Artículos y reportajes
Elegancia, libro y dama

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Si me lo preguntás, no sabría decirte a qué horas apareció la señora. Simplemente yo estaba ahí, en pleno café, tomándome uno de esos tintos orgánicos que venden ahora, exquisito, leyéndome una novela de Pedro Juan Gutiérrez, cuando esta dama cincuentona se me fue sentando al lado.

—¿Se puede?

—Por supuesto —le dije, traicionado por mi instinto de cortesía.

—¿Qué lee?

—El Rey de La Habana.

La miré detalladamente y me di cuenta de que no la conocía. Ni sus gestos distinguidos, ni su pelo cepillado, ni su rostro embadurnado de afeites se me hicieron familiares. Debió percatarse de mi desconcierto porque procedió a explicarse:

—Lo que pasa es que alguna vez escuché una conferencia suya y... Me pareció que es usted alguien de criterio elegante.

—Muchas gracias.

Supuse que se refería a mi hábito de usar blazer, en pleno trópico, siempre que sospecho una ocasión propicia. Con todo, consideré innecesario explicarle que esa costumbre procede de un trauma infantil (mi madre se negó a botar el saco de mi Primera Comunión: se le hacía un desperdicio haber pagado tanta plata por esa prenda de una sola puesta; así que me la hizo vestir siempre que pudo y yo terminé por adoptar ese destino).

Me quedé pensando en el comentario de la dama. La verdad es que no explicaba su presencia abrupta en mi mesa, de manera que volví a mirarla inquisitivamente y ella lo notó.

—Sucede que lo vi muy concentrado en su lectura; y como sé de su buen criterio, no pude evitar la tentación de averiguarle algo sobre el libro.

—Pues ya ve usted: se trata de un narrador cubano contemporáneo.

Pedro Juan Gutiérrez—No se imagina cuánto le agradezco esa información —manifestó mientras miraba de modo recurrente y ansioso hacia la esquina del café—. A mí me encanta leer, y hoy día se consiguen muchos libros; pero yo no estoy dispuesta a perder mi tiempo en cosas burdas u ordinarias.

Al escucharla decir eso, me entró un pudor terrible. ¿Cómo iba a explicarle a aquella señora que la obra de Pedro Juan, ese Bukowski caribeño, se inscribe en la estética que suele ser llamada “realismo sucio”? Incluso me apresuré a cerrar, sin que se me notara el afán, la página que estaba leyendo. No deseaba correr el riesgo de que la dama pudiera asomarse al texto, justo ahora que iba en el relato de una faena crudísima y detallada de Rey, el protagonista, cumpliéndole a una jinetera mulata en eso que los cubanos denominan “templar”.

—Claro que no siempre la buena literatura es elegante —afirmé con el objetivo de introducir un matiz en la conversación.

—¿Por qué dice eso? Yo no encuentro una mejor palabra para referirme a lo que escribió, por ejemplo, Borges.

El punto no era discutir ahora sobre el maestro argentino. En lo que a mí respecta, me interesaba simplemente señalar que la calidad literaria tiene muchos modos de ser y, de paso, ayudarle a mi inusitada contertulia a ensanchar su criterio.

—¿Cómo dijo que se llamaba el libro? —volvió a intervenir sacando una libreta de su refinado bolso tejido en macramé.

—El Rey de La Habana —le repetí; y, decidido a vencer mi bochorno interior, continué—: no olvide usted que la literatura indaga el alma humana y que en ella habita desde lo sublime hasta lo infame.

La señora miró una vez más hacia la esquina y, repentinamente, su garbo se volvió nerviosismo:

—Disculpe que le haya interrumpido su lectura —dijo poniéndose de pie, y se marchó.

Eché un último vistazo a la dama y noté que la aguardaba un joven ostensiblemente apuesto. Sin más en el horizonte, retorné al libro, a la procacidad indomable de Pedro Juan.