Sala de ensayo
La literatura popular como campo de investigación sociojurídica: imaginarios sociales sobre el control

“1984”, de Michael Radford, basada en la novela de George Orwell

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La elección de la literatura popular sobre el control social como material empírico de investigación sociojurídica significa romper con las formas habituales de concebir la tarea académica, ligada al positivismo metodológico. Cruzada la frontera, un planteo metodológico interpretativo cercano al socioconstruccionismo ayuda a advertir que aquello que se lee contribuye a formar los imaginarios con los que actuamos; sin embargo, este abordaje, atractivo por su —aparente— idealismo, supone estar dispuesto a una crítica profunda, pero también abierto a ser objeto de la crítica.

1. Introducción

La literatura ha sido para muchas de las personas nacidas antes de los años 80’ una compañía constante. Desde las primeras lecturas, a los cuatro o cinco años hasta nuestro presente, nos reconocemos como parte de la categoría de “homus tipográficus”: las ficciones impresas nos han ayudado a entender el entorno y nos dieron herramientas para definir cursos de acción. Tal vez por eso para algunos de nosotros, a la hora de reflexionar sobre nuestro objeto de investigación —el control social— no hay excepciones a ese acompañamiento. En mi caso, 1984, de George Orwell, y en menor medida, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, surgieron como el sustrato sobre el que quería contrastar mis ideas en torno al control social en los años de transición entre la sociedad industrial y nuestro presente. Este deseo se concretó en sendos trabajos de investigación en el marco de la Especialización en Sociología Jurídico Penal del Doctorado en Derecho Penal de la Universidad de Barcelona, y este artículo refleja parte de esa experiencia.1 La senda crítica que esta especialidad abre en el mundo en ocasiones plano de la investigación jurídica, ha llegado más allá del cuestionamiento a los mecanismos naturalizados de coerción: alcanza a los métodos con los que ese cuestionamiento suele producirse, los del positivismo científico. A este planteo revulsivo del qué —la clave ontológica—, pero también del cómo —la clave epistemológica—, el Programa de Doctorado agrega una característica que resultó fundamental: la interdisciplinariedad del profesorado,2 y por consiguiente, de las visiones del objeto que ellos difunden.

Así llegué a la configuración de dos análisis —siguiendo las variables tiempo/espacio— sobre un tipo de literatura inglesa producida en los primeros 50 años del siglo XX: las distopías sobre el control social. Que éstas reconocen su origen en las utopías inglesas inmediatamente anteriores —fines del siglo XIX, principios del XX— no era un secreto; ello impuso incluirlas también en la indagación, y con ellas, al período histórico en el que se produjeron.

Al presentar el plan de investigación se produjo una cierta perplejidad: ¿cómo unir un estudio sobre literatura, tiempo y espacio con la sociología jurídica?; ¿cuál sería la reacción de un tribunal de juristas sobre un producto tan “etéreo” en comparación con las “realidades” del control social?; ¿cómo conducir el análisis más allá del ensayo historicista sobre una expresión literaria?

Surgió entonces la hipótesis que estaba detrás del diseño: la literatura popular como elemento articulador del imaginario sobre el control.

Esta introducción pretende mostrar desde el inicio que el camino elegido no es intransitable, y que la pretensión de profundizarlo tanto en la faceta de doctorando como en la de investigadora ha cumplido con las expectativas originales.3 Quisiera ahora explayarme algo más sobre algunas cuestiones de metodología y de contenido que entiendo pueden indicar horizontes si no enteramente nuevos, sí al menos no frecuentemente visualizados por los investigadores del campo de la sociología jurídica.

 

2. El condicionamiento epistemológico: ruptura con el positivismo verificacionista y apertura hacia una perspectiva socioconstruccionista

El modelo habitual de investigación sociojurídica suele ser aquél que propone unir a un conjunto de herramientas teóricas la indagación de uno o varios aspectos de la “realidad”, a fin de contrastar una hipótesis formulada de antemano. Así, el investigador se encuentra frente a la necesidad de un campo empírico de verificación; puede encontrarlo en las estadísticas y encuestas o puede “crearlo” a partir de algún elemento “objetivo” sobre el que indaga: casos judiciales, noticias publicadas/emitidas, menciones de cierto término en la jurisprudencia,4 etc. El elemento común a todos estos casos es la conformación de un testigo de la “realidad”, de un campo “objetivo” sobre el que luego se practican lecturas.

