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Veinte años no es nada

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Volví a verla meses después de haber regresado a la vecindad, de volver a vivir con mi madre, cuando me reacostumbraba a la soledad, a la libertad que los presos temen, cuando volvía a mis caminatas por el parque que el barrio circundaba como la cintura de una adolescente, dejándome llevar y guiar por mi lazarillo, por mis miedos y aspiraciones, mis dudas y supersticiones. Ella estaba sentada y le daba de comer a un niño de dos o tres abriles, a un niño que de seguro era suyo mientras volvía la vista de cuando en cuando hacia los otros niños que jugaban no muy lejos, que corrían y caían, subían y bajaban, la volvía como si también en ese grupo de risas y chirridos, de contiendas, concesiones y amistades hubiese otro hijo —el mayor, pensé—, como cerciorándose de que ese otro hijo se encontrase bien. No era la misma, claro, como tampoco yo ya era el mismo, había engordado un poco, lo notaba en su sombra, en su cara; ya no era la chiquilla que me había vuelto loco cuando íbamos a la escuela, que me había hecho llorar cuando era flaca y su cuerpo aún no se daba por vencido. Era más mujer ahora, más alcanzable y en su mirada notaba menos luz: unos ojos empañados por el dolor y la lágrima —supuse—, por el ir y venir de las estaciones. No sé cómo son las cosas en otros lugares pero por estos lindes las mujeres tienden a engordar en el curso de la procesión y nosotros los hombres tendemos a perder el pelo, el pelo y otras facultades que quizás sí vienen al caso. Pero estas observaciones nuevas no podían competir con las que me llegaban del pasado remoto, de un recuerdo que me imponía a rever o a reencontrar en ella lo que me había hechizado, un recuerdo que impedía que me acercase a ella no sin antes volver a verla con los ojos de un colegial, un enamorado. Claro, esto es explicable porque yo prefería las fotografías donde yo había participado en su vida, aunque no en el papel que me hubiese gustado jugar; las prefería, además, porque las de ese día no las había procesado, revelado, porque lo desconocido tiende a dar miedo, a crear titubeos, no confianza. Miré hacia su izquierda y derecha y respiré con alivio cuando no encontré hombre a su lado; con alegría, es decir, porque imaginaba —hombre, al fin—, que ella estaba disponible, que esta vez ella sí iba a ser mía. Y me alegraba, ¿por qué negar que a veces me comporto como un desgraciado?, de que lo suyo con el comemierda aquel hubiese fracasado, de que ella hubiese sufrido y se atuviese, por consecuencia, a su presente situación, a una soledad que por los hijos y la expectativa de tener que lidiar con el ex marido no atraía ni a una mosca. Ella ahora era solamente madre —como la mía—, se había o la habían despojado de su rol de mujer y solamente inspiraba lástima. Inspiraba lástima como yo la inspiraba en ojos de otras mujeres que sabían de mi aventura y mi regreso. La inspiraba porque un regreso hacia la casa de tu madre siempre es la confirmación de un fracaso, una señal de que no te fue bien con la mujer que te parió un hijo. La inspiraba porque a mí también me habían despojado de un rol de primer reparto. Yo era ahora en mis propios ojos lo peor, era ahora lo que había sido mi padre: un degenerado, desertor, un hombre que había abandonado a su pequeño. Era lo peor porque me veía con los ojos del hijo que yo fui y no me perdonaba porque eso le correspondía a mi hijo que apenas cumplía los tres años; era su derecho y ahora yo tenía que acostumbrarme a respetar lo poco que de mí le proporcionaba. Así que yo la miraba desde mi fracaso, mi gran dolor de hijo y de padre, veía desde mi gran situación a una mujer que en su juventud había vuelto loco a más de un hombre, que había vuelto loco a un chico que ella no correspondió, que no correspondió porque no se había enamorado de él, a una mujer que todavía lo trastornaba porque, mirando hacia atrás —¿hay otra forma de mirar?