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El ojo del pornógrafo

El ojo del pornógrafo

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Tiene cara de no hacerle mal a nadie. Es delgado, algo curvo y bajo, un gagueo fastidioso le asalta a veces. Su estrecha frente hace que parezca de 40, aunque tiene 52 años. Se refugia en una amabilidad, tan a la mano, que parece adrede. Sus ojos azul claro dan seguridad a cualquiera, no obstante, muy pocos saben que ellos han visto más de 100 mujeres desnudas (unas dos mujeres y media por semana) en los últimos nueve meses amparado sólo con una vetusta cámara Olympus digital.

Rubén Guzmán, como todo pornógrafo, asegura que su labor es artística ya que su principal fuente de ingreso son los eventos sociales. Que muchos se equivocan tachándolo de depravado y que si el cliente queda satisfecho es que ha hecho un buen trabajo.

La verdad es que sus fotos ni siquiera están bien iluminadas. No tiene noción de profundidad y altura. Algunas están fuera de encuadre. Pero es obvio que el atractivo innegable está en la desnudez. Siempre hay lucimiento de piel por todos lados.

En su catálogo maltrecho está la chica que muestra su pubis tapando algunas zonas con una estola, un pareo o un gorro exótico, la Maja cincuentona en una otomana que exhibe su dorso ancho, sus laxas axilas y piernas de suaves várices insinuantes. También la embarazada con la barriga bañada en aceite, el clásico marica deschavetado que avienta sus brazos y el fornido relleno de testosterona que mira como diciendo: “¡Sal de tu closet!”.

Pero el mayor surtido es el de muchachas de barrio que no tienen proporciones descomunales pero sí un fuego encerrado en la mirada que puede venderse sin reparo al italiano frenético, al vikingo agreste o al canadiense —tan cují este último que, si pudiera, traería los emparedados del mismo Québec. Lo importante es que el visitante que quiera desfogarse traiga los euros aunque se trate del más maluco del orbe. Y así poder comprar el jean de moda, el último celular o la blusita de los escaparates quiméricos.

Son mujeres que no aparecerán nunca como conejitas pero que son réplicas de gorditas reinas del Congo y que, aparte de ser pobres, portaron y portarán la injuria de que las negras son más fáciles que las blancas. Entonces ¿por qué no divertirse y sacar lucro de lo que la naturaleza les dio?

Si el sueño de estas muchachas no es irse de estas tierras seguro que se le parece mucho. Muchas tratan de imitar los labios de Angelina Jolie poniéndolos como si estuvieran soplando una vela. Una de las fotos muestra a una de ellas, algo ebria, rodeada de un grupo de hombres y mujeres al parecer en una terraza de bebidas. Se ha bajado el jean exhibiendo, en una pose desenfrenada, medio monte de Venus.

El ojo del pornógrafoDentro de este catálogo aparece también la Lolita que se tapa sus pechos de corozo con manos llenas de abalorios infantiles, hasta se le pueden ver los codos sucios del carburo de la pared donde se recostó.

Pero la que conmueve es ésa que se espicha mostrando sus costillas, la que está dando el todo por el todo, la que parece garza de una sola tarde. La pobre termina tiernamente derrotada por su propia palidez. Uno constata entonces que la inocencia liada con desparpajo en ocasiones es cruel.

En términos generales lo que impera en el catálogo es el desorden y el divertimento y, haciendo honor a la verdad, algunas realmente lucirían mejor vestidas.

Explica Rubén que muy pocas son las que quieren tomarse una foto sólo para su compañero. Casi todas quieren venderlas a páginas de la Internet que ofrecen los servicios de la ciudad en el exterior. Incluyen sus celulares y correos y nombres de gringas. Claro que detrás siempre hay una matrona que se encarga de realizar los contactos una vez se instalen en los hoteles los extranjeros. Hay taxistas, botones, recepcionistas de hoteles, barmen y meseros que hallaron una fuente extra de ingreso dentro de la cadena proxeneta.

