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“Latidos de Caracas”, de Gisela KozakEl pulso acelerado de la capital

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Y así van sus días de labores, mientras vive
y espera vivir por entero, pues ninguna
edificación debe quedar a medias. Prefiere
pasar de largo cuando la realidad se pone
demasiado exhibicionista. La desesperanza
es la mejor razón para tomar decisiones
equivocadas...
Gisela Kozak

¿Es válido catalogar un relato de urbano, tan sólo porque utiliza una ciudad como escenario de sus anécdotas? ¿No debería “literatura urbana” implicar la presencia en el texto de una genuina reflexión en torno a la ciudad, entendida como un espacio particular de nuestro imaginario y no sólo como un escenario determinado en el que pueda discurrir el relato? Es de mi parecer que un relato catalogado como “urbano”, debe contener el germen de una filosofía de la ciudad, ya sea mediante la crítica, la descripción, la mofa o el simple retrato. De esto, Latidos de Caracas de Gisela Kozak resulta un ejemplo apropiado.

Con un planteamiento que resulta más afín a una búsqueda del espacio urbano a través de la ficción, que a una representación fiel de la vida en la metrópoli, Latidos de Caracas no es una novela que busque reconciliarnos con la capital venezolana, ni que pretenda develar una realidad caraqueña oculta a nuestros ojos —dos puntos que debemos saber agradecer. Más bien parece pretender, a través de un relato si se quiere simple, hacerse portavoz de una generación de caraqueños que, conscientes de ello o no, se han quedado sin lugar en su ciudad.

La aproximación de la novela al entorno urbano dista mucho de buscar el ojo asombrado del turista: no intenta fascinar o seducir (o escandalizar u horrorizar, que vienen a ser variantes de lo mismo) con una descripción apasionada del día a día en Caracas; pero sí potencia, a través de la mirada profesional de la arquitecta Sarracena, una contemplación cinética de la ciudad, desde la ventanilla de un carrito por puesto, entre el caos ruidoso de un boulevard de Sabana Grande plagado de buhoneros, o de un Jeep que surca la cota mil de noche y a toda velocidad. La descripción ficcional plantea la urbe como un ambiente agotado, sobrepoblado y conquistado por el tránsito, el deterioro y la inseguridad, sin espacios que ofrecer a una juventud rebosante de proyectos. Y aunque quizás se incline a veces en esa dirección, la novela evita, en lo posible, caer en el lugar común de la denuncia social y del llamado a la atención, atribuidos tradicionalmente a una función social de la literatura.

La retratada en Latidos de Caracas parece ser una generación que se encuentra en eterno tránsito: siempre saliendo, entrando, yendo o viniendo y desplazándose constantemente por la superficie de la ciudad, pero raras veces estando o permaneciendo. Este frecuente cambio de escenarios, que constituye una suerte de huida o de búsqueda constante, se encuentra motivado, en principio, por lo desfavorables que resultan los espacios urbanos para los personajes —no sólo en cuanto al aspecto físico de la ciudad, sino a los espacios psíquicos, donde no parecen hallar descanso, ni seguridad—, constantemente frustrados en sus ambiciones y sueños, y sobre todo, en la consumación de su proyecto amoroso: les es imposible construir un espacio propio, uno que puedan compartir como pareja. Latidos de Caracas se adentra más que nada en las posibilidades e imposibilidades de este amor desigual —entre una mujer de 30 y un joven de 19—, sentenciado a las condiciones de desarraigo físico y mental ya mencionadas.