—, ella ha sido el amor de su vida, un amor que ha continuado latente acaso porque no se dio, porque no había llegado a la práctica, a la realización, porque solamente de ella había obtenido un beso, un beso que todavía saborea, lo atormenta, un beso que a veces lo transporta a la escena de Judas y de Cristo, a esa mea culpa o pesadilla que lo despierta y lo empuja a escribir poesía. Me encaminé hacia ella como fingiendo que no la había visto, como fingiendo que no la reconocía. Fingir, uno siempre suele fingir cuando se enamora, a ser demasiado franco ya que uno no halla qué hacer con el encantamiento, con lo que está sucediendo dentro de la oscuridad que nos conlleva. Pasé por su lado y me di vuelta pero ella se me adelantó: Juan, ¿verdad? Si el tiempo carcome el rostro de alguien en nuestra memoria, imaginemos lo que hace con la voz de esa persona, con esa música que es menos duradera y menos perceptible que la luz, que esa luz de la cual todo rostro está compuesto. Imaginemos ya que es la voz lo que en realidad nos devuelve lo perdido, lo que nos confirma la vida o la muerte de alguien, su ausencia o presencia, como me sucedió en aquella ocasión cuando volví a escuchar su voz, resucitándome un recuerdo, revistiéndolo de carne y de hueso, un recuerdo que ahora ya no es inánime sino hálito, corriente, sangre, una voz que estaba reviviendo lo que yo había sido, lo que había querido ser, que advertía sin amenazarme yo seré menos duradera y menos perceptible que la luz pero tengo aliento; soy el aire con el que soñaron los que se ahogaron. Con mi sí, soy él, entonces ella y yo pasamos a otro plano, a una tercera o cuarta dimensión, dejamos de ser imágenes o siluetas y brincamos del pasado a lo presente, dejamos de ser nostalgia y melancolía y dimos bienvenida a la ansiedad recuperando la incertidumbre del futuro, esa fe o dependencia o ese uno nunca sabe que explotan los políticos y las iglesias, los riferos y las loterías. Nos dijimos lo típico: el cuánto tiempo que es signo a la vez de pregunta y exclamación en los reencuentros, el qué ha sido de tu vida, el pero si tú no has cambiado (como si el cambiar fuese negativo, fuese sinónimo de envejecer) y el qué grata sorpresa verte de nuevo que puede ser verdad o mentira y que uno sólo llega a distinguir cuando el tiempo ha hecho de la suya; es decir, cuando ya lo hemos procesado, cuando ya la escena hemos archivado. Ahora sentado a su lado y posándome de vuelta en los ojos de Rosana o Roxana —nombre que no he compartido hasta ahora por vergüenza, porque nunca he sabido cómo ella lo escribe, si con ese o con equis; sin saber, incluso, si también éste requiere otra ene—, pensaba, decía, en mi ex mujer, en la madre de mi hijo que aunque me doliese se encontraba mejor sola que en mi compañía; me lo admitía porque ella era otro tipo de persona, no era como mi madre ni como Rosana o Roxana, porque yo no la había querido ni querré como quiero a mi madre, a la Rosana o Roxana de la cual hoy hablamos, divisaba a mi ex de vuelta a la felicidad quizás para así también lenificar mi culpa —el dolor que le causé—, para no sentirme más culpable, en fin, por lo que me estaba sucediendo con Roxana (me he decidido por la equis tal vez por la matemática, por lo que representa: lo que no se sabe, pero también lo que uno anhela llegar a conocer). Ella me habló de Marcos y de Javier, sus hijos, y me los presentó; yo le mostré una foto de Carlos, el hijo que ahora crece lejos de mis brazos y me excusé con la esperanza de que sus chicos y el mío llegasen muy pronto a conocerse, a jugar juntos. Ella me resumió su fracaso sonriendo de cuando en cuando como siempre se hace cuando no queremos dar a conocer la agudeza del dolor, el sufrimiento, cuando no sabemos si nos importa o no la persona con quien se habla. Yo, por mi parte, le conté también sonriendo de cuando en cuando mi caída, le hablé de mi casamiento y mi divorcio, y del regreso a la casa de mi madre. Cabe decir que hubiese dado un dedo o dos por saber lo que nuestro reencuentro le estaba