***

El barrio está ubicado en la zona sur oriental de Cartagena. Tiene agua por todos lados. Hay un grueso caño que trae todas las emanaciones de la ciudad. Tiene gente y más gente y calles estrechas, todas sin pavimentar. La mayoría no tiene empleo. Las casas son pequeñas y en ellas viven más de dos familias en un piso sobre otro.

Rubén vive en un segundo piso. Allí comparte espacio con esposa, tres hijos y un nieto. Sus trabajos en su mayoría son realizados en oficinas que le prestan profesionales amigos en el Centro Amurallado a quienes les retribuye presentándoles chicas. Pero el set lo puede improvisar en cualquier barrio, en sesiones organizadas por muchachas ya veteranas en la actividad. Todas están en los listados de matronas celestinas cuyos clientes son políticos y empresarios.

El ojo del pornógrafo“A... a... algunas tienen suerte... suerte... y encuentran al... al italiano enamorado que vuelve a los cuatro meses y se las lleva con papeles en regla”. Rubén miró con apego su cámara. Su sala es demasiado calurosa, oscura y encerrada. “O... otras, se quedan esperando. Pero les entró el gustico por la platica, la rumba, el de... desorden y en temporada contactan a varios extranjeros que las alojan en buenos hoteles y... y... andan con ellos engreídas por todos lados sin que les importe que las vean. Así terminan metidas a esto, claro, algunas a la semana se pueden hacer más de 500 mil. Todo tiene su precio. Las... las encuentra uno en las playas. Son universitarias o... o... estudiantes de bachillerato”. Fingió amargura y encendió un ventilador. “Muchachas sanas. Muy... reservadas”.

Rubén me había confesado antes que en un principio sintió placer. Pues de alguna manera convencer a una mujer para que se tome fotos desnuda es más difícil que hacerle el amor. “Hay que echar mucha labia, bastante”. Pero cayó en cuenta que ellas no se desnudaban para él. Que no es el recibidor de esas posturas y fingimientos. Que el verdadero lujurioso es otro que está más allá de su lente y del escenario. Un mirón que realmente tiene mayor jerarquía que él mismo. Se trata de alguien (mujer u hombre) que impone su presencia a distancia. El papel de Rubén queda reducido así a la de un simple intermediario. Es una suerte de indefensión. Rubén es un eunuco. Ver sin tocar. Trabajar sin tocar. Mirar sin detallar. “Soy igual a Polvo de Ángel, ese tipo que las cabareteras adoran porque no hace nada, a veces ni mira”.

Cuando Rubén arquea las cejas adquiere por momentos un aire de sátiro. Sin embargo, el azul de su mirada lo disuelve. Por eso no se sabrá si a la larga es un corruptor diabólico o un cándido y desmedido sobreviviente. Ya no le sorprende encontrar fotos suyas en revistas mediocres o en las páginas web de la ciudad. No importa que les tapen las caras y los sexos con esos ridículos circulitos negros, él no olvida un trabajo.

Uno supone que quien hace este trabajo no tiene dificultad con la conciencia, pero le perturba lo que llegue a pensar su esposa Estebana, quien es católica y mayor que él. Cuando trabaja en casa lo hace obligado por la falta de espacio así que le tiene que inventar algo: de repente unos días en casa de sus cuñadas, un viaje al pueblo, o —como último recurso— una larga diligencia de varias horas. “Nunca se ha enterado, o eso me hace creer, aunque a veces se pone muy seria y dura días sin hablarme. Es que en el barrio le dicen mucho chisme”.

En su barrio los vecinos tienen una impresionante potestad murmuradora. Sabe que aunque emplee todo el sigilo del mundo ya deben estar enterados de su actividad. Sólo espera que de alguna manera le otorguen cierta indulgencia y complicidad tal como se la dan en el barrio a jíbaros, rateros cuchilleros, policías corruptos y traquetos en ascenso. A sólo dos cuadras de su casa funciona un reconocido cabaret de la ciudad, y nadie dice nada.

