Sala de ensayo
La Ciudad: la edad política de la Filosofía

“Muerte de Sócrates”, por Jacques-Louis David (1787)

Comparte este contenido con tus amigos

De todos los diálogos socráticos el que tal vez parece más simple es el conocido bajo el nombre de “El Laques”. Ha sido calificado por estudiosos como el punto cero de la extensa obra filosófica de Platón, quien utilizara al personaje histórico de Sócrates (fallecido para ese entonces) para exponer, a través de supuestas conversaciones con oponentes, su propio pensamiento.

Los diálogos socráticos escritos en Atenas por Platón, entre los siglos V y IV a.n.e., conforman no sólo la aurora de la filosofía (el momento en que queda definitivamente constituida) sino su madurez alcanzada. Porque la filosofía nació en edad viril, delimitando convenientemente, desde el principio, el campo en particular en que debía operar su saber, preestableciendo el alcance de sus investigaciones e intereses y otorgándole una precisa finalidad a sus interrogaciones.

En “El Laques”, en su calidad de diálogo primario, se puede apreciar muy bien el surgimiento de este proceso intelectual que en Platón asume la forma nítida de un método expositivo, que conduce a “Sócrates” a preguntar, frente a los que debaten cuestiones secundarias, por la esencia de lo que realmente está en discusión.

“El Laques” es, en su acepción más sencilla, una polémica, en la que participan varios interlocutores, sobre el carácter formativo que puede tener para los jóvenes la instrucción de las armas. Sócrates, mediante su lógica inquisitiva, formalmente basada en preguntas y respuestas, va incitando poco a poco a sus oponentes a definir el significado de sus palabras, a expresar la definición más correcta, hasta que los conduce a la esencia del problema, luego de haber completamente superado lo que había en él de accesorio, anecdótico y de criterio puramente empírico.

La figura de Sócrates, anecdóticamente entendida por la historicidad griega como la de un gran conversador callejero, un extraordinario pensador estrictamente oral, el cual gustaba de importunar a sus conciudadanos de Atenas al poner en constante tela de juicio, con sus irónicas preguntas, todo lo anteriormente establecido, se enfrentaba, de este modo, a los viejos criterios formulados por la tradición cultural y por el culto religioso a los dioses del panteón del Olimpo. Sócrates expone con sus singulares criterios, según Platón, quien se considera su expositor y discípulo, el comienzo del devenir de la historia intelectual de las ideas, la aparición de los primeros conceptos, de esa ley de la abstracción que hace primar al concepto de lo que se conoce como esencia por encima del mundo empírico perceptible de las apariencias.

La discusión de “El Laques” al remitirse, mediante el juicio de Sócrates, a la esencia del problema abordado, a lo que remite es a una disquisición sobre el valor. ¿Pueden ser formados los jóvenes en el valor mediante el arte de la esgrima? ¿Es enseñable, o sea, puede tener una funcionalidad pedagógica, la doctrina del valor? Pero en esencia, ¿qué es el valor?

Sócrates recurre a su ironía para decir que él tampoco sabe lo que es el valor. Aunque desde esa posición se establece un primer paradigma: nadie sabe en resumidas cuentas aquello sobre lo que se discute. Entonces ya sabemos algo, que también eso lo ignoramos. Hay que seguir indagando. Y es aquí que comienza el ciclo del pensamiento socrático-platónico. La pregunta por el valor es la pregunta por una esencia, por un conocimiento no aparencial sino fundamental que, por tanto, no se ubica dentro del contexto empírico perceptible y naturalista de las cosas de la realidad. La pregunta por el valor remite entonces al mundo interior del hombre. Y, ¿qué es la esencia para Sócrates? Remitiéndonos con esta nueva pregunta a la larga secuencia de diálogos escritos por Platón, que expresan cada vez mejor su pensamiento. La esencia, podríamos responder, es el hombre, sus ideas; el lado íntimo, soterrado, de su consciente existencia. Y, ¿cuál es el ámbito privilegiado del hombre más acorde con sus intereses terrenales de ser existente, lógico y sensible? Su ámbito inevitable es la Ciudad comprendida como la máxima institución social, política y civil, económica y humana.

