Letras
Tres relatos

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El hombre de Anaximandro

El sol fue secando las abundantes aguas en que ellos vivían. Al cabo de un tiempo inmenso en los extensos charcos y en la agrietada tierra los monstruos que entonces no eran horribles pues no había quien así los considerase, balbucían ruidos, arrodillados o medio erguidos. Conocieron entonces la sed y se lamieron el cuerpo acuoso para saciarla. Pronto sus caparazones comenzaron a endurecerse y sus miembros se entumecieron. No se preguntaron nada, ni se asombraron, ni pensaron en nada, no podían hacer ninguna de esas cosas.

Sus partes más superficiales fueron cayendo de a poco sobre el suelo ya muy seco y algo parecido ligeramente a la conciencia les hizo percibir con alguna mínima sorpresa aquellas pérdidas. Entonces unos a otros empezaron a mirarse, a notar con un vaguísimo entendimiento que los otros se rompían extrañamente.

No existía quien pudiera medir el tiempo en que aquello terminó de suceder. Lo cierto es que al final, del interior de esos cuerpos, quizá escamados, quizá verdosos y enormes fueron saliendo, como carozos de una fruta, hombres y mujeres. ¿Hacia dónde habrán dirigido sus primeros pasos?

Alguno de esos hombres miró a una mujer, sintió arder sus entrañas, una precaria felicidad y una incomprensible angustia. Ella sintió, tal vez, algo similar. Fueron los primeros amantes.

 

Escolares

Alguien los vio decirse algo por lo bajo. Una ofensa, una respuesta, ya no había forma de volver atrás. Corrió el rumor entre los alumnos de sexto año y se esperaba el final de la jornada con ansiedad y cierto nerviosismo. Trejo tuvo deseos de disuadir a su compañero Araya pero sintió vergüenza, no habría sido bien considerado por el resto del curso si intentaba hacerlo.

Cuando llegó el final de la hora, impulsados por un acuerdo que iba más allá de su voluntad, todos los de sexto se dirigieron lentamente hacia aquella calle sin salida que quedaba a cinco cuadras del colegio. Sentados en una pequeña fuente, todos eludían la mención del hecho que allí los convocaba. Tras media hora de espera, los más evasivos empezaron a buscar excusas para rehuir aquel encuentro. Y en eso estaban cuando vieron doblar la esquina al preceptor Ángel Di Marco, caminando con lentitud y con seguridad. Nadie dijo nada desde entonces. Francisco Araya se alisó el pelo, abrió la carpeta, acomodó unas hojas, y apretó sin sentido los botones de su celular.

El preceptor Di Marco dejó sus cosas en un costado, se quitó los anteojos, se pasó las manos por los pantalones y se quedó mirando dignamente al frente, hacia donde estaba Araya. Nadie ha estado más solo que él en ese instante. Algo pareció inquietarlo cuando miró detrás del grupo que rodeaba a Araya, entonces uno de los muchachos de aquel grupo se dirigió a unos niños de primer año —que éramos nosotros— mal disimulados tras unos árboles insuficientes.

—Esto no es para pendejos, rajen de acá...

Los niños no se fueron y desafiaron al alumno más grande que aprovechando su estatura se acercó para atemorizarlos y hacerlos huir, se fueron riéndose y a la carrera.

—Y más les vale que no buchoneen.

Superado este percance, Araya se paró y colocándose frente a Di Marco empezó a medirlo. Ninguno dijo nada, sólo se zamarrearon al principio y también al final ya cansados, pero se golpearon con convicción en el medio. Sangre en las caras, furia en los golpes. Tras unos minutos de mucha concentración en la pelea, Manuel Toledo determinó el fin de la disputa y los separó con gran fuerza.

Mientras las chicas que habían ido componían un poco la ropa y el pelo de Araya, Melania González se separó del grupo y fue hacia donde el preceptor en soledad levantaba lentamente sus objetos. Acarició en silencio la cara magullada de Di Marco. Se miraron sin hablar unos instantes. Soledad Benega que estaba asistiendo a Araya sabía todo. Miró de lejos y como si nada siguió en su tarea. Melania quiso tomar las cosas de Di Marco, pero él la detuvo.

—Tenés que ir con ellos... yo me voy solo, ya nos veremos...

Melania González tomó fuertemente la mano de Di Marco y luego se alejó con sus compañeros, ése era su destino inmediato, ya habría tiempo, quizá, para saber qué era lo que verdaderamente quería.

 

Los olvidos

He vuelto al pueblo después de muchos años. En la puerta de la vieja casa no me asombra escuchar el lúgubre silbido del tren a las tres de la mañana. Mi relación con el tren aquí siempre ha sido más bien indirecta. Nadie en mi familia ha sido ferroviario, lo que me liga al tren es su sonido, su temor, las vías que he recorrido, el puente, los durmientes.

