Sala de ensayo
Sábanas y chocolate: cuerpo, placer y palabra

“Sweet dreams”, de Charles Chaplin

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Es natural que, tanto en las artes como en la vida cotidiana, el cuerpo sea el escenario original de los padecimientos del sujeto y el lugar de donde emergen todas las posibilidades de expresión. Los creadores, como los de la danza, la pintura, el teatro, la música y la literatura, saben que toda elaboración artística, por sofisticada o abstracta que sea, tiene su más profundo origen en la experiencia de un cuerpo vivo que es afectado y que afecta también aquello con lo que entra en contacto. Por esta razón, los artistas dedican mucho esfuerzo y tiempo a la observación de sí mismos y de su memoria sensorial y emocional. Las prácticas artísticas hablan de ellos, de la dimensión humana de sus vivencias y del mundo de sus congéneres. Pero esta condición corporal de la construcción de objetos mediadores de sentido no es propiedad de una categoría particular de seres humanos; no podemos afirmar que por no ser artista, por una decisión de estilo de vida, de disfrute de la sexualidad o de pensamiento político una persona no esté sujeta a esta doble vertiente biológica y simbólica de su corporeidad. Igualmente, todas las personas estamos en condiciones, desde la eficacia de nuestra afectividad, de nuestra sensorialidad e inteligencia, de valorar nuestras experiencias, sean de modo negativo (como en el caso del padecimiento) o sean valores positivos o eufóricos (como en el caso del placer).

Es posible afirmar, entonces, que existe una comunidad humana fundada en el hecho de que compartimos una corporeidad con similares arquitecturas, con similares funcionamientos y atravesadas siempre por la manera en que el grupo social en que vivimos nos enseña a valorar lo sentido y experimentado. Esta comunidad basada en la semejanza de nuestros cuerpos de seres humanos, de cuerpos enraizados en una naturaleza común, es una condición para la construcción de las relaciones intersubjetivas, para que cada uno de nosotros pueda suponer que los propios padecimientos y placeres son semejantes a los de los otros, tanto de los seres queridos como de los menos amados. Este supuesto estaría en la base de una ética no religiosa, como afirma Umberto Eco en sus Cinco escritos morales,1 y esta misma comunidad “del cuerpo” está implícita en nuestra disposición para el disfrute estético, en la manera en que, al experimentar la obra literaria, por ejemplo, nos sentimos sacudidos por ella. Es frecuente escuchar que el lector de un poema, o de una obra narrativa, afirme que sintió una conmoción corporal suscitada por las palabras. Éstas, como eficaz dispositivo de producción de sentido, no hacen más que hacer aproximar íntimamente el cuerpo del lector y el cuerpo de los seres de la ficción. Sin embargo, esta forma de padecimiento o de goce dista mucho del contagio brutal que produce el espectáculo violento o la imagen pornográfica hiperrealista, pues la reelaboración de las sinestesias en la literatura, al igual que en todas las artes, se hace sobre finas elaboraciones simbólicas donde lo que interesa no es un contagio directo de la emoción, sino una contemplación inteligente de la misma.

La literatura tiene muchos ejemplos que tratan de la relación entre el cuerpo, la experiencia, la memoria y la cultura en la que el sujeto vive y se debate. Para enfatizar sobre estas ideas, quisiera exponer dos ejemplos concretos sobre la relación entre cuerpo, placer y la construcción de un relato identitario del yo; veremos que en ambos casos hay una relación natural de la experiencia corporal con el goce, y de la experiencia sensible con la intelección, pues, como se ha dicho, la producción de todo objeto de sentido se construye articulando estas dos dimensiones: lo sensible con lo inteligible, cada una en grados variables de presencia. El primer ejemplo es tomado la novela Metafísica de los tubos,2 undécima obra de la joven escritora belga, nacida en Japón, Amélie Nothomb (1967). En esta Metafísica, de carácter autobiográfico, publicada originalmente en francés en el año 2000, una niña relata las aventuras de su encuentro con el mundo que la recibe, desde que nace hasta los tres años de edad. El otro ejemplo proviene de la obra autobiográfica del filósofo marxista Louis Althusser, libro cuyo título ha sido traducido al español, no sin dificultades, como El futuro tarda mucho tiempo.3 De esta obra seleccionaremos el mismo fragmento que ha inspirado parte de los análisis de la semiótica de la vergüenza por parte de la investigadora brasileña Elizabeth Harkot de la Taille.4

