Letras
Crónica

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I

A don Ignacio Soldevila Durante

Las praderas de Kansas son un inmenso mar poblado de fantasmas indígenas, cuyos gritos desgarradores se confunden con el eco del viento y los incesantes gemidos de trenes repletos de mercancías y pasajeros que tratan de cruzar rápidamente sus temibles pueblos y ciudades semidesérticos Sólo aquí, en Emporia City, perjura el maquinista haber sobrevivido torbellinos peores, los cuales suelen abortar por doquier algunas de las cosas atrapadas en cada abrupto e inesperado recorrido. Asimismo y con la intención de entretenerme, refiere que hace años, antes de haber sido calcinada la última estación de Emporia, los citados Odilón Pérez y Pancracio Ramírez empeñaron sus exiguas pertenencias con la idea de emigrar a California. Así, las dos parcelitas heredadas, un refrigerador General Electric y la Juana, engrosaron el arca del cacique. Sin embargo, él también se largaría, dizque para olvidar a su última adquisición, quien a los pocos meses de tratarlo, huyó muy desilusionada para adentrarse en el barrio de La Merced. Desde entonces y aunque la ranchería haya sido borrada en los mapas gubernamentales, ésta ha logrado sobrevivir en la memoria de los viejos que agradecen a la Juana una tranquilidad rodeada por la presencia económica de familiares ausentes, polvaredas e imágenes oxidadas de los últimos candidatos, quienes y no obstante al transcurso demoledor del tiempo, continúan sonriendo, como si verdaderamente desearan alegrar tanta melancolía.

—¿Y cómo los conoció? —indagué con la explícita morbosidad que los recorridos largos producen en el viajero inexperto, cargado de aburrimiento, libros, notas y periódicos.

—Solíamos emborracharnos en una barra de la Commercial. Por allá, pasé mis últimos cuatro años de estudiante en ESU. Además, me he enterado por esta crónica del Emporia Gazzete.

—¿Cómo eran y qué le contaron? —insistió por última vez el intelectual que se dirigía a Missouri para ofrecer una conferencia en la Universidad de Columbia.

—Odilón era bajito, ligero como una pluma, poco hablador y antipático; la vasta soledad de su cuero cabelludo contribuía a exacerbar la aspereza del rostro. El vientre de Pancracio fue otro cantar: resaltaba desde la distancia y continúa siendo, al final de cuentas, la mejor inversión ante la adversidad latente de su vida actual.

En Tijuana, entablaron amistad con un coyote que consintió llevarlos a trabajar a Los Ángeles. El trato excluía la labor del agro.

—El mejor jale está en las fábricas —les confesó el pollero con chasquidos y gestos ininteligibles—. Fue una noche de palabras ebrias que reflejaban toda la razón del mundo, pues la friega del campo está muy mal pagada. ¡Mire mis manos! La ventaja de trabajar encerrado —continuó explicándoles— radica en estar alejado de los drásticos cambios de temperatura.

A partir de esa noche, despilfarraron paulatinamente hasta el último centavo en un tendejón del barrio, ya que su traslado y empleo inmediato estaban garantizados por la nueva amistad, y la comisión que los gringos pagaron al coyote. Durmieron las borracheras encima de unos petates acomodados en el interior de un barracón recubierto con láminas de asbesto, cartón, plásticos y hermosas corcholatas de Titán, Jarritos, Pepsi, Orange Crush, Squirt y Coca-Cola. ¿Se acuerda de ellas? Afuera de la suite, los custodiaba un teporocho expatriado que al lado de su perro y un carrito de Safeway, portador de toda su hacienda, vislumbraba con desdén el seductivo resplandor de las luces de San Diego, las cuales y desde cualquier ángulo, aparecen como si fuesen foquitos adheridos a la sombra de un pernicioso árbol de Navidad, rodeado por una obscura hilera de bultos silenciosos que esperan el momento idóneo para trepar el muro de alambre, descender e internarse con vehemencia en las entrañas de la tierra prometida.

Los primeros días, les ayudaron gente de Michoacán; los de Guanajuato y Jalisco hablaron también con el mayordomo de la fábrica, quien convencido del ahorro que representaba deshacerse de los perros guardianes, consintió que ambos durmieran en el almacén.

Después de tres prolongados meses, el negocio de muebles se declaró en bancarrota, y tuvieron que desplazarse más al norte. Aprendieron a vagar entre la Burnside y el Barrio Chino, pernoctando debajo de puentes con la finalidad de estar cerca de las esquinas donde se selecciona la mano de obra que coadyuva a la prosperidad de los ranchos aledaños y el ensanche urbano que cada día se aproxima más hacia Beaverton, Oregon City o Hood River.

