Letras
Poemas en prosa

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Me dijeron

Me dijeron que nací cuando el gallo se quedó dormido en el fondo de la casa. La que sería mi abuela tomaba su café caliente y después miraba al cielo. Las hermanas de mi madre jugaban con muñecas de trapos para recibir a la cigüeña. El viejo recorría lentamente el pasillo como si el aire lo obligara a no quedarse estático.

Me dijeron que nací en la ciudad del Señor de las Llaves, en donde las personas hacen enormes filas para entrar a un lugar que nadie pudo describir. Yo no sé si les han negado el don de la palabra o ya no pudieron volver, porque eso es otra cosa que nadie conoce.

Me dijeron que nací en marzo cuando el sol está cansado de mojar la piel, cuando la piel está cansada del sol, cuando los que circulan son lagartijas, cuando las lagartijas son los hombres. Me dijeron también que marzo es el mes de los muertos, los treinta mil que se aparecen en anuncios para señalar a su asesino.

Me dijeron que nací cuando mi madre apenas tenía diecisiete años. Pero eso nunca me dio pánico. A mí sólo me da pánico las gitanas, los que visten de azul, los que gritan desde al balcón que viva la libertad, y la dolencia del lenguaje. A la mujer de diecisiete en efecto, le tengo un amor desmedido.

 

Padre

Padre, no sé qué hace el tiempo con mi vida, pero creo que la última vez que estuvimos juntos fue cuando yo era tu madre. Por las mañanas volteo la cabeza en la habitación de al lado y me pongo triste por tu ausencia. Fumo un cigarro lentamente para ver si se me pasa. Y la perra desde el patio ladra porque ese es el modo que ha encontrado para prohibirme el dolor. Ciertamente los animales conocen este idioma. Por eso cuando me pasan estas cosas salgo al patio: allí chillo como un cordero cuando se lo sacrifica, allí me despojo.

Padre, no sé qué hace la distancia con mi vida, pero creo estar en el planeta de las hormigas que arrinconan sus hojas para que alguien sepa que han vivido. Las cosas en este país están igual que en el tuyo. Quizás peor porque aquí no están los de allá y mucho peor porque aquí está la que falta en su país. Aunque hablemos el mismo idioma y adoremos al mismo Dios, todos, los de allá o los de aquí somos diferentes: miramos al mundo desde otro lugar. Y yo no sé cómo mirar, ahora uso anteojos y las imágenes me aparecen dislocadas.

Padre, no sé qué hace este país conmigo o qué hago yo con él, pero desde que estoy aquí tengo una guerra en la sangre. A menudo cuando amo una parte de la sangre me ataca y la otra reposa gloriada en su cuna. Cuando camino una parte de la sangre me cambia el destino y la otra se esfuerza calladamente para devolverme la dirección. A menudo Padre, me pasan cosas como estas.

 

Ellos

Todas las noches, del otro lado de la pared, rechina pausadamente la cama de mis vecinos. Atraídos por el amor ocupan el tiempo para saciarse y otras veces para agrandar su familia.

Mi madre estando en el sur dice que la soledad es una gran fortuna. A ella le resulta fácil hablar porque nunca apreció el silencio de este lugar. Yo prefiero creer que el silencio se debe al diminuto tamaño de la cama. La pronta manera de olvidarme es esconder mis manos entre las sábanas, mientras la cama de mis vecinos se llena de polvo.

 

El teléfono

Son los meses del otoño los que matan la memoria de las plantas dice mi madre. Luego llora con el teléfono inalámbrico como todos los lunes desde su casa. ¿Es mi voz la aterradora de sus días? ¿Son las plantas las que le impiden el recuerdo? ¿Y quién responderá a todas las preguntas cuando pase el otoño? Ciertamente nosotras seremos incapaces y no por ser hembras sino por estar en la tierra, estirpe de todos.

Me dices que no sabes lo que la memoria hace con los hombres. Y yo te digo que iré a visitar a unas amigas. Insistes que no sabes. ¿Acaso soy yo la indicada para hilvanar tantas palabras? ¿Acaso el otoño no ha pasado por aquí? Todos los días sentimos muerta a la memoria y no es por el otoño sino por los hombres. El otoño mata una porción de memoria, un retazo y sólo eso. Los hombres la matan, la aniquilan y la buscan cuando es tarde.

En la ventana se asomó un pájaro dices y yo te pido que llores. Me cuentas que el pájaro es verde brillante. Afirmas que es un picaflor. Yo no digo nada porque no sé de pájaros, pero sé qué llanto lava todas las heridas. Por eso lloro con el teléfono en la mano.

 

Mi madre y el felino

Recibí una carta que viene desde el Sur. Me senté y la leí. Después lloré porque la escribió mamá. Ella dice que me voy a morir pronto si fumo demasiado y le creo. Cuando se me olvida fumo. Y al día siguiente me postro en el lecho para pagar la desobediencia.

Mi madre dice que se pinta el pelo de negro desde mi partida y que encontró la mejor manera de vivir al sustituirme con un gato gordo. Me pregunto si es posible que un gato gordo me reemplace. Y si es así pido perdón porque ya encendí un cigarro para elegir el día de mi muerte.

 

Ella y yo

Ella es la que escribe mirando el panorama de los días, yo soy la que piensa lo que el aura trae consigo desde el Sur: imágenes desteñidas por el viaje y una bandera. De allí es que a veces nos surge un poema.        

Ella y yo hacemos largas oraciones, pero no a las hadas, no a las vírgenes, no a los dioses, sino a la patria, pez andariego que deambula en la sangre. Tal vez una noche la patria lea nuestras oraciones y nos cumpla el deseo de morir ahí para ahorrarnos la tristeza.

Ella y yo escribimos cosas como por ejemplo, lo que aura sacude en la memoria muy a menudo.

 

Pájaros domésticos

Laura, mi tía, reniega todas las tardes de su esposo. Me advierte que en unos días se irá de su casa porque no le gusta vivir mal. Yo le sonrío porque admiro que pueda escapar. Los peruanos que sintieron los escombros en sus espaldas querrían hacer lo mismo, pero saben perfectamente que cualquiera puede escapar, no de la tierra sino de un lugar de ella. Irak y el resto del mundo también querrían escapar. Después de la masacre llegan los gritos, los lamentos y al fin la resignación: somos de aquí y morimos aquí como pájaros.

 

Extravíos

Leticia perdió las llaves de su casa. Al darse cuenta entristeció y agarrándose de la cabeza pensó que no servía para nada. Yo creí que había sucedido algo peor y me puse a imaginar la muerte de su padre, la de su madre, la de alguien. Luego reí porque eran las llaves. ¿Pero quién no ha perdido algo? Mi país está gobernado por perdedores que aplastan las nalgas en una silla, cruzan los brazos y no paran de pensar y creen que eso basta. La derrota les invade los ojos y se defienden orinando en los pantalones e incluso lloran. Así nos hicieron perdedores: y como nada es gratis, lo pagamos con las Malvinas, con los treinta mil nombres que fueron sepultados en cajones vacíos. Entonces ¿quién no ha perdido? Yo perdí un poco de memoria, tal vez por eso me resulta difícil contar las veces que he perdido. Acaba de pasar otro minuto y también lo perdí.