 

“Metafísica de los tubos”, de Amélie NothombDios se vuelve niña por gracia del chocolate blanco

En Metafísica de los tubos pareciera encontrarse con más intensidad esa vocación pedante de la que acusan los críticos de la autora, pues en la narración autobiográfica ella es una niña que se considera dios desde el primer destello de conciencia que ocurre cuando aún está en el vientre materno. Para esta divinidad, el entorno familiar está a su servicio, y ella nos cuenta que es el tercer descendiente de una familia de diplomáticos belgas con funciones en un pueblo japonés. Desde el inicio, ella nos hace saber que, como dios, en un génesis personal, es un ser completo porque no siente ningún vacío, ninguna carencia:

Al comienzo, no existía nada. Y esa nada no era ni vacío ni vaga: no designaba a otra cosa que a sí misma. Y Dios vio que estaba bien. Por nada del mundo él habría creado cualquier cosa. La nada hacía mejor que convenirle: la colmaba.

La niña, desde antes de nacer, vegeta cómodamente en el vientre materno. En la comodidad de ese mundo interior, dentro del cuerpo de la madre, no aparece la necesidad de pensar ni de actuar con respecto de un mundo exterior. Luego de nacer, sin sensación de carencia, cuidada por los suyos, se hace megalómana y vive “como una legumbre” durante dos años, lo que lleva consigo la razonable preocupación y resignación de sus padres. A los dos años y durante los seis meses siguientes, la niña se resiste a cualquier cambio posible y tardíamente descubre que el medio en que está ejerce una influencia sobre ella, como algunos momentos de placer o de frustración; frente a ésta responde coléricamente, esperando la reacción inmediata de los adoradores de su divina presencia:

Dos años y medio: gritos, rabia, odio. El mundo es inaccesible a las manos y a la voz de Dios. Alrededor de él, los barrotes del corral para bebés. Dios está encerrado. Él quisiera hacer daño, pero no lo consigue. Se venga sobre la sábana y la cobija a las que martilla a patadas.

Encima de él, el techo y las grietas que él conoce de memoria. Son los únicos interlocutores y es a quienes grita su desprecio; pero, visiblemente, al techo no le importa. Dios está contrariado.

Justo aquí sobreviene, como en la teoría de las catástrofes, un acontecimiento que modifica el curso y el ritmo del devenir del sujeto. En el pasaje que sigue, podemos constatar cómo la niña ha construido una memoria relacionada con procesos fundamentales de supervivencia, como nutrirse, pero igualmente podemos observar cómo consumir algo aparece ahora como un fenómeno dotado de una nueva calidad que transforma no sólo el mismo acto de comer, sino toda la perspectiva que la criatura tiene de sí y del mundo. Se trata del placer:

De repente, el campo de visión se llena con un rostro desconocido e inidentificable. ¿Qué es? Es un humano adulto, del mismo sexo que la madre, parece. Pasada la primera sorpresa, Dios manifiesta su descontento con un largo gruñido.

El rostro sonríe. Dios conoce eso: tratan de halagarlo. Eso no funciona. Él muestra los dientes. El rostro deja caer palabras de su boca. Dios golpea las palabras al vuelo. Sus puños cerrados apalean los sonidos y las dejan fuera de combate.

Dios sabe que después el rostro intentará tender la mano hacia él. Él está acostumbrado: los adultos acercan siempre sus dedos a su cara. Él decide que morderá el índice del desconocido. Se prepara.

Efectivamente, una mano aparece en su campo de visión, pero, ¡estupor!, hay, entre sus dedos un bastón blanquecino. Dios no ha visto eso jamás y se olvida de gritar.

—Es chocolate blanco de Bélgica —dice la abuela a la niña con la que se encuentra.

