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Tarapoto: fuerza de mujer

Tarapoto

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Marisol, desigual de labios, suelta un nuevo salivazo en el pasillo del bus que huele a todo. Habla con la seguridad de saberse popular entre choferes y policías a lo largo de la Interoceánica Norte, que une la costa peruana con parte de la Selva Amazónica. Y sin dar tiempo a que sus vecinos de asiento le quiten los ojos de encima, se pasa unos dedos gordos por el labio más abultado, borra el escupitajo con la planta empolvada de su sandalia de goma y vuelve a sus relatos de experta en viajes a la selva.

Marisol es mi vecina de asiento, mientras viajo a Tarapoto, esa ciudad del noreste peruano que en la imaginación del Perú de Lima no es más que verdor de bosque, laboratorios de droga y mujeres desteñidas explotadas sexualmente o llevadas con engaños a cantinas populares del norte.

¿Y qué hay detrás de esa careta color selva? Lo sabré al cumplir 16 horas de viaje. Esta historia no tiene que ver con prostitución, pero sí con mujeres de la selva, oriundas o migrantes, como Marisol. Viajo en busca de la imagen ni rosa, ni mafiosa de la mujer tarapotina —la verdadera—, la que escapa a los estereotipos inventados por este país que gusta mirar a su interior por debajo del hombro.

Mi vecina es profesora, tiene piel retostada, esmalte negro en las uñas y marido fiel en Jaén. Trabajan separados pero ella —que hoy viene desde Sullana— siempre está viajando “a echarle un ojo, para que no le falte nada”, susurra blanqueando unos dientes de conejo. Sentada en el brazo del asiento 22, al hablar dibuja con las manos figuras imaginarias entre las sombras del atardecer. Infla el pecho recordando que hace unos días, a ella y sus compañeros de viaje, en otro ómnibus de Sol Peruano, la línea verde que hoy nos lleva de Piura a Tarapoto, la desgracia con llantas de camión los embistió de día, les destrozó el bus, el más nuevo de la empresa. Ahora anochece y vamos en uno más viejo.

—Por ese chofer estoy viva. Giró el timón para no chocar con el camión de un chofer borracho que se nos venía encima. Nos salvó a todos los pasajeros del ómnibus, pero a él, el carguero se lo tragó, lo hizo pedacitos.

Sigue relatando Marisol, ya menos salivosa. Que gracias a ese salvador del volante que dio la vida por los demás, hoy ella está llegando a besar a su hombre que administra un negocio de tragamonedas. Olvida decir que, gracias a ese inmolado, hay una nueva viuda tarapotina, sola, sin la sonrisa que ella suelta justo ahora que el Sol Peruano está entrando en Jaén.

—Mírenlo afuera: ahí está, bien sentadito, esperando a su baby.

Anuncia triunfante cuando nos detenemos en una terminal sin oficina, ni bien descubre en la calle a un trigueño que bosteza. Esta misma mujer que se ha pasado la tarde aconsejando a sus vecinos de asiento —cuando lleguen a Tarapoto, estar muy atentos al verdor virginal de la selva, a todo amable que te encargue droga en paquete, a la tentación rubia y a la carne blanca...—, esta misma morocha de voz raspada y gritona, como de aguerrida contrabandista, de repente se vuelve romántica. Mientras baja empujando un maletín deforme, susurra delicada, coqueta:

—Es que para él yo soy su bebé.

 

El Sol Peruano vuelve a moverse a las 10 de la noche. Después de la cena en Jaén, con aire fresco y pasajeros menos bullangueros que acaban de subir, la calma se anima a llegar. Hay ronquidos interrumpiendo el silencio tembloroso, pegajoso. El viajero ve una rubia sufriendo, en pantalla de 14 pulgadas, al recordar a su marido derrotado y muerto en un infierno de balas. La mujer lucha por cuidar a su bebé recién nacido, por salir del desamparo. Por sacar adelante a la familia rota, como muchas tarapotinas, no de película sino de carne y hueso, que trabajan más que hombre, pero se estremecen al ver buitres pasando por el cielo. Traen mala suerte, te dicen. Y hay quienes llaman “Pistaco” al médico que les tome muestras de sangre (para estudiar las células). Pistaco, en la selva, es un ser mítico que saca la grasa de los cadáveres para usarla de combustible en sus máquinas voladoras. En Relatos de mujeres, vidas de mujeres, un documento que leeré después, Gloria, residente en las afueras de Tarapoto, una de esas mujeres a las que se debe en gran medida que esta ciudad sea llamada “foco económico del Oriente”, revela su temor a los calzones y brasieres de lycra porque —dice— producen cáncer, tanto como tener demasiadas relaciones sexuales.

