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Reinaldo “Chino” RomeroCuando el campanario de la iglesia era la torre más alta del pueblo, de Reinaldo “Chino” Romero
Memoria y elegía

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I

Hay siempre en la poesía del “Chino” Romero, un tono eminentemente evocativo. En su primer libro Piel de chicharra (2005), ya se encuentra:

Poco a poco voy revisando
todas las habitaciones
de mi vida
sin dejar nada intacto
sin desempolvar.

Pero no se trata de una evocación precisamente feliz o celebratoria; es más bien una reflexión vital, un ajuste de cuentas con las imágenes del pasado que persisten en presentarse en los sueños o en las pesadillas.

Nuevamente el poeta inclina su mirada hacia atrás, hacia el camino desandado y nos entrega Cuando el campanario de la iglesia era la torre más alta del pueblo (Premio de Poesía Semana de la Juventud 2007).Ya el enunciado del título, por lo demás extenso, nos habla de una pérdida, de un espacio visualizado sólo a través de la memoria.

Una primera lectura nos da la sensación de que se trata de un lamento por la pérdida de la infancia, de la inocencia dejada atrás en las polvorientas calles de la aldea natal, contraponiéndola a un presente infame vivido en cualquier urbe postmodernista, llena de ruidos y soledades. Sin embargo, aunque a primera vista de eso se trata, en este poemario hay algo más que el simple antagonismo campo-ciudad.

¿Cómo describir la experiencia que estos poemas representan? Podemos empezar por decir que el autor realiza un viaje al interior de su conciencia, que más que buscar el detalle impresionista del paraíso perdido, el “Chino” Romero busca realmente el ánima desaparecida en el boscaje de la rutina diaria.

Por eso regresa a la aldea, pero este regreso —regreso más introspectivo de lo que parece— lejos de devolverle el bienestar del edén recuperado, no hace sino agobiarlo:

No busques sobre el asfalto lo que no hay
aquellos tiempos se han ido
ahora las oraciones
pueden ser ante cualquier taquilla
da lo mismo
nuestros corazones
están guardados en cajas fuertes
y el anuncio del frente
te garantiza la salvación eterna.

 

II

Quisiera hacer la observación de que el “campanario de la iglesia” al que hace reseña el título, no es sólo un referente arquitectónico, para anunciarnos como dice en el texto homónimo que:

Ya el campanario
de la iglesia
no es la torre más alta del pueblo
ahora
sobresalen torres pretenciosas
de otros intereses.

Tanto la iglesia como su campanario son también el símbolo de una redención. Hay algo evidentemente religioso en estos poemas, la búsqueda de una arcadia precedida por un Dios ausente, sordo ante los reclamos de paz espiritual que demandan estos versos.

Y ante el vacío que ofrece la divinidad, el poeta se erige como el último Dios posible, pecador y redentor, humilde y supremo a un mismo tiempo. Así lo expresa en uno de los poemas más desgarradores del conjunto:

Soy el hijo de José
olvidado en el tiempo
que en una noche de la historia
quedó entre bastidores.
Soy el hermano dejado a un lado
por conveniencias
heredero de la nada
la indiferencia y el silencio.

A lo largo del texto, el hablante se va presentando como el hijo perdido de todo un linaje que incluye a Job, Abraham, Moisés, el Bautista, tres Apóstoles, entre varios otros incluidos, el Padre y el Espíritu Santo, hasta llegar a confesarnos:

Soy el hijo invisible del cura
de una parroquia
escondido tras la apariencia
y el silencio cómplice de todos.

 

III

No podía Romero asumir otro tono para el desarrollo de sus textos que el de la elegía, pues no es sino de esta manera que una vivencia tan profunda tendría arraigo en el poema.

Cuando el campanario de la iglesia era la torre más alta del pueblo mantiene vigente una de las tradiciones más acendradas de la poesía venezolana: la del canto de largo aliento en memoria de un pasado irrecuperable.

Como Vicente Gerbasi, como Ramón Palomares, como “Pepe” Barroeta, Reinaldo Romero nos entrega en su poesía el magro sabor de las imágenes perdidas y la honda tristeza de la memoria inmediata.