Letras
Días de junio (un relato)

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Durante años no he vuelto a saber de Gabriela. Ni siquiera recuerdo los últimos momentos que pasamos juntos antes de dejar de vernos definitivamente. Hace poco, en una reunión, Álvaro hizo mención de su nombre, y sin querer me volví a escucharlo atentamente mientras le explicaba a otra persona que la había visto unos meses atrás, que se había casado con un ingeniero y que tenía un niño de lo más serio que se parecía a ella.

Muchas veces el azar y el recuerdo coinciden en los momentos más inesperados dejándonos, sinceramente, perplejos. La reunión donde estábamos la organizaron viejos compañeros de la Escuela de Letras, aquellos que a finales de los ochenta entrábamos a las clases de Literatura y Vida subyugados por la belleza y la inteligencia de María Fernanda Palacios, bebíamos cervezas en el bar América, leíamos los poemas de Cavafy traducidos por Francisco Rivera y escuchábamos las canciones de Charly García que recién estaban de moda.

Quizás por eso, porque todos pertenecíamos a la misma generación, sería que Freddy puso un CD con éxitos de Yordano, y en la sala comenzó a escucharse Días de junio justo cuando Álvaro había acabado de mencionarla.

Gabriela y yo participábamos juntos en el seminario sobre Barthes que dictaba Rafael Castillo Zapata. Yo no era precisamente amigo de la semiología, pero necesitaba acudir a esa electiva para obtener los créditos que me faltaban y cubrir el semestre. Sin embargo, Gabriela sí escuchaba complacida todo lo que explicaba el profesor. Finalmente terminé por caer en el círculo de admiración que Barthes irradiaba, pero fue gracias a un libro que Gaby me prestó (y que por cierto jamás le devolví) llamado La cámara lúcida donde el maestro realiza una lectura afectiva del arte fotográfico. Pero no es de Barthes de quien quiero hablar, sino del recuerdo que acudió a mi mente cuando Freddy, en aquella fiesta, puso la canción de Yordano.

Durante aquel seminario Gabriela y yo entablamos amistad. Una tarde coincidimos en el cine del Centro Plaza para ver El festín de Babette que estrenaban esa semana; al terminar la función bajamos al nivel Avenida para comer salchichas alemanas, de las que vendían frente a la librería Noctua, para conversar un rato sobre la película. Desde ese día comencé a esperarla después de clases para irnos a través de la Tierra de Nadie hasta donde tenía estacionado su chevetico rojo.

Cierta vez tuve que realizar un análisis de la poesía de Hanni Ossott y le pregunté a Gaby si podíamos encontrarnos para que ella me orientara un poco sobre cómo abordar esos poemas que me parecían tan herméticos. Quedamos de vernos en el Gran Café un sábado en la mañana. Después de intercambiar ideas durante varias horas y de engullir una buena cantidad de croissants y cafés, la invité a tomarnos unas cervezas en el Gibus.

En esa época, frente a la barra del Gibus estaba Roberto, quién más que un barman era un amigo para todo aquel que frecuentara el local. Conocía a todos los artistas y poetas que pululaban por el boulevard y era especialmente generoso con los estudiantes que nos acercábamos por allí para saludar a Antonioni y al Conejo o conversar un rato con Wilfredo Machado, quien por esos días había ganado el concurso de cuentos de El Nacional.

Durante un buen rato estuvimos tomando cerveza Cardenal, comiendo maníes y hablando de mil cosas y de nada. La verdad quería decirle a Gabriela que me gustaba mucho, pero no encontraba cómo hacerlo. Entonces ella se fue un momento al baño y aprovechando esos minutos que estaba solo en la barra, Roberto se acercó para hablarme:

—Concho, poeta, como que no puede entrarle a la señorita.

No hallé qué responder, solamente pensaba que Roberto conocía tan bien a sus clientes que era capaz de prevenir sus sentimientos.

—Mira, pana —continuó Roberto—, me llegó un disco nuevo que tiene una canción del carajo. Si tú no aprovechas y te la levantas mientras dure esa canción, olvídate, esa jeva no es para ti.

Terminando de decir esto llegó Gaby, y Roberto, luego de ponernos dos Cardenales más, fue al pick up, sacó el disco de Yordano y puso la aguja exactamente sobre Días de junio, la canción que debíamos escuchar:

Con la brisa de la tarde
vuelvo a entrar en ese instante
de palabras que se escapan
de momentos que se abrazan
y por el balcón se lanzan
como días de junio al azar...

Motivado por la letra de aquella canción le dije a Gabriela cuánto me gustaba y, sin previo aviso, la tomé de las manos, mientras escuchábamos el resto de esa balada que Yordano parecía haber escrito para nosotros, relatándonos la historia de amor que comenzaríamos a vivir a partir de aquel día.

El recuerdo suele jugar con los mecanismos del azar devolviéndonos a ciertos instantes que perduran intactos en lo más profundo de la memoria. Aquel rato, mientras duró la canción de Yordano y las manos de Gaby permanecían entrelazadas con las mías, no podía sospechar que esos minutos serían para mí, muchos años después, el sinónimo de la felicidad.