Ese objeto inanimado e inmutable, esa muestra de la realidad —que si parte de una muestra diseñada correctamente se pretende representativo de la realidad toda— suele ser vista como la garantía de seriedad y sustentabilidad, superadora de meras opiniones. Es esta función de garantía lo que comporta la filiación frecuente de la tarea investigadora a la epistemología positivista, que basa su postura en la existencia de entidades separadas del sujeto que conoce, con una onticidad inmanente y cognoscibles por él desde el lugar del observador incontaminado e incontaminante, suprimida su subjetividad por un acto de voluntad que practica antes de conocer. En sus versiones más modernas y moderadas, esa epistemología es verificacionista, o lo que es lo mismo, popperiana: toma la porción de realidad encerrada entre las variables del investigador como el banco de prueba de la teoría; si la contrastación es exitosa la teoría se sostiene; de lo contrario cae. No se cuestiona (salvo un error muestral, que se considera “técnico”) que el problema se encuentre en el banco de prueba construido, precisamente porque no se reconoce su carácter de construcción.

Sin embargo hay otras opciones. Desde la confluencia de las ideas de Berger y Luckmann (en el campo de la sociología), Kuhn (en la filosofía de las ciencias) y Mead (en el de la psicología), el socioconstruccionismo plantea una visión del conocimiento (y por consiguiente, de la realidad) radicalmente opuesta a la objetivista. En el esquema resultante de esta confluencia el conocimiento es a la vez el producto y el hacedor: construye aquello que conoce cuando lo nombra, partiendo como base para el acto de designar, clasificar, objetivar y legitimar la clasificación, del bagaje social de conocimientos, bagaje en el que el sujeto ha quedado emplazado con su nacimiento. Así, no existe conocimiento separado de aquel que conoce ni del acto de conocimiento, como tampoco existe ser que pueda considerarse “libre” de conocimientos previos cuando se enfrenta al objeto de su mirada. La preexistencia del propio objeto es puesta en duda, al menos puesta en duda como objeto existente antes de algún primer acto de conocimiento.5

La idea central es que al acto de saber concurren un sujeto, su historia, un marco de referencia que provee al sujeto de herramientas para conocer y de criterios de relevancia (lo importante y lo accesorio, lo útil y lo inútil, etc.) y un fenómeno, definido como tal por el sujeto. Si el fenómeno ha sido conocido ya por otros sujetos la “nueva mirada” que se haga de él lo emplazará en un lugar diferente, destacando propiedades que habían permanecido ocultas, o proponiendo usos hasta el momento no advertidos. El contexto sociocultural del cognoscente, por lo demás, proveerá de criterios de relevancia para la selección de los objetos que componen el fenómeno y además ubicará al producto del acto de conocimiento dentro de una función social, asignándole utilidades que, en su interacción con otros sujetos, volverán a cambiarlo. Se trata de reconocer que no hay conocimiento sin mediación6 o sea, no hay conocimiento objetivo, libre de la influencia tanto del entorno sociocultural como de la historia particular del sujeto que conoce.7

Foucault (1973) nos ha enseñado, interpretando a su vez a Nietzsche, que el conocimiento no es un acto de descubrimiento de lo que de original tiene la cosa conocida, sino un acto de creación dialéctico, conflictivo, entre los elementos del conflicto. Y ha acompañado esta afirmación con otra tal vez más rotunda (aunque no más significativa): “...la verdad misma tiene una historia” (1973, pág. 14):8 no solamente hay un marco histórico que rodea al acto de conocimiento, sino que tanto el sujeto que conoce como lo que crea con ello están impregnados de esa historia, y tanto uno como otros se modifican a causa del conocimiento que crean. La relación es así, de espiral, donde el fin y el principio no son identificables, donde no se puede hablar propiamente de ingredientes, de pócima y de mago como factores independientes: todos se co-construyen.