De esas palabras, Dios no comprende más que “blanco”: él conoce, ha visto eso en la leche y en los muros. Los otros vocablos son oscuros: “chocolate” y, sobre todo, “Bélgica”. Entre tanto, el bastón está cerca de su boca.

—Es para comer —dice la voz.

Comer, de eso Dios sabe. Es una cosa que él hace con frecuencia. Comer es el biberón, el puré con trozos de carne, la banana licuada con la manzana rallada y el jugo de naranja.

Comer. Eso huele. Ese bastón blanquecino tiene un olor que Dios no conoce. Se siente mejor que el jabón y la crema. Dios tiene miedo y ganas al mismo tiempo. Hace mueca de asco y va salivando de deseo.

En un sobresalto de coraje, atrapa la novedad con sus dientes, la mastica, pero eso no es necesario, porque eso se funde sobre la lengua, eso tapiza el paladar, eso llena la boca y sucede el milagro.

El personaje concentra su atención en esa experiencia novedosa que le procura un placer, por llamarlo de alguna manera, multimodal: sensualidad gustativa y olfativa, fruición del tacto con esa textura que se deshace en la boca, asociación del placer y del regodeo sensorial con el nombre de la cosa que lo desencadena, el chocolate. No se trata solamente de un gozo que se convierte en una experiencia diferente a las precedentes en la memoria de la niña, se trata de algo mucho más complejo relacionado con el cuerpo como lugar donde se inicia, desde la sensorialidad, la construcción de la identidad del yo y del pensamiento. Este momento inaugural del yo que busca satisfacerse, que se abre a una búsqueda del placer y, en consecuencia, a la conciencia de la carencia del mismo, aparece no como un acto ligado a cualquiera de las apetencias sexuales que pueden caracterizar al adulto, sino a la condición misma de la constitución de la personalidad y de la capacidad de representar al mundo y a sí mismo dentro de él.

La voluptuosidad le sube a la cabeza, le desgarra el cerebro y le hace resonar una voz que nunca había escuchado:

—¡Soy yo! ¡Soy yo quien vive! ¡Soy quien habla! ¡No soy ni él ni lo otro, yo soy yo! No tendrás que decir de nuevo “él” para hablar de ti, tendrás que decir “yo”. Y soy tu mejor amigo: soy quien te da el placer.

Fue entonces cuando nací, a la edad de dos años y medio, en febrero de 1970, en las montañas de Kansai, en el pueblo de Shukugawa, bajo los ojos de mi abuela paterna, por gracia del chocolate blanco.

La voz, que después no se ha callado jamás, continuó hablando dentro de mi cabeza:

—¡Es bueno, es dulce, es untuoso, quiero más! —Enrojeciendo, mordí de nuevo el bastón.

—El placer es una maravilla que me enseña quien soy. Yo soy el asiento del placer. El placer soy yo: cada vez que haya placer, habrá de mí. ¡No hay placer sin mí, no hay yo sin placer!

El bastón desaparecía en mí, bocado a bocado. La voz gritaba cada vez más fuertemente en mi cabeza:

—¡Viva yo! ¡Soy formidable como la voluptuosidad que siento y que he inventado! Sin mí, ese chocolate blanco es un bloque de nada. Pero si se le pone en mi boca, se convierte en placer. Él tiene necesidad de mí.

Este pensamiento se traducía por eructos sonoros cada vez más entusiastas. Yo abría enormemente mis ojos, sacudía mis piernas de gozo. Sentía que las cosas se imprimían en una parte blanda de mi cerebro que guardaba trazos de todo.

Metafísica de los tubos nos explica, de manera vivaz, a partir de la corporeidad, la construcción de la conciencia de sí con respecto del mundo. En el relato, esa voz del yo, que se habla a sí mismo, no es la del dios que se auto-complace con la nada o el vacío, es la voz que nos habla desde nuestro interior cuando nos dirigimos a nosotros mismos y que nos impulsa a la búsqueda de los placeres fundamentales que constituyen nuestras operaciones de supervivencia. En el relato, igualmente, aparece el modo en que los sujetos apasionados construyen sus apegos afectivos, la valoración positiva de las cosas y de aquellos seres con los que se tiene la delectación:

Pedazo a pedazo, el chocolate entró en mí. Me di cuenta entonces de que al final de la golosina difunta estaba una mano y que al final de esta mano estaba un cuerpo que terminaba en un rostro benévolo. Dentro de mí, la voz dijo: —No sé quién eres, pero visto que me das de comer, eres alguien de bien. —Las dos manos levantaron mi cuerpo del corral y estuve en esos brazos desconocidos.