El ojo del pornógrafoCuando hace el trabajo en su sala tiene que ser en menos de una hora. Improvisa con apuros una especie de estudio con un trípode amarrado con cabuyas y luces remendadas con papel de aluminio, radiografías viejas y alambres retorcidos. Esta vez una cortina blanca sirve de fondo aunque se puede ver algo del barrio.

Hay un olor a orín de gato que se redobla con el calor. Todo tiene una dimensión enrarecida. Había vacilado en dejarme entrar en una de sus sesiones pero cuando le argumenté que también mi labor era artística lo aceptó, no sin cierto reparo. La idea es no interferir, que las cosas fluyan como se dan en su oficio porque si uno mira con demasiado detenimiento empieza a estropearlas. Eso sí, me dijo, la única cámara fotográfica es la mía y nada de grabaciones.

Estebana, su mujer, esa mañana había salido a una diligencia y vendría más allá del mediodía. Se trata de una cliente nueva pero que él ya conocía. No habría problemas. Así que nos sentamos a esperar en su sala ardiente sentados en unas sillas de plástico triste.

Esperamos más de cuarenta minutos hasta que por fin se oyeron unos pasos subiendo la escalera. Tocaron. Rubén abrió la puerta con sonrisita de expectación. Una hermosa morena entró con aire decidido sin abandonar esa cosa inquietante de mujer que sabe para dónde va aunque no supera los 18. Trae un bolso Fila. Está emperifollada con candongas, viste un suéter camuflado, bermuda gris, zapatos tenis y una boina sobre un cabello corto estirado con productos químicos. Tiene una encantadora nariz respingona y labios prominentes con brillo transparente, labios malcriados e imperiosos como el hábito de la lujuria y una cadenita de plata en el cuello. También tiene unos paños en el rostro ocasionados por el sol playero. En el recinto se sintió el contraste de su perfume dulce de mujer dispuesta con el orín de gato.

—Tengo más de una hora buscando tu casa, oye —dijo.

—No te preocupes que tengo todo el día para ti solita. ¡Mira! —Rubén le pasó unas fotos y enseguida a ella se le abrieron dos huequitos en las mejillas que la hicieron más niña. Eran las fotos de otra muchacha que al parecer ella conocía.

Levantando el dedo y sin mirar su reacción, Rubén le dijo en tono bajo como si hubiera en el recinto mucha gente además de nosotros:

—Quiero saber si estás segura de lo que vas a hacer. Porque después viene el “aymamitamía” y las quejas. Las fotos corren más que los chismes.

Pareció un lugar común, pero ambos asumieron un silencio y entonces no fue tan común. Me imaginé que siempre hacía esa pregunta que obliga reflexión a cualquiera.

—Sí.

—¿Lo hiciste antes?

—Sí.

—¿Por qué no lo buscaste?

—¿Qué cosa?

—Al que te fotografió antes.

—Porque el malparido quiso metérmelo. Me tocó, oye.

Se le encresparon las cejas y su boca brillante se llenó de piedra y asco.

—Me dijeron que eres serio y nada de manoseo. Porque yo digo que si uno quiere que lo manoseen, lo manosean. ¿No?

Supe que ese trato impersonal a un hombre mayor de 50 no era ajeno en ella. Me mordía la lengua, quería hablar. Rubén pareció darse cuenta y me reprendió con la mirada. Así que lo apropiado fue el silencio y quedarme aparentando que soy el ayudante, el recogecables, el que está distraído y tal. Distraidísimo.

—Hule a meao de gato, oye —dijo y movió las manos haciendo sonar sus bisuterías.

­Acto seguido empezaron a transar el precio. Ella fue más atrevida y fría, regateó y al final aceptó Rubén: diez fotos, a cinco mil cada una.

—De todas maneras son caras, oye. Pero a éste no lo quiero cerca —me señaló—. No quiero nada de nada. Ni miraditas ni nada.

—Cálmate que aquí hay gente profesional —repuso Rubén—. Es el dueño de la cámara, oye.

