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Rogelio SalmonaRogelio Salmona, poeta del ladrillo

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El filósofo francés Gastón Bachelard es el autor de un libro titulado Poética del espacio, texto obligado de arquitectos y poetas. La arquitectura es, sin duda, la disciplina en donde se dan cita la ciencia exacta y la estética, en donde las leyes físicas, las normas matemáticas, los trazos geométricos pueden expresarse en formas no sólo bellas, sino confortables, en el sentido de permitir la comodidad de las personas que no sólo buscan una cueva en donde pasar la noche, sino el hogar en donde alcanzar la plenitud de la experiencia humana. No todos los poetas son arquitectos, ni los arquitectos son poetas, hay interesantes híbridos como Sandra Uribe, quien reemplazó los planos por los versos. Pero hay arquitectos que no requieren hacer poesía con las palabras, sino con sus diseños y los materiales que buscan para plasmar sus sueños.

Si alguien rescató a Bogotá de perderse en la multiplicidad de estilos y modas arquitectónicas y darle una identidad (identidad es cuando alguien reconoce a otro desde lejos), fue Rogelio Salmona (1929-2007), quien se convirtió en sinónimo del ladrillo rojo descubierto, evolución moderna de los viejos techos del barrio colonial de La Candelaria. Especialmente para los egresados de la Universidad Nacional de Colombia, el nombre de Rogelio Salmona es más que un referente. Es el compañero universal, el maestro generoso, el creativo intelectual que pudo convertir la dura piedra, el cruel concreto, en una forma amable. El edificio de postgrados de la Facultad de Ciencias Humanas quedó plantado en el campus universitario con su inconfundible sello. En la ciudad blanca, su semilla de ladrillo rojo creció como árbol rotundo. Una de las postales clásicas bogotanas es la imagen del conjunto arquitectónico que remata en las Torres del Parque, pero Salmona no sólo pensó en la altura que se alcanza en espirales y en los afortunados que pueden vivir en sus cómodos apartamentos; también consideró a los transeúntes que abordan los espacios públicos. Sólo hay que revisar el antes y después de la avenida Jiménez y su eje ambiental. La sensación del agua circulando, limpiando, refrescando el duro trasegar de oficinistas y desempleados, ejecutivos y mendigos, bohemios y desplazados. La fauna humana que sube y baja por la Jiménez, camino tortuoso, sucio y peligroso, hace unos años, humanizado gracias a la huella de Salmona que se desplaza en forma líquida sobre el frío ladrillo.

A los estudiantes de la Universidad Nacional se nos ha acusado muchas veces de los actos irresponsables y violentos de infiltrados y extremistas, quienes enmascarados en pequeños grupos salen desde el campus a tirar piedras y ladrillos en la vía pública. En este caso, aquellos que en ocasiones le hacen el juego a los intereses que buscan cerrar la universidad, deben reconocer a un gran estudiante, uno que utilizó en efecto el ladrillo, para construir ciudad, para darle identidad a Bogotá.

Como bogotano, estudiante de la Universidad Nacional y aprendiz de poeta, tengo una triple deuda con el maestro Rogelio Salmona, deuda imposible de saldar por más palabras que se expresen, por más caricias que se hagan en sus eternas obras de ladrillo y concreto. Imagino que San Pedro y Santo Tomás Apóstol, éste último patrono de los arquitectos (quizás por aquello de que hasta no ver la obra no se puede creer en ella), deben estar buscando la mejor nube, para que se construya algún edificio de ladrillo rojo descubierto.