El episodio inaugural de la vida como ser humano de esta presunta divinidad no termina aquí. El placer aparece como el núcleo que desencadena una serie de transformaciones del sujeto vivo y sensible, el gozo se constituye en una apertura del yo hacia el mundo exterior, hacia los otros:

Mis padres, estupefactos, vieron llegar a la abuela sonriente que llevaba a una niña juiciosa y contenta.

—Les presento a mi gran amiga —dijo ella triunfante.

Me dejé, con bondad, pasar de brazo en brazo. Mi padre y mi madre no se reponían ante la metamorfosis: estaban felices y contrariados. Ellos interrogaron a la abuela.

Ésta se cuidó bien de revelar la naturaleza del arma secreta a la que ella había recurrido. Ella prefirió dejar todo en el misterio y se le atribuyeron dones de demonóloga. Nadie previó que la bestia se acordara luego de su propio exorcismo.

Amélie Nothomb ejerce las veces de antropóloga, de experta en etología y de autoridad en el tema de la autopoiesis o de la capacidad que tiene el organismo vivo para modificarse y adaptarse al entorno al que también transforma. En el mismo pasaje aparece la siguiente reflexión de la niña, que es también la escritora que predica de su vida porque posee el don de una memoria despertada por el placer, esa experiencia que encauza el encuentro de la sensorialidad y la inteligencia:

Las abejas saben que sólo la miel da a las larvas el gusto por la vida. Ellas no traerían a los mundos tan ardientes libadoras nutriéndolas con puré de papas con cubitos de carne. Mi madre tenía sus teorías sobre el azúcar, a la que hacía responsable de todos los males de la humanidad. Pero es al “veneno blanco” (así lo llamaba ella) a quien le debe el hecho de tener un tercer hijo con un humor aceptable.

Yo me comprendo. A los dos años, yo había salido de mi entumecimiento para descubrir que la vida es un valle de lágrimas donde se comen zanahorias hervidas con jamón. Debí tener el sentimiento de haber sido engañada. ¿Para qué matarse para nacer si no era para conocer el placer? Los adultos tienen acceso a mil suertes de voluptuosidad, pero, para los niños, no hay más que la glotonería para abrir las puertas de la delectación.

La abuela me había llenado la boca de azúcar. De golpe, el animal furioso aprendió que había una justificación para tanto aburrimiento, que el cuerpo y el espíritu servían para rebosar de alegría y que entonces no había razón para detestar ni al universo ni a sí mismo por estar en él. El placer aprovecha la ocasión para nombrar su instrumento: él lo nombra yo y es un nombre que he conservado.

Existe, desde hace mucho tiempo, una inmensa secta de imbéciles que oponen sensualidad e inteligencia. Es un círculo vicioso: ellos se privan de la voluptuosidad para exaltar sus capacidades intelectuales, lo que resulta en el empobrecimiento. Cada vez más, ellos se vuelven estúpidos, lo que los conforta en su convicción de ser brillantes, porque no han inventado nada mejor que la estupidez de creerse inteligentes.

La delectación nos hace humildes y admirativos hacia aquello que la hace posible, el placer despierta al espíritu y lo impulsa tanto a la virtuosidad como a la profundidad. Es una magia tan poderosa que, en defecto de la voluptuosidad, la sola idea de voluptuosidad basta. Desde el momento en que existe esta noción, el ser está salvado. Pero la frigidez triunfante se condena a la celebración de su propia nada. Se encuentra en los salones de gentes que se vanaglorian alta y fuertemente de haberse privado de tal o cual delicia durante veinticinco años. Se encuentra también a soberbios idiotas que se glorifican de no haber escuchado jamás la música, de no haber abierto un libro o de no haber ido al cine. Están también aquellos que esperan despertar la admiración por su castidad absoluta. Está bien que saquen de ahí su vanidad: es el único contento que tendrán en sus vidas.