Fingí seriedad y Rubén, sin prestarle atención, encendió los reflectores remendados con papel de aluminio. El ventilador bajó la velocidad por la carga de las luces. Se cercioró de que la cortina no dejara pasar media mirada desde afuera. Y ella, decidida, revisó todo el piso: tres cuartos, un patiecito de paredes rojas y la cocina. Cuando se percató de que no había nadie más en la casa se colocó delante de la cortina bajo la luz caliente. Volvió a mirarme, esta vez con indiferencia, una indiferencia que no era el fruto de su arrogancia, ni de la confianza en ella misma, ni de la inocencia; por el contrario, era algo rebuscado y teatral.

Empezó la escena. No fue como lo imaginé: lenta, “en relente”, como en las películas en donde el desnudarse adquiere una dimensión cósmica, como si todo estuviera lleno de una música sumisa. Es que uno debería oír una música cuando le está cambiando la vida, como en las películas. Pero aquí todo pasó rápido. Todo alcanzó una movilidad en la que no se supo el límite entre lo que está vestido y la desnudez, entre el impudor y el recato. En cuestión de segundos esta muchacha estaba mostrando sus pechos y su suéter camuflado quedó sobre la silla de plástico triste. Sus tetas duras de puntas renegridas quedaron al aire. Aunque tiene pequeñas señales —viejas cicatrices— hay algo en esa piel morena y animosa que aspira a otra cosa más allá de ese desnudarse. La cadena de plata brilló.

El ojo del pornógrafoRubén disparó su Olympus. Ella sacó delicadamente una lengua húmeda y sabia. La misma que de seguro entregó a su noviecito de barrio, su primer amor. El noviecito que jamás podrá invitarla al hotel de lujo al que la lleva el asombroso turista. Ese noviecito, ¿se aterraría de verla ahora en su desparpajo?

Por un instante me miró como tratando de hallar en mí un interés y sentí que su mirada me insinuó que, sin merecerlo para nada, estaba gozando de su espectáculo. Pero en verdad no lo gozaba.

Esta morena imita lo que una mujer conscientemente hace en el juego del deseo: se propone como objeto del otro y al mismo tiempo huye para que sea más imperiosa la sed y hacer valer su cuerpo en la huida misma. Te da y te quita. Este juego, que a la larga brinda una saludable compensación psicológica, no se da en la pornografía ya que el ofrecimiento no es seguido por la negación. Esta morena que se despliega ante el lente de Rubén tiene que darse sin esa magia traicionando la naturaleza del juego erótico. Por eso es una lástima que la ausencia de ese rito sea una imposición de las condiciones sociales. Para ella no habrá huida, ya que las condiciones de necesidad lo impiden.

Por fin Rubén habló.

“No te preocupes que aquí toda mujer se vuelve reinita... Te vas a convertir en la más famosa de todas. Si no; vas a conseguir al man que te va a limpiar la hoja de vida y que te llevará a vivir de lo lindo... O... o te vas a comprar lo que quieras con toda la platica del... del... mundo... Si no; pu... puedes vender las foticos bien caritas. Todo tiene su precio, mamita”.

Supongo que de eso se trata la labia a la que se refirió antes que no es más que esos diminutivos que le caen encima a esta muchacha mientras se pone en una postura conocida.

La muchacha empezó a sudar. Cerró los ojos y se dejó llevar. Rubén siguió disparando. Ella desabrochó su bermuda gris. De repente apareció un hilo dental amarillo por el que burdamente —barrialmente— pudo verse su pubis y su hendija morena. Luego deshizo con facilidad los nudos que tiene el hilo dental a los lados y se quedó no más con su boina.

Se frotó los vellos de su brazo. Bajó su mano y la llevó a la entrepierna oscura. No se manoseó como lo hacen en las películas. No se abrió con vulgaridad. No se tocó esa hendija por donde esta mujer ha conocido lo puro y lo impuro. Debajo de su tenacidad hay algo de inocente indecencia.

