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Rosa Abaitua Vicario

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Te veo pasar todos los días frente a mi casa. Una mujer en miniatura. Tienes una cara hermosa que escondes bajo un chal negro. Siempre traes una golosina que compartes con mi hija, que te dice abuela. Debes tener casi cien años, tu figura pequeña con una gran joroba siempre de negro. Vas a misa de diez en San Lucas, y te quedas ahí hasta las seis que regresas con una bolsa del mandado llena de comida que te regalan los vecinos. He ofrecido llevarte, pero me sonríes y sigues tu camino.

Sé que eres dueña de tu historia, tu pasado te pertenece. Un pasado que por barroco es contado en los rincones de este barrio añejo.

Vives en un agujero lleno de extraños, que te han brindado un rincón donde reposar tus últimos años. Todo el día en la iglesia, quizá pidiendo perdón, quizá sólo buscando un poco de paz y frescor.

Rosa te llamas, nombre completo Rosa Abaitua Vicario, de origen vasco. Del norte del país. De una de las familias más prósperas de Chihuahua. Padre ganadero, madre ama de casa. Hermana casada con el diputado federal don Orlando Díaz, hermano quién sabe. En el cuartito donde vives hay una foto de un par de señorones con rostro adusto y mirada altiva, viendo para abajo.

A los dieciséis años, al menos es lo que se comenta en el barrio, te fuiste de tu casa, dejaste Chihuahua para nunca regresar. Lo seguiste a él. Te prometió una vida llena de aventura y pasión, de hijos y animales, de casas y guisos, de ternuras y olvidos, de peleas y reconciliaciones, de amores y desamores, te prometió una vida y punto.

Le creíste, agarraste tus chivas, las que te dejaron llevar, y te fuiste. Te subiste a su máquina y rodaste con él. Desapareciste, una lágrima derramada, una sola valía lo que dejabas atrás.

Nunca creíste que fuera verdad, que se fueran a olvidar de ti tan de pronto, que tu padre que te cantaba y te acurrucaba en sus piernas, se fuera a olvidar de su muñequita. Que tu madre con todo y su severidad se creyera capaz de olvidarte. Pero todos, incluso aquel hermano que profesaba ese amor extraño por ti, se olvidó. Caíste en tal olvido que al final de tu vida ni tu nombre sabes, eres sólo la vieja.

Y lo seguiste, y por un tiempo fuiste feliz, hasta que llegaste a la capital. La ciudad abrumadora de sueños inconclusos y mentiras falaces, de falsedades y rencillas, la ciudad donde estaba ella, su esposa.

No lo dejaste, ¿por qué? Lo amabas, habías dado todo por él, ahora te quedarías con él incluso soportando la humillación de ser la otra. Después de haber sido princesita mimada te convertirías en amante escondida. Eras la escondida pero eras suya, aunque a él lo tenías que compartir.

Pero un día, ese día en el que empezaste a rodar, ese día para ti fatídico, él no regresó, se esfumó, quizá murió el muy patán, quizá sólo se fue con otra. Ojalá se haya muerto, deseas, mejor eso a que me haya abandonado.

Se fue, ¿y yo qué hago? No sé hacer nada, estoy sola, abandonada por aquellos a quienes he amado, abandonada por el amor.

Una joven pareja te acoge, te da trabajo, pero tú de sirvienta, nunca habías servido a nadie, y no sabes cómo hacer las cosas, te deprimes, no sabes, no quieres, la joven pareja te corre, y así una y otra casa, en ninguna eres bienvenida, hasta que en la última encuentras quien te quiera, quien se apiade de ti, al patrón le gustó la criadita bonita, vuelves a ser la otra. Cuando el patrón se aburre te deja, igual que él, igual que todos, a la calle vas a dar de nuevo. Piensas, eres buena como amante, le gustas a los hombres, te desean. Pero ya no, ya sólo te usan y te dan unos cuantos pesos.

¿Cómo la muñequita se convirtió en esto?, ¿dónde quedaron los sueños de la muñequita, de aquella chiquilla hermosa de ojos verdes y mirada altiva, que lo único que quería era ser amada, era ser madre, era ser de alguien para siempre? La muñequita rodó hasta que llegó a ser mi vecina, hasta que llegó a ser la vieja de negro con su joroba, que no se le ve la cara y si llega a vérsele dice perdón, pide perdón.