Insistamos en la relación placer y memoria. Así como el espectador recuerda siempre aquellas escenas de mayor sinceridad afectiva y de mayor dinamismo corporal por parte del artista del teatro, así mismo las experiencias placenteras se constituyen en hitos de la memoria del sujeto. Esta memoria biográfica constituye ese componente constante y reconocible que hace la identidad de cada persona. Nothomb, naturalmente, no distancia el ámbito de lo placentero sensorial de la dimensión intelectual del sujeto, sino que las integra en una relación indisoluble:

Dándome una identidad, el chocolate blanco me había dado también la memoria: desde febrero de 1970, recuerdo todo. ¿Para qué recordar lo que no está ligado al placer? El recuerdo es uno de los aliados más indispensables de la voluptuosidad.

Ciertamente, no recuerdo las preocupaciones de mis padres, sus conversaciones con sus amigos, etc. Pero no he olvidado lo que valía la pena: el verde del lago donde aprendí a nadar, el olor del jardín, el gusto del licor de ciruelas probado a escondidas y otros descubrimientos intelectuales.

Antes del chocolate blanco, recuerdo nada: debo fiarme del testimonio de mis cercanos y reinterpretarlo a mi modo. Después, mis informaciones son de primera mano: la misma mano que escribe.

[...]

...mi abuela y sus golosinas se quedaron en Japón sólo un mes, pero fue suficiente. La noción de placer me había vuelto operacional. Mi padre y mi madre estaban aliviados: después de haber tenido un vegetal durante dos años, luego una bestia rabiosa durante seis meses, tenían finalmente algo más o menos normal. Comenzaron a llamarme con un nombre.

La obra literaria que relata la experiencia corporal, placentera y de constitución de la identidad del sujeto señala una revolución individual, íntima y común a todos: el paso que va de la frustración del sujeto (cuando éste aprende que no es el centro todopoderoso del mundo) hacia el trabajo de composición de una realidad que puede proporcionarle momentos de padecimientos, pero también de placeres. En esta obra literaria se nos muestra también el poder de la palabra, del lenguaje, que no sólo obra como mediación para relatar la experiencia del goce, sino para proveer de sentido a este fruición en la manera en que el sujeto se la expresa, la define y la constituye en recuerdo narrable. El lenguaje, entonces, se constituye desde la experiencia corporal y se convierte en el puente hacia la propia intimidad y hacia los otros.

 

“L’Avenir dure longtemps”, de Louis AlthusserLas sábanas manchadas de Althusser

El segundo ejemplo ha servido para ilustrar, dentro de la semiótica, la construcción de un esquema de desarrollo típico de la vergüenza masculina en obras literarias. En su texto autobiográfico, Louis Althusser, de una fuerte convicción cristiana durante su juventud, nos relata sobre los vivos y ardientes placeres producidos por sus poluciones nocturnas:

Nos encontrábamos en Marsella y yo tenía unos trece años. Desde hace unas semanas observo con intensa satisfacción que siento, por la noche, vivos y ardientes placeres que provienen de mi sexo, seguidos de un agradable apaciguamiento... y que por las mañanas hay grandes manchas opacas en mis sábanas. ¿Supe que se trataba de poluciones nocturnas? No importa: en cualquier caso supe muy bien que se trataba de mi sexo. Ahora bien, una mañana, después de levantarme como de costumbre y mientras tomaba mi café en la cocina, aparece mi madre, seria y solemne y me dice: “Ven, hijo mío”. Me arrastra a mi dormitorio. En mi presencia abre las sábanas de mi cama, me señala con el dedo las grandes manchas opacas y endurecidas en las sábanas, me contempla un instante con un orgullo forzado mezclado con la convicción de que ha llegado un instante supremo y que tiene que estar a la altura de sus deberes y me declara: “Ahora, hijo mío, ¡eres un hombre!”.5