 

A Tarapoto no se entra, se llega. Bienvenido a la “Ciudad de las Palmeras”, lees en la calle o alguien te lo dice. Pero ves más motos que palmeras, y muchachos de esquina que se ríen con agudas carcajadas como de pájaro salvaje, y las calles tienen nombres de obispo español, y no consigues concentrarte, porque ni bien llegas te marean y ensordecen veinticinco mil taxis motos y motocicletas lineales, subiendo o bajando por sus calles empinadas. Hay ruido de pregoneras de masato en el mercado, hay ruido político en las calles, hay ruido de madereras mermando árboles y agua en zonas que deberían ser intangibles, hay ruido de altoparlantes pregonando una nueva cerveza. Hay ruido.

Al mediodía el sol pesa en las cabezas. En medio de una cacofonía sostenida de cláxones, canciones de reggae y 29 grados de sopor, las veredas se convierten en tablas de salvación para no morir embestido por multitudes de fierros ensamblados, con toldo plástico y motor chino. Bienvenidos al centro de la bulla.

En el hotel Cumbaza he visto botones obedeciendo órdenes de tarapotinas uniformadas. Da miedo remedarles su acento cantadito de la selva, tan ridiculizado por la televisión en Lima. Barbies amazónicas atienden en zapaterías, mercados, bancos, tiendas de motos, ropa o teléfonos. Lucen laboriosas y, a la vez, tan fashion, que cuesta creer que en Tarapoto se siga teniendo más fe en la medicina tradicional que en la de farmacia y laboratorio, según un reciente estudio de la ONG Cies. Hoy jueves, en pleno centro, al mediodía, veo más trabajo femenino que masculino: justo ahora, multitudes de mototaxistas toman cerveza regalada, cansados de no encontrar pasajeros. Hay líquido rubio suavizando gargantas en la calle Raimondi, que huele a lúpulo y levadura. Por la calzada angosta un hombre muy ancho, barrigón como la palmera que dio nombre a Tarapoto, pasa regalando Iquiteña helada, a vaso lleno. Una camioneta lo pasea a él, como a un dios cervecero en procesión, y un séquito de mototaxistas sedientos lo aclama en cada parada. Si manejas, maneja después de tomar, es la única norma que regula el tránsito alrededor del cortejo bebedor. También los escasos pasajeros estiran la mano, trago adentro, y a comentar que está buenaza la flaca en licra que acompaña al dios, y la Iquiteña de menos de tres soles la botella.

—Tómate un vaso... un vaso, y esta noche serás un toro.

Dice el gordo de polo tan ancho que parece disfrazado de gordo, y más mototaxistas embotellan la calle por un vaso burbujeante.

 

Nelly Gonzales García—Aguaje, joven, lleve aguajito.

—¿Esto se come, señora?

—No. Primero se pela, después se lo come riquísimo.

Sonríe sin dientes Nelly Gonzales García. Abuela de 72 años, pocas ganancias, muchas arrugas, pelos de plata, que envejeció a pocas cuadras de la Plaza de Armas, siempre sentada detrás de un saco de aguaje, esa fruta selvática para refresco que sabe a lúcuma agriada con limón. 52 años pregonando en la vereda de la calle Martínez de Compagñón y sólo cuatro hijos ha podido mantener. A otros seis, se los mató la pobreza, las bronconeumonías, las fiebres. Desde los 20 no ha dejado de levantarse a comprar de madrugada, en el paradero San Pedro, un saco de frutos que agota en tres días. En la vereda donde me vende 12 aguajes por un sol, Nelly es “la Nelly”, o “La tía” o “Vejez”. Ningún apodo, ni los días en que regresa sin vender nada, ni la noche en que un incendio le borró su casa antigua con techo de shapagay, pueden sumir a esta vecina del barrio Ramón Castilla en la esclavitud del desánimo. Nada, ni los kilos que ha perdido Peso Ramírez, su marido de 75, que siempre está en la casa esperando a que ella regrese a calentarle el almuerzo.

—Le meto un rayón (a la cédula). Nadie nos ayuda. Ellos ganan y uno sufriendo vive.