Es en la Ciudad que Sócrates, el filósofo oral, y Platón, el filósofo escritor, creador de la primera escuela académica de Occidente, realizaron su importante y todavía debatido ministerio. De esa escuela surgió el más importante discípulo de Platón, Aristóteles, quien reconociera que había sido Sócrates quien primero llamó la atención sobre el insustituible papel que juegan en el seno del lenguaje y el pensamiento las definiciones; la importancia suma que tienen las generalizaciones, que realiza el mismo lenguaje y el propio pensamiento, para acercarse a la esencia oculta de las cosas, terreno primado por ende del pensar abstracto y riguroso, para desde ahí dejar intelectualmente constituida a la filosofía.       

Es el diálogo de “El Laques” donde por primera vez queda delineado, en su forma más básica, y para los lectores futuros, este principal cometido platónico de las ideas.

El tema del valor alude en primera instancia a la valentía demostrada en el combate, ejercitada mediante la práctica de la esgrima. Retomado por Sócrates alude a un principio abstracto, que sin negar su primer significado lo extiende al concepto general de los valores, como cuestión no aparencial sino esencial de la conducta humana. Para Sócrates el valor cobra una indiscutible acepción moral. ¿Quién es el hombre más valiente? ¿el que demuestra valentía en el combate? ¿O la valentía si es relativa a los valores puede ser expresada de otra forma? ¿No es acaso la virtud una forma de valentía, tal vez la valentía más alta? ¿Y cuál es el escenario donde el hombre puede expresar su mejor virtud? Ante esta pregunta Sócrates se coloca frente al conocimiento como frente a un adversario formidable... El hombre más valiente, el hombre ejemplar del ideal socrático, es el que no teme a la verdad; el que demuestra su valor y su mayor virtud en el terreno de los valores, en el escenario providencial de la Ciudad, que es donde pueden desplegarse sus virtudes morales.

Sócrates fue un mártir del conocimiento. Obligado a retractarse frente a un tribunal de Atenas, que consideraba pernicioso su magisterio para la juventud, no lo hizo y realizó en cambio la apología de su propia vida. Por la torpeza de sus palabras finales fue condenado a muerte. Pero se le dio la oportunidad de huir fuera de la Ciudad y así salvar su vida. Sócrates prefirió la muerte al destierro. Hasta la muerte de Sócrates se podía morir en nombre de la patria, la familia, los intereses de un bando o de otro. Sócrates fue el primer hombre que murió por sus ideas. Su figura presagia a Cristo y como él el problema de la verdad y el significado de la virtud cobran un sentido fundamental. Es eso lo que conmueve a la posteridad con respecto a Sócrates y a su ideal del hombre justo, honesto y sabio. Ha tenido por tanto grandes detractores. Creo que fue su contemporáneo Alcibíades quien lo comparó, por su pequeña figura de vientre abultado y cabeza enorme, con el cuerpo lascivo de un sileno. Federico Nietzsche lo llamó feo, uno de los peores insultos con que se puede llamar a un griego antiguo, indicando con su fealdad una posible deformidad moral. Nietzsche consideraba pernicioso el magisterio de Sócrates, al enfrentarse a la tradición y al culto a los antiguos dioses del panteón del Olimpo, buscando con esto otra fuente de legitimidad de la sociedad humana, haciendo variar el curso de los intereses gnoseológicos de los pensadores griegos hacia los problemas que plantea la sociedad de los hombres civil y políticamente constituida. Nietzsche consideraba finalmente el voluntario martirologio de Sócrates como la última ironía del “gran ironista”, del pensador esencialista que propuso a la historia de las ideas de Occidente canjear las virtudes “naturales” de la especie (la moral despreciativa y arrogante del guerrero, el nihilismo del hombre superior) por una doctrina idealista de la compasión y los valores cívicos.

En La República, Platón vuelve a plantear la idea de la “Calípolis social”. Es decir, la constitución de una sociedad ideal fundada en la armonía y la síntesis de todas sus partes. Los problemas que nos plantea hoy la ingente contemporaneidad siguen siendo en su esencia los mismos que se vislumbraron en Grecia, en la aurora de la filosofía. La necesidad de constitución de un pensamiento fundado en los universales del conocimiento como fuente teórica de la doctrina de los valores, como pueden ser la virtud, el ideal de belleza y el uso correcto de los términos semánticos, cosas que intentan devolver a las ideas su preeminencia a la hora de relacionarnos con el mundo natural y empírico perceptible. Cuestión que puede hacer de la filosofía un invaluable instrumento de interpretación que auspicie la acción política y el quehacer civil de los individuos.