La intimidad consiste en el reencuentro del sujeto consigo mismo o con otro en situaciones de abierta confianza en las que, a su vez, el tiempo parece detenerse para preservar la eficacia de este trato personal. La base de la intimidad es un estado afectivo y racional de bienestar en esta situación en que el sujeto se abre a sí mismo o al otro para mostrarse y observarse en confianza, con una menor precaución por el enmascaramiento de las más sinceras intenciones. En el caso del pasaje citado, el adolescente, en la intimidad de sus noches, descubre sensaciones corporales y un nuevo y natural placer, el propio del despertar de la sexualidad acompañada con las eyecciones involuntarias. Esto sorprende al sujeto, tal como la primera degustación del chocolate blanco que consideramos arriba, y se convierte en un hallazgo relacionado consigo mismo, un descubrimiento de una parte de sí: “En cualquier caso supe muy bien que se trataba de mi sexo”. Pero la intimidad es interrumpida por la intervención de una observadora que no ha sido invitada y que, desde las presuposiciones de su deber de adulto (que debe demostrar que conoce y comprende lo que sucede), expresa sus juicios. Esta aparición de la madre, que arrastra al joven a la habitación para confrontarlo con las evidencias de los placeres corporales, es un factor desencadenante de la vergüenza. La madre no sólo emerge como una intrusa en la intimidad del narrador, sino también como una manifestación de los juicios y codificaciones socioculturales. La afirmación “Ahora, hijo mío, ¡eres un hombre!” expresa la expectativa social sobre la hombría orientada, exclusivamente, a la capacidad reproductora del varón antes que a otras perspectivas sobre la responsabilidad y la autonomía, dentro de las cuales se incluye el cuidado y el goce de sí desde el cuerpo.

Cuando el adolescente sabe que existe un testigo de sus placeres íntimos, éstos se convierten en un motivo de vergüenza que desencadena otros estados pasionales, como el odio y la sensación de desamparo:

Abrumado por la vergüenza, sentí en mí una rebelión insostenible contra ella. Que mi madre se permitiera registrar mis propias sábanas, en mi intimidad más recóndita, en el recogimiento íntimo de mi cuerpo desnudo, es decir, en el lugar de mi sexo como lo hubiera hecho en mis calzoncillos, entre mis muslos para coger mi sexo entre sus manos y blandirlo (...). No profiero ni una sola palabra, salgo dando un portazo, vago por las calles, desamparado y masticando un odio desmedido.

La pasión es un estado afectivo, de cierta duración y con manifestaciones somáticas, que se produce cuando el sujeto que la padece toma conciencia de que obra arrastrado por un exceso afectivo o por la ruptura de una expectativa en la que confiaba firmemente. Así, el empleado que espera ser ascendido sufre una frustración y se siente humillado cuando ese escenario imaginado queda roto por el hecho de no ser él quien es reconocido y promovido. En el caso de la vergüenza, el sujeto cree poseer un objeto (es decir, un bien, una virtud, una valoración positiva de sí mismo, sea desde su propia perspectiva o desde la mirada de los demás), pero en un momento determinado descubre que esa relación afirmativa es falsa, no es real o posible. El avergonzado tiene muchas salidas para resolver, en defensa de su propia dignidad y ante la mirada de los otros, esta humillación.

En su “Breve análisis semiótico de la vergüenza”, Elizabeth Harkot de la Taille afirma que en los diversos casos de vergüenza analizados, todos de la literatura, predominan las características siguientes: en los personajes femeninos, la vergüenza es vivida como tristeza con evolución posible hacia la depresión, lo que conlleva a que no se les atribuya, a los personajes femeninos, la falta o la responsabilidad del hecho que las conduce la humillación. En estas circunstancias, las mujeres optarían por un regreso a sí mismas, al recogimiento y a la huida del opresor. En los personajes masculinos, la vergüenza es vivida como cólera, con progresión posible hacia la furia; el sujeto hace énfasis en las relaciones sociales como causa de la humillación y puede distorsionar las circunstancias en que se desarrollan los hechos, lo que conlleva a la atribución de la falta o de la responsabilidad propia a otro; el personaje masculino tiende también a la tentativa de venganza y, como en nuestro caso, a la rebeldía o a la huida hacia otros parajes.6 Las características mencionadas sugieren que los personajes femeninos tienden hacia un cierre de su universo, hacia un retiro, mientras que los personajes masculinos buscan procurarse una apertura. Tal vez es arriesgado afirmar tajantemente esta diferenciación en las soluciones femenina y masculina de la vergüenza, pues es posible conseguir contraejemplos literarios que nos conducirían a establecer mejores relaciones entre esta pasión con los códigos y formas de vida de cada cultura.