Si, como en mi caso, es esta la premisa epistemológica que sostiene la investigación sociojurídica, la cantidad de elementos (que no “objetos”) que resultan susceptibles de la mirada se amplía, pero además, la mirada misma se modifica. Ya no será necesario diseñar muestras representativas (porque se asume que el valor de representación siempre es escaso, que la respuesta, valga la paradoja, siempre se corresponde con aquello que se pregunta), pero tampoco bastará con encontrar un material sobre el que aplicar un cuerpo teórico. Habrá también que interpelar ese material en su historia: saber cómo y cuándo fue creado, quién fue el creador y cuál ha sido el contexto social de la creación.9 Una vez efectuada esa interpelación, cabrá enfrentarse con el resultado, pero sabiendo que él es también un fruto de la propia historia y del propio contexto del investigador: una “lectura” posible de un elemento que también fue él mismo “lectura” en su día.

Surge entonces la pregunta: ¿qué fiabilidad, y por consiguiente, qué utilidad puede tener una tarea investigadora de estas características? Adelantemos la respuesta, que esperamos ampliar en las conclusiones: la de proponer una interpretación que goce de dos características fundamentales —coherencia intra y extrasistemática y desarrollo de un potencial crítico frente a interpretaciones unidireccionales.

 

3. Realidad y ficción

3.1. Material “real” y material ficcional

Como podrá sospecharse luego de la toma de postura epistemológica que acabo de hacer, no adjudico un valor óntico diferencial a una estadística y a un texto literario de ficción. En lo que ambos tienen de “objeto” externo a mí como investigadora son por igual productos culturales (Herrera Flores 2003, pág. 4; Rodríguez Fernández 2003, pág. 6) con una historia que cabe discernir.10 Sin embargo hay dos características a nuestros fines relevantes que los diferencian: la intención explícita del sujeto creador y la mirada “social” sobre el objeto creado.

Mientras que cabe suponer que el funcionario que compila las estadísticas carcelarias de Cataluña no es consciente ni hace explícita su voluntad de prefigurar el mundo con su trabajo,11 el autor de un texto literario de ficción se piensa a sí mismo como un creador, y a su obra como el producto de una tarea en la que los elementos no estaban reunidos en un todo coherente antes de su intervención.12 En este sentido, el técnico de la administración y el escritor en su buhardilla podrían ser vistos como dos extremos de un mismo continuo en el que se midiera la conciencia de demiurgo: el primero supone que refleja una realidad ajena a su intervención, mientras que el segundo entiende a su obra como el producto casi exclusivo de su genio.13 Una lectura socioconstruccionista desestabilizaría estas auto-imágenes, pero aun así, lo cierto es que mientras la función social “técnico” trabaja bajo la metáfora del espejo, la del escritor se adecua más a la del dios/mago. A causa de esta auto-imagen y de la consideración social que la confirma es que las estadísticas aparecen como una realidad, y los textos literarios como algo divorciado de ella, como “meras” ficciones.

No tenemos ahora espacio para abundar sobre las razones por las que esto es así. Foucault, desde su La verdad y las formas jurídicas, o desde Las palabras y las cosas podría, con la cercanía intelectual/afectiva que muchos investigadores de este campo le profesamos, darnos pistas para encontrar algunas más. Baste decir ahora que es la asunción del carácter creativo que está explícito en la literatura de ficción lo que nos sugiere su relevancia para investigar la estructura de sentimientos (Williams 2001), el imaginario social que está detrás de ella. Así como el escritor asume su rol creador, sin duda a partir de los elementos de su contexto social y de su individualidad, también asume que esa creación contiene un mensaje que desea comunicar, y su energía está puesta en ello. No hay escritor sin lector, o lo que es lo mismo, no hay actividad creativa literaria separada de la intención comunicativa, del intento de empatía con quien leerá (Manguel 1999). Por lo demás, no existe en el escritor intento alguno de objetividad; aun cuando esté afiliado a las corrientes realistas,14 lo suyo continúa siendo un acto específicamente creativo, con personajes y hechos que surgen de la pluma del que escribe.

Y así es también percibida la relación por quien lee: hay conciencia del hecho creador y de la intención comunicativa; en el mayor o menor éxito de la conexión intemporal entre quien ha escrito y quien lee está cifrada la esperanza de supervivencia de un texto literario.

Por eso la literatura de ficción puede ser propuesta como índice a partir del cual interpretar el imaginario social del momento de su creación, y las lecturas sucesivas que de ella se hacen pueden también aproximarnos a una inteligencia del imaginario desde el que cada una de ellas se ha hecho. 1984 fue uno en 1948 —el año en que Orwell lo escribió—, otro al leerlo Castoriadis (aprox. 197015 ) y probablemente otro en la lectura de Melossi (1992). Pero si varias lecturas contemporáneas coinciden con la interpretación de Melossi o con la de Castoriadis, y si alguna de estas interpretaciones se hizo popular, tenemos material para arriesgar interpretaciones sobre el imaginario del intérprete y de su sociedad. Y todo ello, a partir de una ficción.

