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Hijo de los sueños

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Jesús Benítez era un hombre normal. Martillero, trabajaba en una oficinita de Rentas durante la semana, desde que cumpliera 22 años. Cada tanto surgía la ejecución de un juicio, un remate. Para él era, también, una operación casi oficinesca. Los juzgados coordinaban sus convocatorias para juntar varios lotes de objetos secuestrados. De ese modo aumentaban los montos que ingresaban a las arcas estatales, en concepto del magro porcentaje que correspondía deducir por uso de local, costas judiciales, papelerío. Etcétera.

Se remataban, pues, heladeras, sillas, camas, motocicletas, sillones, cajas de herramientas, en fin, todo lo que tuviese algún valor de mercado y estuviera en condiciones de interesarle a alguien.

A veces, se remataban casas. Grandes, pequeñas, viviendas populares que sus adjudicatarios no habían podido pagar y volvían al banco, o al Estado, que los vendía a un precio muy inferior al de la hipoteca para cubrir los saldos. O grandes propiedades, que sus dueños habían heredado y no podían mantener, o bien otros habían perdido jugando a la ruleta... millones de casos, que Jesús no se detenía a imaginar. Para él eran simples papeles, que pasaban de una mano a otra, su función era estimular a los concurrentes para levantar los precios hasta donde fuera posible. Después, cobraba su comisión, y listo. Su vida seguía con la mayor normalidad posible. Se había acostumbrado a eso. Lunes a viernes oficina, alguna tarde en medio de las semanas remates, fin de semana cine, cena con su esposa en un lugar distinto cada vez, domingo dormir hasta tarde, regar las plantitas de los balcones, un poco de televisión, radio en la cama al acostarse temprano, pues el lunes debía viajar cerca de una hora para llegar a la oficina, otra vez. Desde las siete de la mañana.

En el verano, quince días de vacaciones junto al mar. En el invierno, quince días a México. Iban conociendo el país azteca pueblo a pueblo, comenzando por el Norte. Dos meses antes planeaban el próximo lugar de visitas y lo marcaban en el mapa.

Con su esposa, Imelda, habían construido un mundo previsible, relativamente modesto, pero lo suficientemente confortable como para sentirse satisfechos. Vivían en un departamento, en un quinto piso, adquirido en cuotas y del que les faltaba pagar aún 15. Pero jamás hubo ni habría sobresaltos por ello: pequeñas, representaban apenas un 5% de lo que Jesús obtenía, entre su salario regular y comisiones. Imelda, por su parte, hacía dulces que envasaba primorosamente en frascos de diferentes tamaños. Con ello, obtenía también un ingreso relativo, pues se había hecho una clientela extendida al barrio y hasta a lugares distantes de la ciudad, con el paso de los años. Incluso algunos negocios de comestibles le encargaban partidas de 10 o 20 frascos, cada tanto. Pero ella no aceptaba demasiados, pues lo hacía principalmente porque le gustaba y no quería quedar pendiente de ello.

Todo bien. Pero no habían podido tener hijos. Al principio, por previsión. Quisieron adquirir el departamento, antes de “encargar” el bebé. Y amoblarlo. Para ello debieron esperar unos años. Con la misma prolijidad con que Jesús redactaba los informes para sus remates e Imelda confeccionaba a mano las etiquetitas para los frascos de dulce, respetaron los días de prescripción. Y lo lograron. Llegaron a tener el departamento, bien amueblado, con todo lo que se necesitaba para vivir bien: heladera, freezer, lavarropas, cocina, televisor, un pequeño automóvil para transportarse con comodidad, accesorios... Ahora estaban listos para recibir al hijo.

La sorpresa desagradable fue que no podían. Durante dos años estuvieron intentándolo, sin obtener resultado. No había embarazo, a pesar de que, con la mencionada prolijidad de antes en sentido inverso, se ocupaban meticulosamente de calcular cuáles serían los días precisos de máxima ovulación. Nada.

Desalentados luego de esos veinticuatro meses, no quisieron consultar a un médico por temor a descubrir que uno de ellos era impotente. Se querían, se respetaban, hubiese sido humillante para quien le tocara. Prefirieron dejarlo así: resignarse a vivir sin hijos, pero ignorando cuál de los dos era “el culpable”.

Ambos eran personas sensatas, regulares en hábitos y expectativas. Su vida no cambió demasiado por esta restricción. Incluso se volvió, compensatoriamente, posiblemente más cómoda y ordenada. No necesitaban de nadie para estar bien. Ella llegó a saber cada uno de sus pequeños gustos; él no se olvidaba jamás de sus cumpleaños o el aniversario de casamiento. No tenían amigos. Por una especie de singular designio, sus vidas parecían haber sido dibujadas para una autosuficiente soledad de a dos. Ambos provenían del interior —aunque de provincias diferentes—, eran hijos únicos, sus padres ya no existían. La lejana comarca donde hicieran sus estudios primarios y secundarios, había dejado en ellos sólo maquinales referencias a un tiempo desganado.

