Editorial
Shamanes

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Rodeada de elementos rituales y acompañada por su abuela y por un shamán proveniente, como ella, de la etnia kari’ña, la poeta Morela Maneiro invocó las poderosas deidades que el hombre de Occidente olvidó cuando tomó el camino de la técnica. No hacía falta entender el significado concreto de sus conjuros, que ella pronunció en la lengua de sus mayores: la palabra se esparció por el auditorio, entre los asistentes, llamando al equilibrio de las fuerzas.

Fue este un fin de semana de shamanes en Caracas. La capital venezolana recibió a quienes, en los más remotos rincones del país, recurren a la palabra para engendrar arte, felicidad y equilibrio. En el Encuentro de la Palabra se dieron cita, desde el viernes hasta el domingo, más de setenta de los miles de cultores que a lo largo y ancho de Venezuela cantan, rezan, alegran, escriben.

Allí hubo oportunidad de apreciar la memoria prodigiosa de Marcos Mendoza, el poeta tachirense de 94 años que es capaz de recitar de memoria todos sus poemarios durante horas; el maravilloso contraste de la poesía de Rafaela Baroni, la trujillana que puede hacer zumbar la palabra entre los registros de la picaresca y el amor; la paradoja de Ella Hoffmann, la descendiente de alemanes que desde el cielo de sus ojos azules conoce y enseña los secretos del tambor que a estas tierras trajeron los esclavos africanos.

También los más jóvenes tuvieron participación destacada, demostrando la fertilidad de la tierra en que aquellos shamanes han sembrado durante años. Impresionante el trabajo, por ejemplo, de la Cooperativa Teatro de Ciegos “Eduardo Calcaño”, cuyos actores no pudieron ver cómo el público se puso de pie para aplaudirlos; la versatilidad del monaguense Gerardo Díaz, que ora animaba un contrapunteo, ora enseñaba a unas niñas técnicas básicas de movimiento para las danzas folklóricas, ora hacía de cuentacuentos para un inesperado público infantil; la seriedad con la que los “cacheros” cojedeños contaban historias imposibles, pletóricas de exageraciones.

Obviamente los cultores no sólo se reunieron para ofrecer al público sus diversas manifestaciones artísticas. El objetivo central del encuentro fue la identificación de una serie de necesidades que deben ser cubiertas, no sólo para que el cultor de la palabra produzca en condiciones mínimamente aceptables, sino para que se garantice la transmisión de los conocimientos hacia las generaciones venideras.

Los shamanes hablaron. Le dieron a Caracas las claves para la defensa y el estímulo de la creación. Conocedores de la tradición centralista de un país que dispendia el grueso de sus recursos en la capital, llevaron hasta allá la riqueza inconmensurable de las artes de la palabra, y exigieron para el decimista, el galeronero o el poeta popular, un trato tan digno como el que se suelen dispensar entre sí los dueños del poder y de los recursos.

No puede ser más justa la hora para recordar aquellas palabras del maestro Arturo Úslar Pietri en el acto de clausura del XXXI Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana, en 1996: “Los hombres no podemos conocer el universo. Nos asomamos a él asombradamente, su vastedad y su complejidad es inmensa, pero desde que tuvimos la palabra, que es después de todo lo que nos ha hecho hombres, hemos estado tratando de clasificar el universo, de hacerlo comprensible y explicable y eso lo hemos hecho con la palabra. De modo que la palabra es lo más importante que tenemos”.