 

3.2. Literatura popular: realismos e idealismos (Francia-Inglaterra)

La apuesta por la conexión público-escritor fue, además, la que debieron asumir los escritores de ficción en Europa entre finales del siglo XVIII y principios del XX: la mecanización creciente de la producción editorial (Williams 2001; Rodríguez Fernández 2003) los llevó a aceptar nuevas reglas de producción, y entre ellas, la de tener en cuenta el gusto, los intereses y las necesidades de lectura de una población crecientemente escolarizada y demandante; paralelamente, el nacimiento de un proletariado fabril y urbano impulsó los movimientos políticos y sindicales que se alimentaban de la crítica a la sociedad industrial. Nació así la literatura popular, dirigida a un público más amplio y con una mirada crítica sobre el poder; reflejo y a la vez herramienta de producción de los territorios imaginarios, aquellos conforme a cuyos mapas nos movemos con frecuencia en el mundo que nos toca.

Sin embargo, las editoriales no imprimieron lo mismo en todas partes y en la misma época. Mientras en Francia el realismo naturalista fue el género popular por excelencia (Dumas, Zola, Sue), en Inglaterra el idealismo siguió campeando por sus respetos (Wordsworth, Dickens, Arnold); de él (re)surgió entre fines del siglo XIX y principios del XX, la utopía, y poco después, su contracara, la distopía.

El realismo francés constituyó la oposición frontal a las ideas del romanticismo (Hauser 1969-III, pág. 82) caracterizado por una particular atención a los sentimientos de los personajes y a su frustración respecto de lo que los rodeaba (una forma de idealismo); frente a este énfasis en el sentimiento, los franceses partían de la observación “objetiva” de lo externo. La crítica social era construida desde lo que se consideraba la insatisfacción de unos mínimos comunes a la humanidad. Este movimiento estaba ligado de forma directa a la revolución científico-tecnológica, y dentro de ésta, al positivismo de las ciencias duras (Hauser 1969-III, págs. 82/8316 ); el empirismo como método de construcción de verdad se trasladaba a las letras escritas. En palabras de Lukács: “Fue un realismo que significó sed de verdad, fanatismo de realidad” (Cit. en Barata 2002, pág. 326).

El romanticismo inglés era, en cambio, la exaltación del sentimiento. A fines del siglo XIX asumió una nueva forma que “...no tuvo sólo una importancia que hizo época, sino que tenía también una conciencia de que hacía época... Desde el gótico el desarrollo de la sensibilidad no había recibido un impulso tan fuerte, y el derecho del artista a seguir la voz de sus sentimientos y su disposición individual nunca fue probablemente aceptado de manera tan incondicional” (Hauser 1980-II, pág. 341). Pero ocurría que la prédica smithiana del utilitarismo económico y racional de la burguesía triunfante como medio para alcanzar el bienestar (a corto plazo para los dueños del capital —los burgueses—, y a larguísimo plazo para el resto) se revelaba entonces en toda su crudeza: proponía a quienes hoy no tenían ningún poder para cambiar sus vidas una pasividad absoluta (Hauser 1969-III, pág. 133), un dejar hacer (a otros) y un dejar pasar (el tiempo) que, en medio de la miseria social y del levantamiento popular, resultaba insoportable tanto para los obreros (que padecían la miseria) como para los restos de una clase alta a la que se había arrebatado el poder político, el prestigio social y que ahora también veía amenazados los restos de su capital material. Esto implicó una cierta confluencia de intereses (aunque un tanto efímera) entre el pueblo y la nobleza: basada más en el odio a los ganadores que en un proyecto común, redundó en una nueva introspección y una búsqueda de lo compartido entre los dos grupos. Así vuelve a aparecer la naturaleza humana inmanente del idealismo y el refugio en un pasado mejor. El romanticismo “tiene el sentimiento de déjà vu en relación con el pasado. Recuerda el tiempo antiguo y pasado como una preexistencia” (Hauser 1980-II, pág. 343 —el destacado es nuestro—); la comunidad de vivencias, de espíritu, liga entonces a estos sorprendidos compañeros de desgracia en un nueva huida hacia el idealismo. No había en los ambientes literarios británicos apego al positivismo —que tenían los franceses y que permeaba también el discurso de la burguesía triunfante inglesa—; aun los textos en los que la revolución científica era encomiada, la sensibilidad de los personajes y las particularidades de su carácter eran recogidas.