causando, por saber lo que ella estaba sintiendo en cuanto a mi persona, por saber si como yo ella estaba reviviendo lo pasado, por saber si en mi yo de hoy ella volvía a ver al muchacho que le escribió poesía, cartas de amor; por saber cosas, en fin, que sólo con el paso del tiempo se intuyen si uno sigue viéndose de vez en cuando, compartiendo un refresco o un café o el juego de los niños, los de ella y el mío. Hablamos, sobre todo —padres, al fin—, de los hijos, de sus virtudes, talentos y aptitudes, de lo bueno que son y serán cuando crezcan y no de lo malo ni del sinvergüenza que acaso también llevaban por dentro, que acaso crecía a la par de lo bueno como la maleza, como lo que no necesita del cuidado de nadie para darse, para multiplicarse y lo bueno marchitar. Era explicable, claro, que no habláramos de nuestras personae non gratae ni habláramos del pasado que habíamos compartido, de ese tú te acuerdas ya que esa tarde ninguno de los dos esperaba tropezarse con el otro, ya que las travesuras de los hijos la hacían que se quedara en el presente y que suspendiera cualquier viaje que implicase perder de vista al parque, la escenografía que tenía ante sí, ya que para mí por ese día su reconocimiento bastaba y sobraba, ya que no quería volver a asustarla con mi palabreo, mi desenfreno, ya que yo sabía que no volvería a hablarle de mi antiguo amor si ella no lo mencionaba primero. Así que antes de echar a perder lo ganado, otra primera y mejor impresión, yo me inventé un compromiso y me despedí con la seguridad de una cita ya que si es verdad que un hijo a veces te echa a perder un amor, también es verdad que éste puede ser la mejor excusa para volver a ver a alguien que te gusta. Hice todo lo posible para no volver la vista, por retomar la caminata naturalmente, por no dejarle saber ni a ella ni a nadie la alegría que me poseía, por protegerla de los males de ojos —incluso hasta de los míos—, pues estaba muy excitado y necesitaba calmarme y olvidar por unos días lo que había ocurrido para así revisitar la experiencia desde otro punto de vista, desde otro estado de ánimo y sopesarla como el que escribe algo y lo echa a un lado y sólo vuelve a releerlo cuando ya gana cierta distancia, cierto olvido que le permite editar o juzgar, maldecirse o perdonase por lo que ha llevado a cabo. No sé si es por la experiencia que uno va almacenando o porque la bestia que nace con uno pierde fuerza con los años, no lo sé, lo cierto es que días después me encontré recitando al poeta granadino, recitándome en voz alta Ni tú ni yo estamos en disposición de encontrarnos, añadiéndole en silencio mi propia variación: Ni tú ni yo, Roxana, tampoco estamos en disposición de reencontrarnos. Me lo recitaba porque ni ella ni yo estábamos listos para una noche de amor, mucho menos para una larga o seria intimidad —como si lo breve careciese de seriedad—, me lo recalcaba porque antes de que se pudiese dar algo parecido al amor se necesitaba navegar mucho mar, mucha agua salada e inquieta que había que tragarse y agradecer. Pero a lo mejor yo me estaba adelantando a los hechos, a la obra de manos o al futuro que uno anhela siempre descifrar para así prepararse con anticipación y aguantar mejor los golpes que el tramposo, el azar o ese boxeador te arremete; a lo mejor lo que nos había sucedido en el pasado remoto no era para tanto, a lo mejor lo que acababa de pasarnos tampoco, a lo mejor no lo eran lo uno ni lo otro porque yo no contaba con el conocimiento de Roxana ni mucho menos con su consentimiento. Cuando volvimos a vernos, ella con sus hijos y yo con el mío y en el mismo lugar, hablamos de nuestras vidas después de que los hijos se acostaban o cuando dormían fuera de la casa, con el padre en su caso o con la madre en el mío, charlamos, es decir, de los pasatiempos que te ayudan a torear con el tiempo, a sobrellevar lo poquito que somos o lo más pesado según el autor de Así habló el hijueputa, perdón, Zaratustra; así que hablamos de películas y de música, de lecturas, programas