Durante el día había buscado las orillas del río Cruz del Eje, con la certeza de que los recuerdos me entristecerían. Regresé caminando por la vía; cuando de niño vagaba aquí junto a los amigos de la infancia, solía mirar hacia atrás, por si el tren venía, sin embargo hacía tiempo ya entonces que el tren no pasaba más que una o dos veces con alguna carga, no había trenes de pasajeros.

Cualquier poeta de este lugar recurre a las metáforas del tren, pero no por facilismo sino porque es algo inexorable. El tren, que iba haciendo nacer pueblos a su paso, al irse fue adormeciendo también algunos, como éste.

Vagando por la vía llegué a la estación vacía, muda, me inquietó un silencio persistente y un frío repentino. Algo pareció cambiar en el ambiente como si la manera de percibir el sonido cambiara en mis oídos y percibí que no estaba solo. Sentado en un banco que alguna vez la gente había usado para esperar, un hombre miraba lejos. Me iba a retirar pero me habló y a pesar de estar a varios metros escuché perfectamente, no necesitó levantar la voz ni dirigió su mirada hacia mí al hablarme.

—Estoy muy solo —me dijo.

Pensé que sería un ebrio a quien le acuciaba que alguien lo escuchara. Aunque deseaba irme algo me parecía familiar en aquel hombre extraño.

—¿Vos cómo estás? —me preguntó como si me conociera.

—Bien...

Mi alma comenzó a deshacerse, no sentí miedo ni inquietud, sólo piedad y una leve emoción.

—Sos mi hermano —dije, y sin creer lo que veía me acerqué a él.

Me senté a su lado, y quedamos los dos en silencio durante largo rato.

—¿Por qué estás solo? —pregunté.

—Porque estoy muerto hace más de diez años —me respondió.

—Lo sé. ¿Por qué aparecés ante mí y no ante otras personas?

—Porque otras personas no me han olvidado...

—Tampoco yo.

—Vos intentás olvidarme y por cada persona que me olvida estoy un poco más solo.

Permanecimos en silencio y el tiempo estaba detenido. La soledad de aquel lugar se hacía casi material. Toqué el cabello de mi hermano muerto y acaricié su cabeza, me miró por primera vez, yo sentía una triste alegría.

—No sé si podría olvidarme de vos aunque lo intentara —le dije—. Vivís en mis sueños.

—Ya lo sé. Soy yo quien te visita en sueños para que no me olvides.

—Sí, pero vivís en mi miedo a la muerte. Aunque tratara de evitarlo, yo soy también tu muerte, soy estas calles vacías, estas vías mudas, estoy hecho de esta ciudad y de los muertos queridos que hay en ella y de los vivos y las cosas que alguna vez me han pasado aquí.

Sonrió levemente.

—Te creo...

Le pregunté por mi padre, por Marta, y por vecinos y amigos que ya no estaban. Le pregunté también si en algún lugar ya estábamos nosotros también muertos.

—Tal vez eso sea un sueño tuyo. No vale la pena que indagues —me dijo.

Llegó un tren, lleno de pasajeros. Se detuvo y sin que yo notara el movimiento estábamos ya frente al vagón, mi hermano se despedía de mí.

—Estaré un poco menos solo ahora —dijo—. Y creo que vos también.

—Tal vez...

No quise mirar a las caras de los pasajeros que miraban por las ventanillas. Tuve miedo de encontrar allí a algunas personas. Tuve miedo de ver a seres que hacía mucho tiempo que no veía y que daba por vivos. Tuve respeto quizá, no quise mirar. Mi hermano tocó mi mejilla: “Quiero que estés bien, los rencores de la vida se olvidan”, me dijo. “Sos mi hermano”. Iba a llorar pero no me pareció adecuado. El tren partió; mi hermano antes de desaparecer levantó su mano saludándome. Vi al tren perderse en la curva. Un policía que pasaba por ahí me preguntó si estaba bien, le dije que sí. Me pareció que se trataba de un compañero de secundaria, no me reconoció. No le dije quién era yo, me habría notado envejecido como él. También habrá fingido. Se esfumaron el silencio y la quietud. Los murmullos del pueblo regresaron y caminé hacia la casa. En el camino, una mujer que iba con quien imaginé que sería su esposo, me saludó desde un automóvil, no la reconocí al principio, pero me miró con insistencia y recordé un fugaz amor adolescente. Me siguió con la mirada mientras sonreía y el auto se alejaba. Seguí caminando. Alguien me recordaba después de tanto tiempo y me sentí menos solo.