Rechazo inglés al positivismo realista; evidencia de los sentimientos y de las percepciones. A estos elementos habrían de agregarse las fórmulas que en el pensamiento político creaba la agitación callejera: el marxismo, el anarquismo y en general, las ideas que surgían de los movimientos obreros llegaban a la literatura. Y entonces se redescubre que “...si a la idea extraída de la realidad dada agregamos mediante la lógica de la hipótesis lo deseado, lo posible, y de tal modo complementamos la imagen, obtenemos ese romanticismo que está en la base del mito y es altamente benéfico, en cuanto tiende a provocar una actitud revolucionaria frente a la realidad, una actitud que cambia el mundo de una manera práctica” (Maksim Gorki, cita de cita en Williams 2001, pág. 232). La hipótesis de lo deseado, puesta en papel impreso, es la utopía; ella, siempre impregnada de las sensaciones y los sentimientos, se trocó después de la primera guerra mundial en distopía: los sentimientos se habían vestido de pesimismo.

Esta caracterización explica la elección de la literatura popular inglesa de la primera mitad del siglo XX: los sentimientos estaban ahí, expuestos sobre un esquema en el que explícitamente se intentaba mostrar un futuro temido, el del triunfo de los proyectos de control totalitarios.

 

4. Control social y literatura

Para los primeros años del siglo XX la creación literaria se había convertido en una actividad empresarial. La demanda de letra escrita alcanzaba no solamente a los periódicos y los folletines, sino que el propio libro se había vuelto un elemento demostrativo de status social, y confería así al lector un prestigio que rebasaba y a la vez era distinto del de los títulos nobiliarios y del que daba la posesión de bienes materiales (Rodríguez Fernández 2003, pág. 12 y sgtes.). La escolarización de grandes capas de la población de clase media y media baja (franjas en sí mismas novedosas en el esquema social) en la mayor parte de las sociedades occidentales llevó la letra impresa de las novelas populares hasta nuevos destinatarios: el proletariado industrial y los nuevos proletarios mercantiles.

La novela se distingue de otros géneros literarios por su capacidad “organizadora”: la clave de su éxito reside no tanto en la similitud de contenidos entre la vida del personaje y la del lector como en que la “estructura” de ambas vidas es percibida por este último como análoga (Goldmann 1980, pág. 91).17 Así se hace posible la identificación empática entre lector y personaje, y merced a ella, la obra literaria alcanza, en un movimiento reorganizante, la estructura de significados que preside la vida del lector, y con ello, su vida misma. Lo que aparece como verosímil en el relato literario comienza a cuestionar los límites de lo posible en la vida de quien lee; la explicación ordenada de cómo se llega a una situación social, de cómo se produce un acontecimiento o cómo se utiliza una herramienta abre los cercos de la imaginación a nuevos usos de ella en el entorno vívido de cada individuo.

Siguiendo estas pautas es que hemos sostenido que el éxito de ciertos autores distópicos estuvo íntimamente relacionado con la verosimilitud que supieron darle a los ensayos de futuro que sus distopías presentaban. Si Orwell pervive en la memoria sobre el control social, si su Gran Hermano funciona aún hoy como metáfora organizativa de una serie de conceptos sobre el orden y sobre los medios para lograrlo, es porque consiguió conectar con lo que a los lectores de cada época les ha parecido susceptible de ser realizado. Lo que sorprende, sin embargo, es que la época de cada uno de esos lectores es, desde el punto de vista de las posibilidades materiales y simbólicas de control, muy distinta. Y sin embargo, el Gran Hermano sigue presente como símbolo.18 Si se concede esto, entonces habrá que buscar la explicación de esta pervivencia en algo distinto del valor profético de su obra, o dicho de otra manera, en algo diferente de la comprobación de si hoy el mundo está dividido o no en tres superpotencias o si existe un dictador al frente de una de ellas.

