Artículos y reportajes
La cátedra de la alegría

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Algo está pasando en las escuelas de las montañas de Pamplona. Hay días en que se percibe cierta electricidad en el aire. Los niños no se concentran del todo en sus deberes de tanto mirar de reojo hacia la puerta principal e interrogan el reloj con una frecuencia inquietante. Y cuando aparece la Bronco azul de Triunfo, abandonan los lápices y las pizarras y salen a saludar con una algarabía que envidiaría cualquier político en campaña.

Los muchachos revisan las pelucas de fique y los disfraces de costal, las niñas repasan sus libretos con una pasión que jamás han aplicado a las lecciones de geometría y Güesito Güilliams dibuja arabescos incomprensibles en el aire mientras doña Blanca corre a esconder las tapas de las ollas que de todas formas se convertirán a lo largo de la mañana en escudos medievales, instrumentos de percusión o platillos voladores.

Es un juego que comienza desde el saludo lleno de claves y contraseñas y que abarca la mañana en medio de cantos, distribución de roles, ensayos de orquesta y carcajadas que no cesan. Triunfo conduce la pandilla con una paciencia y una sabiduría tal que sus pupilos nunca se enteran de que medio en broma, medio en serio, van surgiendo los diálogos de la nueva puesta en escena. A partir de las conversaciones espontáneas acerca de sus aventuras cotidianas, los niños van introduciendo elementos de la fantasía que se integran a los diálogos y se van acumulando como tesoros en un cofre. De allí surgirán los textos definitivos de unas obras dramáticas que combinan con acierto la realidad de nuestras comunidades rurales con los elementos de la fantasía del imaginario infantil.

No siempre fue así. Aunque el teatro había estado presente en la cotidianidad de estos muchachos, nunca antes se había incorporado para quedarse en sus actividades escolares. Aún algunos mantienen fresca en la memoria la experiencia de Pantoja, el hombre de paja, la historia del espantapájaros cansado de su oficio que se baja de su mástil en busca de aventuras. Eran tiempos en que Pamplona detenía su marcha por unos días para conceder un espacio a los pequeños en los festivales de teatro en mala hora desaparecidos.

Triunfo llegó un día con la carga del exilio forzado. Había transitado por muchas aulas sin poder ajustarse a la rigurosidad de los horarios ni a la incomprensión de los que creen que los aprendizajes sólo se dan desde el cumplimiento estricto de las normas. Llegó, y desde el primer día comprendió que toda la vida se había estado preparando para este encuentro. Los niños se acercaron recelosos, interrogándolo como hacen con todos los forasteros, pero poco a poco perdieron su timidez natural y aceptaron jugar con las reglas nuevas que dan las viejas experiencias de incontables talleres y encuentros. El escritor desenfundó los libros y repartió historias como el mago que saca conejos del sombrero.

El asombro dio paso a la risa y la complicidad. Cada estudiante se convirtió en un pequeño aprendiz de brujo a medida que el maestro empezó a revelar sus secretos y puso al descubierto el arsenal de sus trucos. Ese fue el comienzo del camino por el difícil arte de inventar historias.

Otros días se trata de escuchar los cuentos. A partir de una lectura común o de un hallazgo afortunado, se dedican con entusiasmo a seguir los pasos de otros héroes. Desde entonces, la lectura se ha convertido en un goce digno de compartir con los amigos y un manjar con el que se deleitan hasta en la hora del recreo. Toda la clase es un recreo. Ni siquiera el toque de la campana interrumpe la algarabía porque conocer el destino de los protagonistas se convierte en una trama más interesante que el sagrado partido de banquitas.

De ahí surgen las nuevas historias. Unas veces, de los cuentos tradicionales que se traen a colación y que poco a poco se transforman hasta dejarlos con la médula esencial pero casi irreconocibles en la forma. Y otras, las anécdotas de la vida cotidiana se exageran sin pudor para lograr el efecto literario deseado. Los chistes, las noticias, las visitas, todo es materia prima para estos artesanos de la palabra.

La versión final, desde luego, corre por cuenta de Triunfo, que, guerrero de mil batallas editoriales, conoce al dedillo el oficio de escribir. Con paciencia de relojero, les va dando forma, desde la perspectiva de sus más de cuarenta libros publicados.

La puesta en escena es el primer fogueo de estas obras. Para ello, toda la comunidad se convierte en cómplice. Los profesores acomodan los horarios y aplazan las lecciones para abrir espacio a los actores, los papás rebuscan en sus desvanes los materiales de vestuario y utilería que sus hijos necesitan. Unos y otros trabajan sin descanso hasta el momento de la venia y los aplausos.

Todos ganan: alumnos, profesores, padres. Los alumnos porque siguen y participan en un proceso creativo desde la idea original hasta las mismas funciones en su propia vereda y en otras. Los profesores, testigos de otra labor pedagógica y la nueva dicha de sus pupilos. Y los padres, contagiados por el entusiasmo, por las historias de un profesor algo loco y algo payaso. Y el mismo Triunfo, que confiesa que nunca había sido tan feliz con el magisterio. Y luego precisa, exagerando, por supuesto, que nunca antes había sido feliz con el magisterio.

Y gana la escuela, desde luego, porque el teatro así entendido es una nueva forma de asumir el aprendizaje, lejos del rigorismo de las lecciones y en un ambiente de relajo creativo. Un nuevo aire oxigena el currículo e incorpora saberes tan valiosos como el álgebra o la geometría. Estas obras que hoy se publican, frutos luminosos de Chíchira, “el lugar por donde sale la luna”, son una muestra de ese proceso y se ofrecen al mundo con la secreta esperanza de que se conviertan en el pretexto para que niños y maestros consideren la cátedra de la alegría como parte esencial de sus deberes.