Andrés y Sarracena serían, así, íconos narrativos de esta “generación desplazada”, que lucha por obtener un espacio para ellos en su ciudad, es decir, una apropiación física, simbólica e incluso emocional de la misma, ya sea en forma de un apartamento para vivir, de una relación estable o de un desempeño profesional soñado. Por ejemplo: él, inverosímilmente joven, sueña con hacer cine mientras vive aún con sus padres —y en especial, puesto que su padre tiene tan sólo un par de apariciones, con su madre controladora y demandante—, quienes ejercen una presión invasiva sobre sus hábitos diarios y en especial sobre su relación con Sarracena. Ella, por su parte, cursa estudios becados de postgrado y sueña con oportunidades profesionales específicas que el país no le ofrece, al tiempo que comparte su vivienda con algunos familiares anónimos. La familia no es para los protagonistas un ente protector, sino una posibilidad de espacio temporal, lógicamente constreñido a las reglas familiares; de hecho, la armonía familiar, en ambos casos, sólo logra establecerse estando fuera de Caracas: en Valencia, donde habita la familia de Sarracena, o en Margarita, a donde Andrés va de vacaciones con la suya. El resto del tiempo, las apariciones familiares parecen ser más bien fuente de conflicto o de malestar.

Gisela KozakLa relación entre Sarracena y Andrés, por lo tanto, es retratada como un amor en tránsito, en un movimiento constante que únicamente se detiene en los breves descansos de sus interludios sexuales; por lo demás está asediado de manera constante, ya por amores pasados, ya por el miedo al aburrimiento y al tedio diario, y sobre todo, por su carencia de un lugar propio, por su descentramiento. Como la misma Sarracena parece darse cuenta: “No tenemos un lugar para los dos. Vamos a hoteles, andamos por la calle... Ay no, estoy feliz, cambiemos de tema” (pp. 98-99). De ese modo, los personajes viven su relación como un presente continuo: “Sin perspectiva, sin posibilidad de pasado, presente fugaz; futuro que apenas se abre es presente y no tiene espacio para planes” (p. 73, las cursivas son mías). Se trata de un amor al que Caracas le ha negado la trascendencia, al haberle imposibilitado a la pareja el arraigo de un lugar propio y de una rutina en común.

El conflicto, pues, reside en bases imaginarias. Caracas, como un organismo viviente, parece resistirse a la apropiación (física, psíquica, incluso simbólica) de los personajes, generando constantemente una situación amenazante, casi una incitación a continuar la huida: tráfico, inseguridad, choques, pobreza, piropos obscenos o incluso la mendicidad, en una escena final quizás un poco apresurada. Y esto obliga a los amantes a un incesante anhelo por espacio, que a ratos se traduce en una desesperada búsqueda del otro. Las escenas de persecución, en las que la pareja no atina a encontrarse y los escenarios se suceden los unos a los otros, casi constituyen una excusa narrativa para una ilustración particular de la ciudad.

Este carácter fugaz en la narración no permite, para bien o para mal, el reposo necesario al lector para una profundización amena en los personajes, dejándole en vez la sensación de observarlos a través de la ventanilla de un tren en marcha; lo que además les atribuye un aire de superficialidad, de ligereza y parpadeo fantasmal, que puede decepcionar a los lectores con ansias más trascendentalistas. Como las fotos movidas, el relato transmite una sensación de fugacidad, incentivada en gran parte por la fractura del mismo en trocitos narrativos, a medida que el final se acerca y la lectura se torna más frenética. En ese sentido, quizás los latidos que el título anuncia se encuentren en esta entrada y salida de los personajes, acentuada a medida que el relato avanza e inserta en lo que la narradora denomina “el corazón de una ciudad enfurecida” (p. 114).

Finalmente, al desarraigo caraqueño del que Latidos de Caracas se hace portavoz, se impondrá la felicidad obligatoria, forzada, como única alternativa a la irremediable falta de espacio. Así parece indicarlo el cinismo alegre de la protagonista, cuando afirma que “Estaré contenta a toda costa y que me perdonen los muertos de mi felicidad” (p. 11); o más aun, que “La única manera de querer no es casándose o montando un apartamento. Deseo ser feliz, no llenarme de obligaciones y deudas otra vez” (p. 95). Sarracena impondrá de manera rotunda la felicidad y la alegría a sus inseguridades e imposibilidades, mediante su postura personal ante la vida. De esta manera, el aparente final feliz de la novela —que puede resultar inesperado y para muchos quizás decepcionante— podría interpretarse como un desenlace coherente con esta manera de vivir el desarraigo. Ya será responsabilidad del lector el asumir o no esta postura como una moraleja al final de la historia.