Esto aparte, en el relato de Althusser, el adolescente cree que posee una intimidad a la cual él sólo tiene acceso. Pero este imaginario queda roto con la presencia de la madre. El joven actúa así dentro del esquema de una escena de “vergüenza masculina” en la cual el sujeto humillado no tiene poder para actuar sobre quien le afrenta. Ante la imposibilidad de actuar contra el ofensor (la madre), el avergonzado sueña “un odio desmedido” y experimenta una “rebeldía insostenible”. Él se revela, en cierto sentido, pero es incapaz de dar una salida a su odio.

Esta irrupción indeseable de un observador en los placeres del yo no nos habla sólo de la pasión de la vergüenza, sino en la definición de brechas y desencuentros entre las personas cuando una de éstas irrumpe y juzga sobre los goces de alguien o censura las delectaciones que, como hemos visto, son parte de la “comunidad del cuerpo” y un fundamento de la constitución de la identidad y de la memoria del sujeto, lo que se traduciría en un derecho universal: derecho a la intimidad y al placer. La rebeldía y el odio que aparecen en la persona sometida a la observación reprobatoria de su fruición, a la censura o al impedimento del goce mismo vienen acompañados de la sensación de marginación, de exclusión y de aniquilación, lo que no correspondería a las calidades de una intersubjetividad sana y justa.

Afirma Patricia Cardona, en su libro La percepción del espectador,7 que detrás de toda gran espiritualidad se esconde una gran animalidad y que todo espectador queda atrapado en la magia de la obra de arte que emerge de un respeto hacia las leyes de la naturaleza y de las pulsiones humanas. La literatura que nos habla de placer y de disforias nos atrapa porque habla de nosotros mismos y nos invita a un rencuentro con nuestras más profundas inteligencias sensoriales, afectivas y simbólicas.

 

Placer y ética

Podríamos decir ahora, como nos lo muestran las obras literarias a las que nos hemos aproximado, que el placer es una condición natural del cuerpo y de su supervivencia, de la relación de la corporeidad con el entorno y que él es una evidencia del estado saludable del sujeto. Pero de una defensa al derecho universal del placer se desprenderían unas consecuencias éticas. Umberto Eco, en su escrito “Cuando el otro entra en escena”8 invita a construir una ética no religiosa y basada en el reconocimiento de los demás como semejantes; el fundamento de esta similitud es universal: el cuerpo. Cuando Eco investiga sobre los rasgos universalmente comunes de la condición lingüística de la humanidad, encuentra que todos los hombres construimos, en nuestras lenguas, referencias constantes al cuerpo y que éste es un centro referencial de la definición de los campos y rasgos semánticos. En todos los idiomas tenemos palabras para decir arriba y abajo con relación al cuerpo, palabras para hablar de la ingesta y de las eyecciones corporales, del dolor y del placer. Este cuerpo de goces y padecimientos sería el lugar primero del ejercicio de una ética, pues no deberíamos coaccionar e impedir sus funciones naturales que, como hemos afirmado, están encauzadas sobre la relación placer/displacer. En todas las situaciones de inhumanidad, de exterminio, de persecución, de irracionalidad o de provocación, el cuerpo es el primer lugar invadido y agredido, así sea simbólicamente. Los acosados y secuestrados, los ideológicamente diferentes, los que encuentran alternativas de placer diferentes a las codificaciones establecidas, los que aprenden los códigos sociales, por ejemplo, ven cómo sus cuerpos se convierten en el blanco de la violencia y en el primer flanco de censura, de sometimiento a la injuria y a la humillación. Aquello que el agresor, el exterminador o el prejuiciado busca eliminar primero es justamente el placer del cuerpo de su víctima: le impide alimentarse, evacuar, descansar, tener intimidad, le impide pensar, le impide moverse, le causa daños físicos y emocionales, como el que producen los artefactos explosivos, le impide sentirse a gusto con su goce y, en consecuencia, este victimario encuentra el modo de disciplinar a la víctima con grandes dosis de culpabilidad por el hecho de experimentar placer.