Los mecanismos de control social descritos por Huxley y Orwell como parte de un futuro que —al menos en la cronología— es hoy nuestro presente, expresan parte de los temores de las sociedades occidentales entre la década del 30 y la del 60 del siglo pasado. Son los años en los que el funcionalismo, el interaccionismo simbólico y las teorías construccionistas florecieron y se consolidaron, y a la vez, perfilaron sus diferencias. Estas teorías, cada cual con el valor explicativo que quiera asignárseles de la estabilidad y el cambio social, contribuyeron a formar un cuerpo teórico que influye en los intentos de ingeniería social. Su influencia está presente de varias maneras, pero sin duda la atribución de eficacia a ciertos mecanismos y la validación ética (a veces de la mano de la inevitabilidad, otras de la aprobación directa) de su utilización, se cuenta entre ellas. Así, la convergencia de los procesos de elaboración de ambos cuerpos teóricos (los literarios y los científicos) merece ser estudiada, sobre todo cuando los primeros podrían constituirse en una crítica extrasistemática de los segundos.

Paralelamente, el contexto desde el que una novela es leída cambia el producto de esa lectura. Los criterios para definir qué es verosímil y qué no lo es, así como qué tiene valor explicativo del hoy en una novela escrita en el pasado, sufren mutaciones que vienen dadas por lo social y lo político que rodean esa lectura. Pero además luego de producida ella, es posible que la comprensión de ese contexto haya variado para el lector, merced a la introducción de nuevos elementos en su imaginario de lo posible y gracias también a un nuevo reordenamiento de elementos antiguos. Volvemos a evocar la imagen de la espiral: cada acción modifica la siguiente, a la vez que esta última cambia la evaluación que hacemos de los resultados del movimiento anterior.

En esta medida, las lecturas que en la década de los 80’ se hicieron de las dos ficciones inglesas sobre el control pueden ser tratadas como expresión de un estado de sentimientos sobre los problemas que las novelas plantean; y ese análisis puede ser repetido para las lecturas actuales.

La mutación interpretativa que surge de cada visita a un texto es un índice de la forma en que el pensamiento social sobre el control ha evolucionado. Por lo demás, en cada época en que elementos de las novelas son invocados en los medios de comunicación masiva como metáfora explicativa de aspectos de la vida social, esas invocaciones pueden ser tratadas como ejemplo de los usos dialécticos de una comunidad en ese momento, como muestra de la evolución de las sensaciones sobre lo posible y lo deseable, también a nivel de la vida cotidiana. La ficción y sus repercusiones se convierten entonces en material interpretativo de la realidad discursiva de una sociedad, de las formas en que se la controla.

 

5. Epílogo: la elaboración de conclusiones

Cuando se elige un camino interpretativo, una mirada socioconstruccionista sobre los aspectos que cubre la investigación sociojurídica, el investigador debe asumir que aquello que incluye en sus conclusiones no es un producto inamovible, definitivo, sino la muestra de una senda de análisis cuya fiabilidad depende de su coherencia y de su capacidad explicativa de los fenómenos que ha tratado, y que en esa medida, ella misma se somete a la crítica tanto ontológica como metodológica, y que esa crítica es parte del juego.

El intento de un investigador desde el socioconstruccionismo es el de aportar un análisis crítico y cuestionador no sólo de la realidad externa a la actividad investigadora (en mi caso, a los mecanismos de control social), sino también a las propias formas en que esta actividad se produce. En palabras de Gergen “...debido a que las ciencias humanas son proveedoras de lenguajes que alteran y sostienen los patrones culturales, ellas también necesitan una evaluación crítica. Además de la crítica social, una perspectiva socioconstruccionista favorece fuertes inversiones en la crítica interna” (Gergen 1997, pág. 173). La consecuencia de esta postura es que debemos estar dispuestos a que nuestro intento genere la crítica, porque justamente a ello se dirige: es crítica, pero también pretende despertarla.

Otra vez Gergen: “En el modo transformativo, el punto de la investigación no es documentar patrones existentes de vida social, sino dar vida a las posibilidades de nuevos modos de acción” (Gergen 1997, pág. 177). Al saber cómo se formaron las metáforas de control que parten de una obra literaria y cómo se usan en la actualidad puede agregarse la propuesta de otros usos metafóricos a partir de nuevas interpretaciones. Con ello habremos señalado también otros modos de acción materiales y discursivos, modos de acción que, si son aceptados, pueden contribuir a una visión distinta del mundo, a una reorganización de las precauciones respecto de los intentos opresivos del control.