La edad madura de la filosofía alude al nacimiento en el joven del ideal moral y a la formación rigurosa de su pensamiento. Ideales que lo conducen a amar y defender a la Ciudad como muestra de su primera virtud cívica, en la que están involucrados familia, propiedad y sociedad política. Es en la Ciudad donde el hombre está llamado a realizar su presente humano, entendido como la vida pública y la libre asociación con otros individuos.

La historia es el espacio donde se reencuentran los hombres mediante el trabajo, el diálogo, la asociación y el pensamiento crítico. La tradición, por su parte, es un cuerpo de verdades axiomáticas, de valores fijos e inmutables (metafísicos) sancionado culturalmente por los doctores de la Iglesia, los textos sagrados y la vida de los mártires. Las fuentes contemporáneas de legitimidad de la Ciudad descansan, en cambio, en su capacidad de configurar plenamente una Modernidad política, asumida como la participación plural y diversa de los hombres en la gestión democrática de su presente histórico y la lucha por el fin de la miseria económica. A ese presente lo legitima la progresiva socialización de los intereses individuales y colectivos, el nacimiento y desarrollo de las ciencias empíricas y de las tecnologías aplicadas.

Es sobre la base de este “a priori histórico” que se puede pedir una vindicación de la filosofía, de la teoría de las ideas, frente a un objetivismo de exclusiva y estricta condición empírica; una materialidad inerte que se encuentra a la espera de que las ideas desentrañen su esencia y se planteen la creación y desarrollo de un espacio humano, seguro, confortable, bien delimitado, correctamente socializado. Es decir, la Ciudad refundada por una doctrina de los valores estrictamente vinculada al pensamiento y la práctica social, habilitada por la propiedad individual y la asociación colectiva, dos formas de propiedad que pueden ser contempladas como baluartes del beneficio social, las libertades, derechos y obligaciones.

La Ciudad devendría así en el garante institucional no sólo de la democracia sino de la soberanía, piedras angulares del Estado-Nación. Un proyecto hasta hoy desvirtuado por la oligarquía financiera internacional y los intereses trasnacionales de las burguesías locales y dependientes.

El ideal socrático deviene también así en el ideal moral más contemporáneo que busca con ello configurar a la Modernidad política. La Ciudad de Platón, su inestimable Calípolis, puesta a fluir en la lógica del devenir histórico, admite las correcciones realizadas por la crítica rousseauciana, hegeliana y marxiana de los siglos XVIII, XIX y XX: la concertación social (el contrato con todos y para todos), el Estado político (su ideal misional) y el Estado económico (la democracia del trabajo).

Sócrates bien puede ser el más original padre de las ciencias sociales, porque hay un momento que es necesario separarlo de Platón en nombre de una intelección radical del valor que aquél preconiza. Y es que los problemas fundamentales de la filosofía no son gnoseológicos, atañen más bien a la conducta humana, por cuanto a todas las esferas de la actividad social. Podemos sin mala conciencia dejar la gnoseología a la ciencia, a la doctrina de la observación naturalista y teórica de los fenómenos. Quedémonos, sin embargo, con el no saber socrático que es un saber interior, un preguntar sin respuesta, pero lleno de grandeza ética. Esforcémonos en la enseñanza del bien aceptando a medias que el bien no puede ser enseñado. Conócete a ti mismo, como reza la inscripción de Delfos, como única vía de engrandecer tu actividad sobre la tierra. Medita que las llamadas ciencias sociales se han vuelto, a estas alturas, conocimiento positivo, matemático, tendencioso, puramente gnoseológico y te darás cuenta de su extravío.

Sócrates puede volver hablarnos por la voz subjetiva de los que todavía creen en los proyectos sociales, no niegan rotundamente las verdades de la tradición, mas esperan más de la asunción participativa de la conciencia política en un, hasta ahora, postergado presente histórico donde nos lo jugamos todo, lo inmediato y lo trascendente, lo humano y lo divino, el porvenir del cielo y de la tierra.