—I need four strong men! —vociferaba ese día, con enfado, un bato desde una camioneta Ford. Y después de escupir una mezcla espesa de tabaco encima del pavimento, prosiguió con el dedo índice:— You, you and the other two guys!

¡Patrón, mister!, gritaron con desesperación varios paisanos expuestos a los amenazantes cúmulos que ensombrecían El Edén por enésima ocasión. En la esquina, un autobús desapareció entre el embotellamiento de la mañana; el conductor sonriente saludó, a usanza militar, al compañero que aproximaba otro vehículo hacia la agitada multitud, sobre la cual empezó a caer llovizna gélida que se transmutaba en una violenta granizada que obligó a todos los rezagados a cobijarse debajo de marquesinas de restaurantes y bares, llenos de oficinistas y burócratas indiferentes a la desgracia ajena.

—What’s up, man?

—Nothing much —respondió el otro chofer.

Al llegar la noche, las débiles flamas de una hoguera improvisada cubrieron con más hollín las inmortales capas de grafito multicolor adherido a la parte inferior del puente Rose Island. Odilón y Pancracio acomodaron los improvisados colchones de cartón, e introdujeron al mismo tiempo hojas de papel periódico por debajo de sus camisas y pantalones de mezclilla. Observaron con cierta envidia a los vagos que acomodaban sus escuálidos cuerpos dentro de sacos de dormir. Cuando arreció el frío, cenaron tragos de Mad Dog 20/20, cortesía de los mendigos profesionales que, después de haber trabajado por muchas horas en las calles del centro, compartían con sus colegas e invitados el producto de su faena.

—Welcome to America, amigos —balbuceó uno de ellos, al extender su brazo tatuado a los dos huéspedes que recibieron la botella con regocijo, pues ya empezaban a entender al país de acogida. ¡Todo era Rock & Roll!, usar y desechar, aseveró el anfitrión beatneak. Lo que en realidad importaba a las masas, concluía en un español aprendido en México, era la acumulación de cosas y alimentos que envejecían también en amplias cocheras, y frigoríficos colocados en sótanos. La ralea al campo, fábricas, cocinas, hoteles, las guerras y puentes... continuó explicando a sí mismo durante toda la noche.

Los días de mala racha hicieron cola en las misiones protestantes donde, y después del rezo obligatorio, engañaban al estómago con caldos o sopas de lata, café de calcetín y pan blanco de molde relleno de fiambre Oscar Mayer. Casi siempre descansaban en la Salvation Army, considerada el Holiday Inn de las misiones del rumbo, y aunque no hablaban inglés, ya habían aprendido a compartir letrinas y literas con drogadictos, alcohólicos, ex convictos y veteranos de guerras, con los cuales fingían estar interesados en los sermones cotidianos.

 

II

Sin embargo, pudieron observar que, con la llegada del buen clima, el peso de la fruta doblega los brazos de los árboles. La tierra parece sangrar entre los arroyos morenos, adyacentes a corredores verduzcos que desvanecen por debajo de la bóveda diáfana que cubre el campo abierto, atrapado entre montañas, pobladas con majestuosos pinos, helechos, osos, ardillas y venados que huyen despavoridos ante la presencia de sierras eléctricas y tráileres que se desplazan cuesta abajo, por el camino de la costa. Pese al intenso calor veraniego, incorporaron su trabajo a infinidad de hábiles e incansables manos de hombres, mujeres y niños que arrancan los frutos con desesperación, ligereza, desconfianza y miedo que sólo el color del dólar logra disipar. Soñaron despiertos, y sonreían al imaginar un futuro tan abstracto como el color, la forma o proporción de los elementos que les rodeaban.

No quisieron ir a recoger papas a Idaho, pues deseaban un empleo estable y mejor pagado.

—En Emporia —dijo un hombrón de Yakima— sobra el trabajo.

Sin pensarlo, se sumaron al heterogéneo grupo de indigentes aposentados en el interior de un vagón y sobre las escalerillas del tren que se dirigía a Chicago. Intuyeron que en aquel lugar podrían ahorrar el dinero necesario para comprar una tarjeta de residente y el número de seguro social.

Vagaron a placer por el barrio Pilsner, hasta el día en que encontraron empleo de lavaplatos en un diner del lago Michigan. Las conversaciones siempre giraban en torno al mismo tema.