Después de los 58 Jesús comenzó a tener sueños. Mejor dicho, siempre los había tenido, sólo que estos eran muy distintos a los vagos remedos, vuelos o sobresaltos que enseguida olvidaba —o a veces ni esforzándose lograba recordar bien—, del pasado. Los sueños de ahora consistían en vivencias singularmente nítidas, mucho más emotivas e intensas que la propia existencia de vigilia, dotadas además de un ritmo tan vital, que le costaba creer en la existencia exterior como verdadera, cuando despertaba.

En ellos siempre aparecía un hijo. Se llamaba Rodrigo, como había pensado ponerle él si era varón. Y le decía papá. Los domingos los visitaban, con Imelda, en su pequeña y florida casa de las afueras, para intercambiar ideas o simplemente contarse los asuntos de la semana. Rodrigo estaba casado con Lourdes, una muchacha guapita y feliz. La mujer ideal para él, que era un joven emprendedor. Pues Rodrigo tenía todo lo que él en su vida se había encargado muy bien de reprimir: era audaz, no había querido estudiar porque “nada le gustaba”, y a una edad muy joven, había decidido ser comerciante, largándose por su cuenta con un pequeño negocio de fruta envasada y artesanías en la costa. Le había ido bien. Por eso había podido comprarse, pronto, aquel bonito chalet. Y tener un hijo, a los 22 años.

Si había algo que le cambiaba la vida a Jesús era la sonrisa de ese niño. Verle extender sus brazos hacia él, y venir corriendo, con sus piernecitas vacilantes, por el medio de la placita florida, cuando bajaban del auto, solía llevarlo al colmo de una ternura extática, jamás sentida antes, los domingos —y luego al recordarlo.

Sólo que era un sueño. Cierta mañana, en que se había quedado en el lecho unos minutos más e Imelda se acercara suavemente para despabilarlo, se encontró con la sorpresa de su cara.

—Estás sonriendo... —dijo ella—. ¿Fue un sueño lindo?

—¡Qué sueño!... ¡Hermoso! —contestó él—. Estábamos en la casa de nuestro hijo...

—¿Nuestro hijo? —se sorprendió aun más ella.

—Bueno —aceptó él, un tanto a desgano—... sólo un sueño; un sueño lindo, pero un sueño...

Y durante el desayuno prefirió olvidarlo.

Pero comenzó a existir en vidas paralelas. La común, que había llevado hasta ahora, y la de los sueños. No todas las noches soñaba, pero cuando sucedía... eran tan intensos, que sus recuerdos le alegraban por largo tiempo e iban convirtiéndose —cosa curiosa—, también, en una memoria paralela.

Ahora conocía detalles de cómo había conocido Rodrigo a Lourdes —durante unas vacaciones en Córdoba—, que habían decidido irse a vivir juntos luego de que ella estuviese embarazada, que él había estado en la droga, por un tiempo, pero en gran parte gracias a ella y por amor a su hijo, la había derrotado... Ahora sólo vivía para su trabajo y su familia. ¿El nieto? Se llamaba Jesús Sidharta... Igual que él, pero el segundo nombre porque al conocerse, ambos se habían hecho budistas... ¡Qué chicos estos!, pensaba, sonriendo, mientras desayunaba...

—Otra vez has soñado —oyó entonces a Imelda, que le preguntaba.

—Sí —contestó él—. No te preocupes, vamos —agregó, al ver una sombra en su cara—... Es algo inofensivo... sólo sueños... pero si sirven para estar mejor, ¿qué problema con ellos?

—Es cierto —contestó ella, al parecer convencida.

Pero una noche soñó que Rodrigo había estado todo el tiempo preocupado, cuando le visitaran, ese domingo, y no le había querido decir la causa. Sólo por la tarde, ya cuando se aprestaban a subir al auto, para regresar, llevándolo un momentito aparte, le cuchicheó: “Me van a rematar la casa”. Él no supo que contestarle, y cuando iba atinar a decir algo, comprendió que estaba despierto.

Anduvo malhumorado todos los días que restaban de esa semana. El viernes, 27 de agosto, le alcanzaron una notificación a su oficina: martes, 31 de agosto, 10 hs., Sala de Remates Judiciales. Propiedad ubicada en Barrio... Manzana... Helmann & Domínguez, abogados, contra Rodrigo Benítez, por cobro de pesos...

¡Rodrigo Benítez! ¡Su hijo!... Se paró tan violentamente que todos sus compañeros le miraron: ¡el impasible Jesús!... ¡Nunca, en 35 años de compartir la oficina, le habían conocido esos movimientos!

Decidió averiguar de inmediato mayores precisiones, consultando el expediente. Inusitadamente, también —solía cumplir rigurosamente sus horarios— pidió permiso al Jefe para salir antes.

Cuando llegó a Tribunales, sin embargo, no pudieron proveérselo. La oficina que lo guardaba se había cerrado, ya.