 

Bibliografía

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Notas

  1. No había elegido mal el ámbito académico: la especialización en Sociología Jurídico Penal de tal doctorado, que dirigen los doctores Bergalli y Rivera Beiras, había aportado ideas, material y, más en general, “ambiente” para que la intuición inicial fortificara en un proyecto de investigación.
  2. El programa de Doctorado en Sociología Jurídico Penal cuenta dentro de su grupo docente con un licenciado en ciencias de la comunicación, un psicólogo, dos antropólogos, un historiador, un geógrafo, un filósofo y tres juristas. Puntos de vista y experiencias distintas sobre un mismo objeto: los mecanismos de coerción/cohesión que utilizan el vocabulario y/o las herramientas penales.
  3. Los trabajos fueron conducidos por un historiador (Miquel Izard) y un geógrafo (Pedro Fraile) comprometidos con la investigación de los sistemas de coerción, y pasaron con holgura la prueba de fuego: la evaluación por un tribunal de juristas en el mes de octubre de 2003. De ambos trabajos fue posible extraer, hasta la fecha, las bases de tres artículos publicados; uno de ellos ha sido el elemento fundamental para mi inclusión en el equipo investigador de la Universidad de Lleida. Paralelamente mi tesis doctoral, que recoge variables similares, ha sido aceptada por el Departamento de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona, quedando inscrita en ese marco académico.
  4. Es indudable que la jurisprudencia también está presente en otro tipo de investigaciones jurídicas: aquellas que persiguen desentrañar el sentido que los tribunales asignan a un término o a un conjunto de elementos procesales o dogmáticos (así, por ejemplo, un trabajo que persiga determinar qué es “doble instancia” para los tribunales españoles, o la determinación de en qué consiste el dolo o la retrocesión). No me refiero aquí a este tipo de investigaciones, de corte netamente jurídico pero que no abrevan en el campo de la sociología, sino a aquellas que pretenden dar cuenta de una lectura metajurídica partiendo de las herramientas de las ciencias sociales.
  5. Subyace a esta posición que, para la comprensión humana, el objeto es en tanto puede ser advertido: aquello a lo que no podemos dar contorno nos resulta opaco: no existe en nuestra dimensión, se pierde en el telón de fondo de lo no diferenciable. El socioconstruccionismo no niega la existencia de los objetos más allá del mundo de la cultura, sino que intenta mostrar que ese ser no se corresponde con un modo del ser determinado. Lo que se sostiene es que no hay inmanencia, aunque sí haya existencia, fuera de la actividad de conocer (Ibáñez 2001, pág. 21).
  6. Así, Berger y Luckmann (1999, pág. 113): “...El principio ...es que la relación entre el conocimiento y su base social es dialéctica, vale decir, que el conocimiento es un producto social y un factor de cambio social”.
  7. En el acto de conocer el objeto, o más precisamente su definición, se co-constituye con elementos que provienen de la experiencia cultural del sujeto: cuando designamos a alguien como “ese desarrapado que golpeó el cristal”, utilizamos no sólo conceptos valorativos (desarrapado), sino también descriptivo-valorativos que vienen de nuestra experiencia cultural (cristal), pero a la vez estamos escondiendo otras características del designado, que no aparecen en la designación, por ejemplo, “padre de familia”, o “desempleado”, o “alto”, o “jubilado”. Esto ocurre siempre que se conceptualiza, porque la conceptualización no escapa, en el fondo, de la categorización que privilegia elementos y oculta otros (Lakoff y Johnson, pág. 205) conforme criterios de relevancia culturales y contextuales (donde el contexto aporta las notas de temporalidad y localidad).
  8. Refiriéndose a la invención de la “indagación” o “encuesta”, Foucault (1973, pág. 72) sostiene que, desde el punto de vista de su evolución histórica, la búsqueda de la verdad “per inquisitionem” es el producto de un sistema que nació en Grecia, pervivió en manos de la iglesia y renació en la sociedad civil sobre fines de la edad media. Este sistema, sin embargo, no comenzó siendo un puro objeto de poder centralizado, como solemos creer: en su inicio se trataba de una encuesta que el delegado del poder (eclesiástico) realizaba entre los notables de un burgo para saber qué había sucedido durante el período inmediatamente anterior, qué había que resolver y cómo se resolvía. En otras palabras: en este estadio, la indagación aún es una forma donde decide el pueblo (sus notables), y no el Soberano, tanto sobre el qué cuanto sobre el cómo.