Entonces hay que pensar en un partido de fútbol, en las cuentas que hay que pagar, o en ese tema preferido: la Segunda Guerra Mundial; o en cualquier cosa que lo aleje uno de la situación.

Es linda, o mejor; será linda, porque, a pesar del arrojo, todavía le falta madurez mujeril en su cintura y tiene cierta grosura en los costados; esos bananos que tanto aterra a los empecinados por la silueta.

Sin duda el cuerpo no es la carne sino lo que hace el garbo con la carne.

El ojo del pornógrafoLa sesión duró cinco o seis minutos, más o menos, hasta cuando ella dijo: “Ya, listo. Ya”. Acto seguido se vistió con menos prisa de la que se desvistió. Todavía sudando sacó cincuenta mil pesos de su Fila y se los entregó a Rubén. Increíble, este hombre cobra por tomar fotos, en vez de ser él quien pague para que se desnuden. Rubén se sentó en su PC, quemó un CD con las fotos y las imprimió. Los tres nos mantuvimos en silencio. Doce en total, más de lo que ella esperaba aunque parecieron ser muchas de acuerdo al arrebato de la Olympus durante la “sesión”.

La muchacha tomó su bolso y bajó las escaleras. Rubén recogió sus cosas, abrió la cortina y la luz del barrio entró de nuevo. Insisto en que cuando a uno le suceden cosas cruciales debería escuchar una música al fondo, como en las películas.

El resto de la mañana Rubén estuvo contándome historias de gente inescrupulosa: un día alguien tomó una foto que tenía guardada desde hacía tiempo y se la llevó a su dueña, que ya estaba casada y con hijos, y ésta le llegó a su casa y le armó un verdadero escándalo.

En otra ocasión se le extravió en la calle la foto de una vecina muy conocida, con tan mala suerte que se la encontró un tendero. Éste la amplió e hizo un calendario que colocó a todo dar en la tienda. De eso Rubén recuerda una trompada.

Hace poco la hija de un vecino, muy amigo, llegó diciéndole que quería vender sus fotos. Le tomó la primera, se le acercó y le mostró a la muchachita sus pechos pequeñitos en la pequeña pantalla de la Olympus. Le preguntó que qué pensaría su padre si la viera así. Se fue poniendo la ropa y se largó avergonzada. Desde entonces lo trata con respeto. “Supongo porque no me aproveché. Yo siempre pienso que detrás de una mujer que se desnuda siempre hay unos pa... padres que pueden ser honestos”.

***

Rubén tiene una historia más larga, acaso amarga. Días después de la sesión un hijo suyo, adicto a las drogas, lo vio charlando en una esquina con un traqueto famoso del barrio. Una vez en casa el hijo le pidió, bajo los efectos de la droga y sin recato, que le presentara a ese man firme que estaba en la “jugada”, pues su aspiración era entrar al negocio y trabajar por su cuenta. Rubén se negó y quiso aconsejarlo con su labia. Pero su hijo se encegueció por la furia y le arrojó la cámara Olympus a su rostro. Rubén pudo esquivarla y la cámara fue a reventarse contra la pared. Luego reventó el computador, la impresora y un VHS. Se armó un escándalo y los vecinos llamaron a la Policía. Rubén se quedó sin instrumento de trabajo y con el hijo preso en la estación del barrio.

Mientras consigue plata para comprar una nueva cámara vende gaseosas con una neverita de icopor en la playa donde lo encontré con su cara de no hacerle mal a nadie rodeado de cuatro muchachas primorosas en vestidos de baño. Rubén las hacía felices con cada frase. Me acerqué y le pregunté en qué iba a terminar su “oficio” ahora que estaba sin cámara. Me dijo: “Es una cuenta de cobro, mi hermano. To... todo tiene su precio... su precio”.