Si el cuerpo y el placer se encuentran en las bases de la estética, como la literaria, y de una ética posible, significa que el goce del cuerpo implica también la obligación de la responsabilidad: no debería alguien disfrutar a expensas del padecimiento del otro o sin el consentimiento autónomo del otro; y sin ánimos de ser moralista, no debería estimularse el placer sin un cuidado de sí, de modo que el cuerpo propio, esa panoplia viva de piel, carne, fluidos, huesos y nervios, sea un órgano que se construye y no se destruye con el goce de existir. Este cuidado de sí, este llamado al derecho de disfrutar de la propia corporeidad para ser más humano también es el derecho que debe reconocérsele al otro tanto en lo sensorial como en lo afectivo, lo que no tiene nada que ver con la hipócrita afirmación según la cual las parejas integradas por personas del mismo sexo, por ejemplo, tienen derecho a disfrutar de su afectividad, pero a escondidas, donde los heterosexuales no los vean. Una afirmación de esta naturaleza evidencia que son muchos los desafíos educativos para una sociedad renovada y equilibrada. Afirmaciones de ese tipo, que pretenden inhibir el placer al que todos tienen derecho, ahondan las brechas y las marginalidades en una sociedad a la que urge un reencuentro nuevo con la afectividad y el placer no trivializados. Afirmaciones de esta naturaleza no son más que una fuerza nefasta en el seno de una colectividad que carece de una tolerancia responsablemente practicada y no sólo proclamada.

 

Bibliografía

  • Althusser, Louis. L’Avenir dure longtemps. Paris, Stock, 1992 [Althousser, L. O futuro dura muito tempo. São Paulo: Schwarcz, 1992].
  • Cardona, Patricia. La percepción del espectador. México: Cenidi, Danza José Limón, 1993.
  • Eco, Umberto. Cinco escritos morales. Barcelona: Lumen, 1998.
  • Harkot de la Taille, Elizabeth. “Bref examen sémiotique de la honte”, en: Nouveaux Actes Sémiotiques, Nº 67. Limoges: Pulim, 2000.
  • Nothomb, Amélie. Metaphysique des tubes. Paris: Albin Michel, 2000 [Nothomb, Amélie. Metafísica de los tubos. Barcelona: Anagrama, 2001].

 

Notas

  • Eco, Umberto. Cinco escritos morales. Barcelona: Lumen, 1998.
  • Hago la traducción de los pasajes citados a partir del texto en francés: Nothomb, Amélie. Metaphysique des tubes. Paris: Albin Michel, 2000 [Nothomb, Amélie. Metafísica de los tubos. Barcelona: Anagrama, 2001].
  • El futuro dura mucho tiempo [L’Avenir dure longtemps] es el título de una obra autobiográfica del filósofo marxista Louis Althusser (Paris, Stock, 1992). “El futuro tarda mucho en llegar”, sería la traducción libre del título, posiblemente “El futuro existe desde hace mucho tiempo”, o “Lo por venir viene desde antaño”, o más simplemente: “El porvenir dura mucho tiempo”; éstos son los diversos títulos con que se hace referencia, en español, a esta obra.
  • Harkot de la Taille, Elizabeth. “Bref examen sémiotique de la honte”, en: Nouveaux Actes Sémiotiques, Nº 67. Limoges: Pulim, 2000.
  • Althousser, L. O futuro dura muito tempo. São Paulo: Schwarcz, 1992, p. 52-53.
  • Harkot, op. cit.
  • Cardona, Patricia. La percepción del espectador. México: Cenidi, Danza José Limón, 1993.
  • Cf. Eco, Cinco escritos morales, op.cit.