como director de otros filmes, redujo esta historia a una guerra gratuita, a un lindo cascarón —el vestuario y maquillaje— pero sin yema. Además, Cira —la chimpancé esposa de Cornelius— tiene un perverso parecido con Michael Jackson). Una vez, viendo un making of de la versión original de 1968, basado en el libro de Pierre Boulle, pude entender el enorme reto del director para crear personajes simiescos realistas sin que éstos provoquen una hilaridad en los espectadores que distraiga su atención de la historia principal, que de por sí no era de humor.

¿Por qué tenemos que reírnos en las fotos? No lo sé, pero me río de que no he conocido un solo cristiano que esté a gusto con su foto en la cédula de identidad.

¿Por qué nos reímos de la desgracia del otro? Tampoco lo sé. Pero si un bebé es capaz de reírse cuando le pega una cachetadita a su mamá, elucubraría que es su mejor forma de vengar el haber sido exiliado de las comodidades de su burbuja amniótica.

¿Por qué la pacatería de nuestra “intelectualidad” suele denostar o pasar por alto el humor como una fuente de riqueza estética? Habría que comenzar revisando grandes obras satíricas como Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, de Juan Montalvo, para darnos cuenta de este pecado histórico de omisión.* ¿O se olvidaron de que el Ingenioso Hidalgo es el manifiesto por excelencia en contra de esa actitud censuradora? El escritor colombiano Fernando Vallejo escribió al respecto una joyita de reflexión: “Al lado de don Quijote, Hamlet y compañía no llegan ni a la sombra de una sombra. Cierro los ojos y veo a don Quijote con su lanza, su adarga y su baciyelmo. Los vuelvo a cerrar para ver a Hamlet y no lo veo. ¿Cómo será el príncipe de Dinamarca? No sé. Presto entonces atención y oigo a don Quijote: (...) “Sois un grandísimo bellaco, y vos sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió”. ¡Eso es hablar, eso es existir, eso es ser! ¡Ay, ‘to be or not to be, that is the question’! ¡Qué frasecita más maricona!”, sentencia Vallejo.

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Mientras tanto, una tarde gris de 1327 en la abadía-baticueva de fray Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego (¡pobre Borges!) de El nombre de la rosa lucha por eliminar todo testimonio viviente de la existencia del antiguo tratado de Aristóteles sobre la risa, aduciendo que en ningún lugar de las Escrituras se menciona que Cristo rió y que “la risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono”. A lo que el gran Sean Connery, otrora seductor de mujeres con su acento escocés endémico y ahora vistiendo los hábitos franciscanos de William de Baskerville, refuta: tampoco dice que Jesús nunca lo hizo... Pero de nada le sirvió ser el agente 007 o el papá de Indiana Jones: dicho tratado aristotélico igual marchó.

Subestimamos terriblemente el poder de la risa, aquella pulsión tan primitiva y tan necesaria para remover las placas tectónicas de nuestra cara endurecida.

¿Por qué no entender los diversos grados del humor, desde la sátira a la ironía, como constructores de verdad, como una forma de reinventar y encarar el mundo de manera distinta? Aristófanes, Monterroso y Woody Allen la tenían muy clara: el humor no es un mero recurso estilístico, es una actitud... La actitud, pequeño saltamones, la actitud.

“El que hace reír a sus compañeros merece el Paraíso”, asegura el profeta Mahoma en el Corán. Ojalá me toque mi terruñito junto a Gaby acompañándome en mi senilidad cósmica y mi anhelado monito, moviéndose al son de una cajita musical. La eternidad durará lo que dure la cuerda.

 

* No en vano Ernesto Sábato había reflexionado a fines de los sesenta que se extrañaba de que, además del indigenismo, no advirtiera rasgos lúdicos en nuestra literatura, como sí los había en la de su país y en otros del continente. Pero como dice el dicho, el que no hace goles los ve hacer, cito al respecto un fragmento de una novela contemporánea, Los impostores, del colombiano Santiago Gamboa: “Como tal vez ya sabes se nos viene encima la semana de estudios sobre Jorge Icaza, y a sabiendas de que, en principio, está algo lejos de tu tema, me pregunto si no podremos rastrear la influencia de algún romance medieval, transterrado a América, en El chulla Romero y Flores, o cualquier otra cojudez de ese tipo. Si se te ocurre algo hermanito, avísame y te pongo en la lista. Saludos, Prof. Nelson Chouchén Otálora”.