  9. Lo dicho rige tanto para productos expresamente “culturales” (noticias periodísticas, filmes, obras de arte, etc.) como para aquellos que tienen la pretensión de reflejar la realidad. Si se trata, por ejemplo, de una estadística carcelaria, cabrá al investigador preguntarse por qué se han tabulado las variables que tiene frente a sí y no otras disponibles, saber si en la época de su elaboración el gobierno al que pertenecía la oficina estadística estaba sometido a controles democráticos o no, si la ausencia de un determinado dato puede ser explicada por el contexto social, político o económico del país del que se trate, etc. El cuestionamiento de la “fuente” es más que una práctica saludable a efectos de prevenir distorsiones: es la asunción de que siempre hay algún nivel de subjetividad en la creación de una información.
  10. En la oportunidad citada arriba hemos caracterizado a los productos culturales como aquellos que sirven de signo de un determinado estadio histórico-cultural de una sociedad, con la pretensión más o menos explícita de mostrar una realidad concebida como tal por el autor del producto sígnico. Cuando decimos que se trata de signos es porque en estos elementos no existe una correspondencia entre el vehículo que los sustenta (en el caso, el papel, la tinta y los caracteres en los que está impreso el libro) y aquello a lo que remiten (la narración de una historia); se trata de objetos en los que lo relevante está definitivamente alejado de su materialidad.
  11. Alguien podría albergar sospechas sobre la inconciencia de quienes las publican o de quienes las diseñan. No es ahora nuestra esta tarea.
  12. De hecho, es esa capacidad de hacer coherente lo que en principio aparece como una suma de elementos dispersos lo que confiere valor social a la literatura de ficción, y en particular a la novela (Goldmann 1980).
  13. Probablemente haya técnicos y escritores que se encuentren fuera de los extremos; sin embargo, la idea que socialmente solemos tener del técnico y del escritor de ficción si se compadecen con esos mismos extremos: asepsia en el primero, genio creativo desde la nada en el segundo.
  14. Como se explica en el próximo punto, el realismo (Francia-Alemania-Rusia, siglo XIX; España ppios. XX) intentaba describir la realidad con absoluto despojo de los sentimientos del autor; de lo que no lograba despojarse era de su subjetividad: no es la misma la realidad de Stendhal que la de Sue.
  15. En 1970 se editó por primera vez, en francés, “Los dominios del hombre...”, del que tomamos menciones al texto de Orwell. Desconocemos cuándo lo habría leído Castoriadis; otro tanto sucede respecto de Melossi. Sin embargo, la utilización en el momento de la redacción del libro es lo que cuenta: el valor interpretativo que ambos otorgaron a 1984 cuando decidieron citarlo es lo decisivo para nuestro argumento.
  16. “El naturalismo hace derivar casi todos sus criterios de probabilidad del empirismo de las ciencias naturales. Fundamenta su criterio de la verdad psicológica en el principio de causalidad; el desarrollo correcto de la acción, en la eliminación de la casualidad y el milagro; su descripción del ambiente, en el pensamiento de que todo fenómeno natural tiene lugar dentro de una serie infinita de condiciones y motivos; su utilización de pormenores característicos en el método de observación propio de las ciencias naturales, que no descuidan ninguna circunstancia por nimia que sea, y su evitación de la forma más pura y definida, en la inconclusión inevitable de la investigación científica”.
  17. Frente al carácter multívoco del mundo real, que se presenta al individuo como un mapa de difícil interpretación, la obra literaria es un mundo ordenado, unívoco, donde cada pieza encastra perfectamente en la otra, donde cada personaje tiene un rol y cada acontecimiento una consecuencia; al ofrecerse al lector como espacio conocido, hace cognoscible (interpretable) el espacio incoherente, el afuera, el entorno cotidiano del lector.
  18. La diferencia entre símbolo y signo ha sido explorada por muchos autores, entre los que puede citarse a Arendt, Heller, Parsons, Durkheim, etc. Ellos coinciden en que mientras un signo representa convencionalmente un concepto (sin referencia a la materialidad de la cosa representada), el símbolo agrega a esa representación un valor que se atribuye al objeto representado.