***

Sería interesante saber cuántos hombres y mujeres recurren a la pornografía en Colombia. O que se midiera la violencia que genera. Es obvio que si no hubiera compradores no existiría la enorme oferta. Por otro lado se sabe que la utilización de ese material no tiene relación con el aumento de los delitos sexuales. Al contrario, algunos estudios indican que los delincuentes sexuales son los individuos que están menos expuestos a la pornografía. ¿Será que la pornografía tiene una función social así como el onanismo? Se sabe, por ejemplo, que individuos que se masturban son menos violentos que los que no se masturban. Pero hay una realidad innegable y es que día a día la ciudad se prostituye y ya no importa el tipo de necesidad que tengan las muchachas ni el tipo de barrio de donde salen.

Los terrenos de la prostitución y la pornografía han cambiado así como la noción de moral y de higiene, los espacios públicos y las normas. Los lugares de ejercicios ya no son las mancebías y zonas de tolerancia. Han surgido nuevos actores y se han multiplicado las especialidades de acuerdo a la modernización de la ciudad.

A pesar del refinamiento, el desconocimiento impera. Por ejemplo: Rubén no sabe que por algunas de esas fotos podría enfrentar de dos a cuatro años de prisión.

El ojo del pornógrafoEl sólo ejercicio de la prostitución no es punible pero sí la inducción a ésta. ¿Será que cuando Rubén dispara su cámara está “induciendo” a la prostitución? Muchos dirán que no, que esa sólo cuestión artística. Pero: “El que con el ánimo de lucrarse o para satisfacer los deseos de otro, induzca al comercio carnal o a la prostitución a otra persona, incurrirá en prisión de dos (2) a cuatro (4) años y multa de cincuenta (50) a quinientos (500) salarios mínimos legales mensuales vigentes”, reza el artículo 213 del Código Penal.

La Unicef incluyó, desde finales de 1994, a Colombia en un listado de países que ofrecen planes sexuales con niños como modalidad turística. Otros países son Bangladesh, Argentina, Costa de Marfil y Sri Lanka.

Según la Interpol y el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) en Colombia la prostitución infantil aumentó en 1998 a más de 35 mil menores. En el año 2000 el número aumentó a 20.000 en las ciudades de Bogotá, Medellín, Pereira, Cali y Cartagena.

Sólo en Cartagena el número de casos registrados en 2000 fue de 1.200. Según datos recientes 62 de cada 100 de estos muchachos ingieren drogas. Y según Renacer, en el caso de la prostitución, la probabilidad de recuperación está alrededor del 30% mientras que en el de drogadicción de 70%. O sea que es más fácil que un niño salga de las drogas que de la prostitución. En Cartagena por cada 10 niños dedicados a la prostitución sólo 1 tiene la oportunidad de ser rehabilitado. Sus edades oscilan entre los 10 y los 18 años. El 61% de estos casos son de Cartagena, el resto provienen de Medellín, Montería, Barranquilla, San Juan de Nepomuceno y Magangué.

Un estudio reciente de Érika Duncan y Hugo Navarro, de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, seccional del Caribe, publicado en la revista Noventaynueve (diciembre de 2003) indica que los costos económicos de esta actividad superan los 50 mil millones de pesos del año 2000, cifra que representa el 15% del PIB de la ciudad.

El 66% de los menores entre 7 y 17 años se ubicó por debajo de la línea de pobreza y el 3% de esta población se encuentra en la línea de indigencia, empeorando así el panorama.

Ya no se trata de la campesina ni de la citadina que deciden tomar ese camino sino de la expansión de un mercado internacional. En esencia es la misma práctica carnal perseguida y al tiempo tolerada, patrocinada y al tiempo penalizada. Una actividad que no temió las pestes medievales ni teme hoy a las plagas contemporáneas.

Pero al final todos somos culpables de alguna manera: el que lo hace por “oficio”, el que compra revistas, el proxeneta, las autoridades que venden la vocación turística de la ciudad no desconociendo que en su interior está la semilla prostibularia. Es culpable el que fisgonea a un pornógrafo para dibujar lo sórdido de su actividad; tanto como tú, holgado lector, que llegaste al final de estas líneas sólo por mera excitación. En realidad todos somos menos morales de lo que creemos.