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Un sueño con Eleazar, apolo, cantante y jinete

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Sí, era un sueño; lo advertí al despertar. Inicialmente no me sentía protagonista de los hechos; era por el contrario un espectador. Las primeras secuencias, en la oscuridad, se precipitaron bruscamente y sin orden, como un manojo de barajas desprendidas involuntariamente de unas torpes manos. Mi rostro apareció fugaz en medio de rígidas veladuras de seda, también breves en el encuadre, que a pesar de su proyección en primer plano, no evitaron la impresión, en la memoria, de un dejo de angustia. En mi cabeza retumbaba un poderoso ruido de motor, creándome la sensación de filo amellado acuchillando con furia la conciencia. Mi propia imagen frente a mí cerró momentáneamente los ojos, revelando en el gesto incapacidad de soporte a la presión sonora, pero se adivinaba también aversión a la circunstancia global: la oscuridad, la soledad del lugar, el frío. Por alguna razón yo estaba vestido de negro, por lo que del cuerpo total, en agitados movimientos, sólo se veían celajes; únicamente mi rostro, alcanzado con frecuencia por una luz lejana atestiguaba aquella humana presencia.

En el invisible entorno podía descubrirse, de manera intuitiva, frondas de ambiente boscoso; olía a hierbabuena; esencia que el viento sacudía con continuos golpeteos rabiosos, sugiriendo la imagen de un toro bravo ganado a desbaratar cualquier posibilidad de calma. Sentí agitarme del lado externo al sueño; fue un instante de irrupción al frágil lindero entre la masa onírica y la vigilia, en que hasta pude escuchar, muy ajeno a mis proximidades, el crujir de la cama; pero vigor de magnetismo indescifrable me atrajo de nuevo a la visión de mí mismo perturbado en aquel mundo interno. Y entonces fue cuando mi Yo espectador asaltó sin voluntad al Yo observado, y comencé a ser él.

Preso de agobiantes sensaciones eché a correr hacia cualquier dirección, convencido de que no habría destino peor que la permanencia en la estación que entonces habitaba. Encontré, efectivamente, en mi camino, un voluminoso follaje. No me importó. Salvando algunas iniciales resistencias penetré la hojarasca. Pude avanzar sin mayores obstáculos; no sin percibir en mi cara, mi cuerpo todo, agresiones del ramaje interpuesto. Corrí un largo trecho, hasta que el aguante pulmonar fue apocándose paulatinamente; entonces comencé a trotar... luego ya “le pedía permiso a un pie para mover el otro”, hasta que paré por completo mientras procuraba estabilizar la respiración con aires nuevos.

A pesar de la piel rasguñada, comencé a sentir que había valido la pena el escape. Ya más sosegado, advertía el contraste entre la situación abandonada y la nueva. Ahora podía caminar en asfalto; desapareció el bosque. Desde la oficina de Betancourt un autobús de la Providencial acababa de arrancar vía Caracas. En la bruma alguien me saludó desde una de las pocas ventanillas abiertas... sólo vi la mano que surcó el aire en un sutil movimiento... permanecí callado unos segundos, hasta que del fondo de mi memoria brotó en un balbuceo a través de mi boca vacilante, un débil: “...Eh... Eleazar...”. El autobús desapareció en la curva que da al destacamento 77, y yo sonreí, sumido en una imprevista calma paradisíaca, al asociar la esencia de aquella frase con una anécdota familiar de infancia...

...Tendría yo entre cinco y siete años cuando Eleazar, amigo de nuestro hogar, emprendió un viaje fuera de Caripito. Papá o mi tía Carmen nos dijeron: “Ahí va Eleazar”. Un autobús de la Providencial justo en ese momento pasaba frente a la casa. Eleazar se acercó a la ventana para que lo viéramos, y se despidió con alegría. Papá y mi tía dijeron: ¡Buen viaje, Eleazar! Mis hermanos y yo, niños, comenzamos a gritar: ¡Eleazar! ¡Eleazar! ¡Eleazar!

Desde aquel momento, durante buena parte de nuestra niñez, cada vez que un autobús de la Providencial pasaba frente a la casa nosotros estallábamos en la misma repetitiva gritería.

Sabemos cómo son los sueños; estás parado allí recordando aquellos pasajes infantiles y sin que siquiera lo percibas todo el escenario se trastoca; aun cuando te envuelve la misma oscuridad, perviven algunos elementos, otras imágenes te desconciertan por su inesperada irrupción. Eso pasó cuando la visión del acceso a La Palencia por los lados de los Pereira, se entreveró —hasta desaparecer— con la imagen del Apolo Once el día en que los Estados Unidos enviaron a la luna el pie de Neil Armstrong que oyó decir: “Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad”, al momento de marcar una descomunal huella de guachicón sobre aquella clara superficie, semejante desde la tierra a una esfera de esnobol antes de ser empapada con jarabe de coco negro. Surge el encuadre de la nave rodeada de fuego y humo, de uno de los dos o tres televisores que debía haber en Caripito por aquellos años setenta. Ni soñaba Venezuela con la televisión a color. Yo acababa de subir la escalinata de la calle La Cruz, y me topé con el grupo de personas absorbiendo el acontecimiento en el televisor de los Alfonso, quienes habían sacado el aparato a la calle para que cualquiera pudiera verlo. Una señora, a la que confundí al llegar con la señora Elvira, pero que inmediatamente reconocí como una habitante de El Rincón, al ver el despegue de la nave se llevó las manos a la cabeza y exclamó asombrada: ¡Virgen santísima, lo que es la ciencia!

Yo también estaba emocionado por el suceso, pero tal razón no fue suficiente para impedir que, desde allí, llamaran mi atención la imagen y el sonido de galope del señor Juan Villahermosa apareciendo a caballo en la calle Sucre, por los lados de los Salgado, de los Presilla, en acción que me motivó a separarme del grupo y caminar hacia el jinete, aún lejano, pero que avanzaba a mi encuentro con firmeza. Me convertí de nuevo en espectador de mí mismo en las mismas secuencias iniciales donde otra vez mis ojos disparaban angustias. Entendía muy bien aquella falta de paz. No era algo constante, pero no dejaba de ser una piedra en el zapato a mis aspiraciones de tranquilidad. Entonces mi otro yo pareció escuchar música más allá de la hojarasca. Caminó entusiasmado; sus ojos se iluminaron como agradecidos a Dios por haber escuchado sus ruegos. Entró a Radio Caripito y su curiosidad se encontró con un tercer Yo. Cantaba y tocaba una guitarra eléctrica interpretando un tema del grupo caripiteño de rock “Los Deivis”. Yo, uno y trino, ya no sentía angustia. Escuché la canción hasta el final y aplaudí.

Juan Villahermosa arribó con un caballo pinto, el cual, a unos diez metros de mí, levantó sus patas delanteras y relinchó. Juan se quitó el sombrero, saludando, y finalmente avanzó con pausa hasta mis predios. Presentí que iba a decirme algo importante.

Lo vi imponente; un aura fulgurante brotaba de su cuerpo cuando pronunció con solemnidad las palabras que le encargaron transmitirme; su voz tenía la investidura tonal de un venerable maestro de alguna sagrada fraternidad:

“...Sigue la luz del ego...
su tozudez,
su orgullo,
su fuerza,
de gran sobreviviente”.