—Chicago tiene la ventaja de ser una fuente de jale mal pagado, pero seguro —opinó un huichol, ante el reducido grupo que asentía en silencio, moviendo la cabeza de atrás hacia delante y viceversa, mientras miraba de reojo la torre Sears para soñar en purépecha, náhuatl, quechua y hasta en sioux.

Llegaron a Emporia en el tren de las 8:00 pm, y se hospedaron en la misión de la calle doce y Merchant, rodeada en ese momento por árboles de cristal que producían tañidos cautivadores.

—Una de las ventajas de estos lugares —les expliqué— consiste en la enorme demanda de mano de obra ilegal. —Sin inmutarse continuaron embelesados por el resplandor de la nieve, los carámbanos adheridos a techos, y el tendido recubierto por una capa invisible de agua congelada. El sonido del hielo, intensificado por el roce del finísimo viento blanco, se perdía en la desmesurada oscuridad de parques y bocacalles.

La entrevista fue rigurosa, pero consiguieron trabajo fijo en un matadero enorme y lúgubre. Por varios años y sin chistar, Odilón se encargó de transportar tripas y pezuñas fétidas de bóvidos a la planta procesadora de alimento para perros y gatos. Walter —de esta manera habían apodado a Pancracio en Chicago— separó las entrañas de los corpachones. Impertérrito y quizá animado por aquel hedor infernal, soñaba con la fundación de un sindicato.

Los caciques de Kansas son invisibles, pensaba Odilón cada noche, frente a esa fuerza extraña que emana de las corporaciones, y despierta zozobra inconsciente. Los dueños del matadero son seres anónimos con miles de ojos sigilosos, respondía la inquieta y silenciosa mirada de Walter, cuya imagen era reproducida simultáneamente en pantallas de televisor ubicadas en la oficina central y la única retina del capataz ojienjuto, cuyo ojo izquierdo había quedado extraviado en el paralelo 38.

La vida en Emporia y sus alrededores es muy distinta. Cada amanecer, el ganado reaparece desperdigado en los llanos, junto a pozos petrolíferos y enormes letreros de propaganda religiosa que exhorta a los automovilistas al arrepentimiento, a cambio de la salvación eterna del alma. Desde las vías, Odilón y Walter divisaban, al igual que nosotros, pero con una perspectiva distinta, el edificio que alberga la cárcel, el Granada, los negros cimborios de la iglesia y, al fondo de la calle, el campus universitario. La sobria atmósfera de la Commercial aparecía acompañada de miradas furtivas que exteriorizan todavía una absurda asociación de ideas preconcebidas en la estrechez del hogar y las instituciones. La discriminación y el racismo eran una realidad que aprendieron a sopesar e ignorar, ya que ambas situaciones representaban una prolongación de lo vivido en México. A pesar de ser tarascos, fueron clasificados legal y socialmente como Hispanics y, a diferencia de México, hasta los paisanos mestizos o güeros, quedaban etiquetados también en una sola casta que los hacía partícipes del mismo desprecio. Les habían gustado los dólares, y se acostumbraron a vivir confinados en un mundo asignado que permite estar sin ser. El sistema los convirtió en obreros cualificados y les asignó la comunidad ubicada al otro lado de las vías del tren. Apartados de los anglosajones.

Gracias al influjo y ayuda de algunos religiosos del área, Odilón decidió ser abstemio y tuvo ánimo para establecer una licorería en el centro de Emporia. Walter se asoció con unos restauranteros de Topeka. Deseaba huir del pueblo y volver a empezar.

Un miércoles por la mañana, atracaron a Odilón. Durante el funesto acontecimiento le propinaron una paliza, y el cuerpo fue colocado deliberadamente encima de una amplia banqueta, para no volver a ser visto jamás. Esa tarde, el sombrero intacto de la víctima reapareció encallado en la chimenea del hogar de Walter, quien, y sin comprender el porqué, está por conocer la edad dorada en una celda de la prisión federal de Walla Walla.

—¡Pero qué crónica tan despiadada y mal escrita!

—Si llegamos a Kansas City —contesta de repente el maquinista—, allí tendrá que tomar el expreso a Saint Louis.

El tren continúa su diligente e instantáneo trayecto circular, y mis párpados, cegados por el anaranjado violento del horizonte y el impetuoso viento del sur, que continúa creciendo, se cierran como dos ligerísimas cortinas de hierro candente.