de televisión y béisbol, de pelota porque yo sabía que a ella le gustaba, porque en nuestro pasado remoto ella había jugado softball, detalle que la hizo reír ya que no me pude contener y la transporté al play de la escuela, a la primera base donde ella se destacaba no por su flexibilidad sino por el amor que le tenía al juego. En lo que negociábamos con los niños para que dejasen de pelear por una pelota y la compartieran entre sí, misión que a veces resulta imposible, que en otras ocasiones requiere hasta del uso del chantaje, de un chantaje que en la mayoría de los casos beneficia al niño o la niña solamente y no al padre ni a la madre ya que en estas susodichas negociaciones el padre o la madre promete casi siempre la compra de otro juguete si él o ella se comportan, si paran de llorar, si se duermen tempranito, si él o ella le prestan la pelota a su hermanito o amiguito, si echan a un lado el gusto y se toman la medicina para que se mejoren y vuelvan a hacerle la vida imposible al padre o la madre, etcétera, etcétera. Decía que cuando los separábamos ella y yo nos acercamos lo bastante como para apreciar los detalles que la distancia suele no echar de menos, que ésta en su afán por captar una totalidad sacrifica, pasa por alto; pudimos apreciar esos detalles que opacan o exaltan el resto de lo que forman parte, de lo que representan, esos gestos o particularidades que te atraen o dan miedo, que te invitan o el paso cierran; es decir, pudimos apreciar de cerca nuestras caras, renovando cada uno así los recuerdos, la cara que conservábamos del otro. Lo hicimos sin arriesgarnos, sin echar a perder lo que se estaba cocinando en el inconsciente, sin dejar saber que cada uno olía la fragancia del otro, como compartiendo una intimidad sin testigo, sin culpa, sin pudor, con la sana excusa de que solamente estábamos desapartando a los niños. Y es que el amor es un juego de acercamientos y distanciamientos, un juego que depende de cómo se administre la confianza, de cómo ésta se administre ya que contrario a lo que se piensa no es la curiosidad lo que mata al gato sino la confianza. No sé si viene al cuento el hecho de que cuando ella terminó con lo nuestro en aquel pasado remoto, sólo días después de darme el sí, ella no me dio explicaciones, no me explicó el porqué se arrepintió despidiéndome solamente con un lo nuestro no puede ser. Tampoco sé si viene al caso el hecho de que no se las pedí, de que quizás por inexperiencia u orgullo, por el shock o por no querer creer lo que me estaba sucediendo yo nunca quise enterarme de sus razones, de la verdad que ella se ahorró acaso por nuestra amistad. O sea, no sé si importa ahora mucho el miedo que produce la posibilidad de saber de boca de la persona que uno más quiere impresionar la razón por la cual a uno lo despiden, lo declaran persona non grata. Lo digo porque siempre he creído que lo que tememos no es necesariamente la mentira sino la verdad, esa verdad que tiene que ver con uno y cual no le importa un comino si su contenido promueve el bien o el mal, si proporciona amor o dolor, sufrimiento o felicidad. Lo digo porque la esperanza a veces me parece la más noble de las mentiras, la más considerada. Lo digo porque en aquellos instantes mi amor era mucho más fuerte que la verdad que lo negaba, porque me convencí de que no todo estaba perdido, de que ella en un futuro no lejano podría volver a cambiar de mente y que mientras tanto yo debía jugar un rol secundario en su vida ya que me quedaba un recurso: la amistad. Lo confieso, finalmente, porque esta madrugada después de casi quince años yo he hecho las paces con ese muchacho, con ese yo que tanto he maldecido. En los meses siguientes continuaron sucediéndonos cosas, durante esos encuentros que a veces se daban sin hijos fuimos disimuladamente armándonos de coraje, voluntad, deshaciéndonos como quien se va desnudando poco a poco de los miedos y el que dirán, de la culpa y el dolor; a veces compartiendo un café ella se arrepentía y se paraba de la silla