Dice “Vejez”, convencida, resignada pero sonriente, cuando le pregunto por quién votará en las elecciones municipales. Ningún candidato, sólo el aguaje, va a ampararla contra la olla vacía, repite. Y si escasea el aguajito, venderá plátano, y si no zapote. Y si no se muere y ya.

—¿Y no le da miedo morirse?

—¿Miedo por qué? Morir es descansar. A los vivos les asusta sufrir.

 

Llevo dos días sin ver boas, plumas, ni la desnudez tarapotina promocionada en Internet. Ayer me tragaba esa idea equivocada de esta ciudad de 54 mil 581 habitantes, al ver a Ricky Martin pidiendo ayuda contra la trata de mujeres y niñas, desde un afiche brillante, pegado en la oficina de venta de pasajes a Tarapoto. Recordé a dos amazónicas adolescentes halladas por la policía, el año pasado, trabajando en un bar piurano de Tambogrande. Una se enamoró de un cliente. Y tomó raticida con gaseosa cuando supo que no era soltero. Marisol también me contó de una madre descubierta llevando droga al Ecuador en el pañal de su bebé, justo el día del Perú. Mujeres y cocaína, esta careta equivocada impuesta desde Lima, es la que el historiador local, Wilson León Bazán, intenta romper con el libro que acaba de escribir sobre la región San Martín. Afuera no saben —dice sosteniendo entre las rodillas el borrador de su libro que editará con ayuda del gobierno regional— que con tanta producción agrícola, acá no hay pobres y que para beber en las fiestas patronales la gente todavía se mezcla sin hacer distinción entre ricos, miserables, serranos, costeños, como ocurre en otros lugares.

Económica, política y culturalmente, la ciudad se ha estado alzando en forma vertiginosa en menos de medio siglo. Sus mujeres tienen mucho que ver con este desarrollo, incluso más que los varones. Y me lo dice un varón, el historiador León. Y que, en cuanto al trabajo, el sexo débil aquí es más fuerte que el género macho.

—El tarapotino no discrimina, es alegre, muy alegre, franco, trabajador, especialmente la mujer. Más que el varón (“¡Sorpresa!”). El varón es un poco distraído. No flojo, pero conformista en el trabajo. Más emprendedora es la mujer —insiste el profesor, mientras escribo en mi cuaderno: Tarapoto, más tarea de mujer que poto de calendario.

 

—No sé yo de eso. No he sabido nada.

Me responde ahora Olga que debe andar en 18, cuando le pido hablar del turismo sexual y trata de tarapotinas. Olga es la encargada de recibir carteras y casacas de quienes cruzan la puerta amarillenta de El Papillón, la mejor discoteca de la ciudad, pero que entrega boletas a nombre de servicios turísticos Rapid Foods. Le encantaría estar en la pista de baile que está a sus espaldas, dice, detrás de montañas de humo y olores y gritos y más gritos procedentes del primer nivel, donde todo es sudor, pantalones sin pretina, politos, ombligos, miradas, humedad salada de manos frotando espaldas atrevidas, saliva entre cuatro labios y deseos alimentados con Cristal chica de tres por once soles. Le encantaría bailar, pero debe trabajar.

—Aquí me visto bien, pero soy de familia pobre. La paso bien, pero mi mamá dice que debo ser alguien en la vida. Seré profesional. Juro que seré. Para ayudar a mis hermanos.

—¿Modelo por ejemplo?

—No sé.

—¿Te molesta si te saco unas fotos?

Le digo y al instante lamento mi mal método de entrar en confianza. Pero ella se entusiasma, como si posara para el jurado que esta noche elige a Miss San Martín 2006, en otro ambiente del Pailón. Manos a la cintura se hace disparar, clic, perfil derecho, izquierdo, ahora apoyada en la mesa donde atiende. Ni idea de alguien que capte chicas para discotecas, jura. Grita. Grito, para escucharnos. Me pide el celular, busca juegos, escribe su e-mail, me entrega el papel. Que no deje de enviarle las fotos, pide. Y quiere saber en qué canal saldrá. En ninguno, saldrás en periódico, aclaro. ¿Y no has pensado en alguna carrera en especial? ¿Una qué? Una profesión, abogada, médica, ingeniera. No sé, seguramente, dice y —sonrisita mediante— dispara un gesto desafiante de labios apretados, como diciendo ¡qué crees, imbécil, que si pudiera ir a la universidad estaría aquí recibiendo paquetes! Los decibeles le ayudan a ocultar su historia. Me callo. Al rato llega una gorda vestida de rojo que debe ser dueña del Papi. Me mira, la mira, ¿qué quiere este señor?, le pregunta, la regaña. Deja de reprenderla sólo cuando huyo sin entender nada.