y sin más ni más desaparecía, se marchaba, huía como intuyendo en lo que terminaríamos; otras era yo quien buscaba de la distancia para escudarse, quien le hablaba de la precariedad de su presente y su futuro como tratándola de convencer de que yo no era un buen partido, como tratando de no volver a comprometer el poquito tiempo libre que el diario vivir me proporcionaba. Y así jugamos por un tiempo, un día ella quería pero yo me abstenía, otro día era yo quien quería y ella la que se resistía; jugamos así sin coincidir hasta que en el parque su hijo mayor me preguntó en su presencia si era yo el novio de su madre, delicada situación de la cual Roxana hábilmente me rescató: No, Marcos, Juan es mi amigo y él es el padre de Carlito. Pero si su pregunta me heló la sangre en las venas lo que oí de la boca de Roxana después de que Marcos volviera a los columpios me sobrecogió, me anonadó: Casi nos descubre, ¿no? Más que una declaración aquello fue una confirmación de que yo le interesaba, de que pensando en mí mientras le preparaba la leche a los hijos ella se había dicho para sí ¿y por qué no?, como también aquello me hacía saber que ella no quería involucrar ni a mi hijo ni a los suyos en lo nuestro, un nuestro que todavía no habíamos definido pero que si llegaba a concretarse tendría que tomar lugar a escondidas. A escondidas, conclusión que me hizo reír, que me hizo sentir más joven de la cuenta, más libre, que morigeró un tanto la zozobra del ten cuidado, ¿sabes tú en lo que te estás metiendo? ya que lo nuestro sólo existiría para ella y para mí, porque el esconderse significaba, en fin, que no había que darle cuenta a nadie, ni al mundo ni a nosotros mismos. No obstante, antes de continuar con esto que parece que no ha de terminar, que ya hasta a su autor está sacando de quicio, que delata su inexperiencia con la prosa o su desconfianza en ésta, debo retirar lo que dije con respecto a mi otro yo ya que no es que hayamos hecho las paces esta madrugada, sino más bien lo que ha sucedido es que yo le he pedido perdón, lo que ha sucedido es que yo ya no lo culpo por haber perdido a Roxana; al contrario, gracias a lo que me ha vuelto a pasar con Roxana ahora sé que él es lo poquito del bien que me ha sobrevivido, que me sobrevivirá porque él ha sido en verdad la persona que ha escrito los dos o tres poemas que me llenan de orgullo, no de vergüenza, que me permiten continuar y no reparar en la vanidad de mi empresa. Recuerdo que hubo un verano durante el cual yo pasaba por el frente de su casa después de que salía del trabajito que desempeñaba cuando la escuela estaba en receso y aprovechaba el tiempo libre, las vacaciones para ayudar a mi madre a cubrir los gastos de la casa, verano que había tomado lugar meses después del sí, del beso y el no que pudo más que nuestra amistad, recuerdo que pasaba con la caída del sol y que aflojaba el paso para darme la oportunidad de tropezar con ella en la calle sin darle a entrever que lo había premeditado, que eso era lo que yo buscaba, lo recuerdo porque nunca esa suerte se me dio, porque en aquel tiempo solamente me bastaba con volverla a ver, me conformaba con verla de lejos, hasta con sólo divisar su silueta, esa sombra cual de luz también está compuesta. Acciones que inspiran burla, lástima, por supuesto, que por tales razones yo nunca he compartido con aquellos que todavía siguen en mi vida, que apunto aquí porque en realidad los pocos que me leen son desconocidos; gente que, incluso, no me reconocerían si me viesen en la calle pues en mis libros nunca incluyo foto de autor. Un caso que te hace pensar en lo que un hombre es capaz de hacer por un culo que le gusta —seguro lo que no haría ni por su madre—, que te hace pensar en la ridiculez, en esa ridiculez que el enamorado pasa por alto cuando la experimenta, esa misma que el poeta de las mil y una máscaras —Pessoa—, identifica con el amor. Pero ahora que reparo en el orden de las tres cosas que me pasaron con Roxana —en el sí, el beso y el no—, me doy cuenta de que quizá fue el orden de las dos primeras la cual precipitó no la continuación del sí o del beso sino su final; es decir, me doy cuenta de que si el beso hubiese venido primero ni el sí ni el no hubiesen sido necesarios ya que esto significaría que ella sí me quería, significaría esto por el simple hecho de que cuando las palabras no se necesitan para entenderse o hay amor o hay odio, una mezcla existe o una variación de éste o aquél; porque en ocasiones he pensado que uno recurre a la palabra solamente cuando no sabe cómo se siente con respecto a alguien, a alguna cosa, que hablamos o escribimos para ver si llegamos a aclarar nuestros sentimientos, para ver si alguien o algo nos gusta, nos agrada o desagrada. Aunque también pueda ser que haya cosas que no necesiten preguntarse para que se den sino que solamente suceden por sí solas —como la vida, el amor, la muerte—, y esto sea lo que yo haya querido dejar dicho cuando empecé a hablar del orden de mis acontecimientos con Roxana. Lo cierto es que después de su casi nos descubre, ¿no? enfrentamos dificultades, no sabíamos comportarnos ya que tanto ella como yo intuimos el significado de la frase —su falta de discreción—, enfrentamos dificultades porque tal declaración no fue seguida por un cuerpo a cuerpo, un beso a beso, porque nuestro próximo encuentro tomó lugar semanas después, porque esa oportunidad de romper el hielo no se aprovechó, porque no podía aprovecharse debido a que entre Roxana y yo jugaban tres angelitos, porque hay libros —para seguir con este dédalo o enredo que espero que concluya con la aparición de la aurora, con la llegada de esa luz que ya no veo la hora de que llegue—, que si no se leen de una tirada nunca llegan a retomarse y tanto ella como yo en nuestros próximos encuentros temía esta posibilidad, temía que todo se hubiese ido al traste y por tal no sabíamos qué decir, qué hacer, cómo saludarnos, cómo despedirnos, cómo mirarnos y qué dejar que tomase lugar. Y es que a partir de cierta edad a uno se le hace más difícil creer, actuar, cerrar los ojos y tantear la oscuridad, o cerrarlos y esperar el beso, el anhelado beso o el dolor que siempre trata de imponerse; y es que si había mucho deseo, lo cierto es que también había mucho miedo. Entonces yo decidí llevarla a un punto clave de mis caminatas, a un lugar del parque que da a un río y otro condado, decidí llevarla porque desde allí se apreciaba el perfil de nuestra antigua escuela, un lugar donde el pasado y el presente se juntaban conmigo, —ritual vespertino—, para dialogar sobre la ausencia del futuro. O sea, la llevé a mi axis mundi y mientras tirábamos piedras al Harlem nos besamos, nos besamos y fue como si el mundo se parase para contemplarnos; sí, fue como si el mundo se parase para contemplarnos, lo repito porque sé que de mí se esperaba un símil más original, menos común, incluso yo también hasta lo esperaba de mí mismo. Pero si es o era justa la expectativa lo cierto es que yo tampoco estoy acostumbrado a escribir sobre la alegría, el amor, y menos en prosa; lo cierto es que como casi nunca he sido feliz me resulta dificilísimo hablar de este estado de ánimo; incluso, las pocas veces que lo he tratado me he sentido falso. No obstante, si es verdad lo que dice Mahler sobre la sinfonía, que ésta ha de ser un mundo, debe abarcarlo todo, puedo decir que durante ese beso yo experimenté algo parecido, puedo decir que éste me proporcionó todo un mundo de sensaciones, de emociones que todavía me dan escalofríos cuando la memoria revive ese atardecer, ese ámbar que tanto la memoria como yo admiramos y conservamos como si fuese un trabajo de orfebrería. Así que nos besamos y con el tiempo y con la ayuda de los espacios no aptos para menores —algo en mí siente y no siente dejar saberlo de esta forma—, pasó lo que tenía que pasar, lo que no es difícil adivinar ni hace falta que se cuente. Lo que sí hace falta dejar saber —ya sin más preámbulos—, son las presentes circunstancias con respecto a Roxana y esta prosa, con respecto a