 

Frineth LópezSigo huyendo el viernes en la mañana. No de la gorda. Sino de Armando, un iquiteño que fue comerciante mayorista, quebró y ahora ayuda a vender masato a su mujer. Antes de esa fuga, su esposa, Frineth López, ojos claros, redondez de cara encendida, se resiste a aceptar que ha masticado la yuca para el balde de masato helado que vende en el Mercado 2 de Tarapoto. Sólo cuando empiezo a beber el líquido color agua de arroz que me sirve en plato hondo, se sincera: el “mascadito” fue de veinte bocados, para llenar el balde, joven. Mastica sesenta bolos por semana, 240 al mes. Con dientes bien lavados y buena yuca, de San Antonio o de Lamas. Lamas, silencio, soledad de calles aún con huellas del terremoto —ahora recuerdo—, hace dos días estuve allí. Lamas existió antes que la Ciudad de las Palmeras. Tarapoto fue un curato suyo. 224 años después le sigue ganando en antigüedad. Sólo en eso. En todo lo demás, Lamas es menos. Es provincia pero parece caserío. El desarrollo se fue a Tarapoto. La plaza de esa tierra de buenas yucas es grande, pero se ve vacía. De noche luce muda y en penumbras. Con una pileta sin agua, que exhibe una mujer de yeso, con una guagua en la espalda y sin sonrisa.

Ya no puedo seguir divagando sobre Lamas envejecida, porque unos reniegos airados me regresan al laberinto de puestos de papas, verduras y pollos y gallinas esperando sacrificio en el Mercado 2. Es la voz cada vez más encendida del esposo de Frineth. El cincuentón tiene la frente recogida y brillante, como el hule de la mesa con gotas de masato. De dónde acá tanta preguntadera sobre bocados y vergüenza o no de su esposa por ganarse la vida masticando, dice biliar. Por último a ver muéstrame tu credencial de periodista, pide. Y ahora que lo recuerdo olvidé el flocheck en el hotel. Y no hay explicación que valga. Los ojos de Armando impresionan, asustan como la oscuridad del cerro Escalera, como todos los misterios de la Selva Alta o las cataratas de Aguashiyacu que visité ayer. Otra vez huyo.

 

Por fin llueve en mi última tarde en Tarapoto. Una trabajadora del hotel Cumbaza arrastra un pesado macetero hacia la calle Pimentel. Pasan muchos varones. Nadie la ayuda. Es una muñeca muy flaca para un bulto tan pesado, pero, sola y experta, pone un helecho de sombra a regarse con agua de lluvia en la vereda. Hay tristeza en su sonrisa. Se parece a su ciudad que vive contenta por sus hoteles, tiendas, cataratas, lagunas, turistas, pero a la vez triste esperando por años una industrialización que no llega, ni siquiera con cuatro universidades y cinco de cada diez sanmartinenses son pobres. Tarapoto es otra cosa, o eso creen miles de sus varones, para quienes selva es igual a riqueza y hambre es lo único que no produce esta tierra. Y eso que la ciudad terminada en poto parece condenada, sin remedio, a vivir mirando la tala de sus bosques. ¿Qué han hecho los tarapotinos por frenar este desastre que ya empieza a mermar el agua en ríos y quebradas, debido a la deforestación de un millón 300 mil hectáreas de bosque, en toda la región San Martín, esa huella dejada por 27 años de migración desordenada de serranos y costeños, que si no transforman la espesura verde en arrozales, ceden el paso a las madereras que se llevan el eshpingo, la caoba, el cedro y el estoraque de zonas intangibles? Hicieron lo de siempre: nada, dijo ayer el carpintero Gilberto Grandes Saavedra, sin haber vendido un solo mueble. Pero la migración no es problema, mejor que venga gente a traernos riqueza, dijo sentado en su oficina de la Cámara de Comercio de Tarapoto, el economista Juan Ríos.

Antes de escucharlo hablar dos horas para decirme casi nada, su relacionista pública, Nery Saavedra Pérez, tras lanzar al jefe una mueca de cansancio, con manos lentas como de hojas de palmera al viento, fue más fría y precisa:

—En Tarapoto nos hemos dormido. Ojalá despertemos.