esta empresa que a veces me hace decir Dios mío, cuántas palabras, cuántas palabras que en vez de conducirme hacia un final, una catarsis, lo que hacen es que me alejan de éste, que me recalca esto te pasa por no saber desde un principio hacia dónde ibas, que me lo recalca aunque yo sabía desde un principio que no iba a llegar a sitio alguno puesto que yo ya me encontraba en el sitio que quería estar, ya que sabía que no iba a poder proveer algún final debido a que lo de Roxana y lo mío todavía desconoce de final, de un final dichoso o lamentoso; ya que yo, en fin, no sé adónde va a parar lo nuestro. Dependiendo de quien juzgue, entonces, este porque no ha ocurrido en la vida real o este porque esto no es un trabajo de ficción resultan mi excusa o razón, mi razón o excusa por la cual esto ha de carecer de final, desenlace, por la cual esto ha de terminar con un continuará, con un continuará que yo no puedo ni prometer. Incluso, ahora que ya la luz se cuela por las ventanas creo que ha sido este no saber en qué van a parar estas escondidas lo que me ha impulsado esta noche a no pegar los ojos mientras Roxana descansaba en mi cama —a veces se queda a dormir después de que charlamos o hacemos el amor—, esta falta de definición que busca, ahora lo sé, definirse, o lo anhela y tanto Roxana como yo lo ignora aposta o lo posterga con razón de más ya que nuestra relación o lo que he llamado así por falta de magín está basada en un no definirse, en un no saber cómo ella escribe su nombre, en un presente sin su mano derecha e izquierda, o en un río sin su aquende y allende. Una relación, en fin, que ha trabajado tanto para ella como para mí por el simple hecho de no ser relación, atadura, interrogatorio, compromiso, expectativa; una relación que si solamente se estudiase de lejos podría hasta achacarse de libidinosa cuando lo cierto es que lo nuestro está basado en la comprensión sobre todo, en la amistad, en un amor postergado y en otro que apenas comienza a sentirse, a vivirse; cuando lo cierto es que nos queremos y punto, que respetamos las vidas que desempeñamos fuera de nosotros. Pero debo parar. Lo nuestro no necesita de justificación ni aprobación; si termina mal o bien esto que va casi ya cumpliendo un año de seguro no ha de ser por respaldo o su falta, de seguro no ha de ser por algo tan público y tan pueril. No obstante, debo antes de achacar y firmar —como dice el único amigo que me queda—, debo antes pedir al lector, a quien he acostumbrado a la precisión y la concisión, a la suma de estos dos recursos —la profundidad—, que me dispense por mis meandros y tergiversaciones, debo antes por igual comunicar que necesito una pausa, la cual no será presentada por ningún anuncio, por ningún jabón Candado ni ningún Fortimal, para llegar al baño y mojarme la cara, llegar a la cocina y colar el café, ese negrito que siempre te ayuda con la luz, con lo que volvemos a enfrentar, para estirar las piernas y los brazos, cerrar los ojos y bajar la cabeza, ese ancla que desde que el hombre es hombre su destino ha resistido, ha alabado y maldecido y hasta ha tratado de reestructurar, para volver de la vuelta y regresar ya con la certeza de que otra noche ha pasado y uno sigue vivito y coleando, vivito y coleando para continuar con nuevos ánimos esta empresa pero esta vez no ya en la página ni en este espejo, no ya en la soledad ni en este idioma, sino para continuarla esta vez en la cama donde la compañía de Roxana me espera, su elixir, abracadabra, esa melodía o veinte años no es nada que me han deparado esta improvisación, esta continuación en prosa de un poema que me ha hecho hasta reparar en la alegría etílica, debo antes comunicar que yo no sé decir adiós —acaso cuando lo aprenda todo esto carecerá ya de menester—, así que terminemos esta hazaña de ligas menores con un poco de optimismo, ¿no?, con un poco de optimismo pero sin incurrir en un exceso de confianza; sin decirlo, es decir, sin contarlo, para que esta vez no se nos vaya echar a perder. Música, maestro...