Durante ese fin de semana dejó de soñar en absoluto, pues casi no pudo dormir. Su angustia se multiplicaba porque había decidido no contarle nada de nada a Imelda. Lo tomaría por loco. Decidido a cargar solo con su cruz, pues, esperó estoicamente que llegara el lunes para correr a los Tribunales, con el propósito de constatar si verdaderamente se trataba de su hijo o era otra persona.

Esto último era casi seguro: no tenía hijos. Esa era la realidad. Lo demás, sueño. Más intenso o no, pero sueño al fin. A pesar de ello, le costó tanto fingir displicencia y serenidad durante la tediosa película y la cena del sábado, ¡a lo largo del interminable domingo!, como si llevase un cilicio con puntas de acero apretado a su cintura, mordiéndole furiosamente a cada instante.

El lunes llegó, por fin, y no fue a trabajar. Imelda se dio cuenta de que algo gigantesco, extraordinariamente anormal, pasaba, cuando él le dijo:

—Telefonea a la oficina, diles que no voy a trabajar, pues estoy algo resfriado.

¡En 35 años no había faltado jamás a la oficina! Aun con resfríos, o algo más fuerte, iba igual. No le explicó nada, sin embargo, y salió apresurado luego de tomar rápidamente el desayuno.

Por suerte la chica que atendía la oficina estaba, no había mucha gente, así que pudo atenderlo rápido y con amabilidad le permitió ver el expediente del juicio, luego de que se identificara.

“Rodrigo Benítez Gondra y Lourdes Sanginés Alcántara”... leyó apenas poco después del encabezamiento... ¡eran ellos! ¡Gondra era el apellido de Imelda y Sanginés el de Lourdes, Alcántara debía de ser el de su madre!... ¡Oh no! ¿Cómo podía ser esto? ¿Y podía Dios ser tan cruel, haber determinado que fuese él, su propio padre, el verdugo, el encargado de rematar los bienes de su hijo?...

“Pero a ver, a ver...”, se dijo para sus adentros: “¡...mi hijo no existe! ¡no tengo hijo!...”. Esta constatación detuvo un poco el torbellino de sus pulsaciones, se quedó inmóvil, pensativo, con el carpetón en las piernas, unos instantes, algo tranquilizado, pero con un sudor frío que recién ahora percibió le caía sobre toda la espalda.

Al volver a mirar el expediente, sin embargo, el corazón volvió a golpear rápidamente, y la sangre le puso encendida la cara: “Calle Magdalena Ruiz 721, Barrio Miraflores...”. ¡Era la casa de ellos! ¡No podía haber tantas coincidencias! Por alguna razón, que él no entendía, el tenía un hijo, y tenía un nieto, que se llamaba Jesús (Sidharta), a ambos los quería más que a su vida... ¡y no podría rematarles la casa!... ¡Antes prefería morir, sí, se iba a suicidar, pero quitarle la casa a su hijo, no, eso hubiera sido lo último que haría en su vida!...

“A ver, a ver”, se volvió a decir, para tranquilizarse... “¿Cuánto habrá que pagar? ¡Tal vez no sea mucho! Tal vez yo puedo obtener el dinero, llegar a un arreglo... Aunque después de emitida la sentencia, es difícil...”, se rectificó. El único camino que le quedaba era adquirir la casa él, y devolvérsela... pero esto tampoco era fácil...

Generalmente los que adquirían las propiedades, cuando les convenía, eran los propios abogados. Con frecuencia los mismos abogados que decían “defender” al rematado. Las cosas se ponían difíciles para cualquier “extraño” que intentara participar de la puja, en esos casos, pues solía haber “pactos preexistentes” que determinaban una suerte de prioridad para los letrados. Aunque todo era posible, “tal vez hablando con ellos”, se dijo, podríamos arreglar.

Miró otra vez el expediente. Esta vez su cara no se encendió, sino por el contrario, debe de haberse puesto pálido. La base que se imponía era demasiado alta para sus posibilidades. No tenía ese dinero. Aun vendiendo algo no llegaría a la cantidad necesaria. Tampoco tenía amigos, como para pedirlo prestado. Sus ahorros apenas podrían cubrir un 20% del depósito exigido. Y el remate era mañana.

Demudado, frío, tembloroso, se levantó con las manos extendidas para devolver la carpeta. La jovencita que atendía el mostrador lo miró por encima de sus anteojitos, extrañada:

—¿Le pasa algo, señor? ¿Quiere que le alcance un vaso de agua?

—No, no, está bien —contestó Jesús—, estoy bien, muchas gracias.

Y se fue.

 

Jesús Benítez jamás volvió a su casa. No se supo desde entonces ningún dato sobre él. Su esposa, pasadas 48 horas, registró la denuncia ante el comando policial. Cinco años después lo dieron por desaparecido, y la Secretaría de Previsión Social le transfirió el salario que por ley le correspondía.

Después de esto, vivió sola.

Una noche, cuando apenas recordaba ya a su marido, lo soñó. Al despertar sintió la extraordinaria sensación de no estar despierta, sino de ser, lo que acababa de abandonar, la verdadera realidad. En ella, había visto a un hombre de barba —su marido—, más canoso y anciano, a un joven que se le parecía, y más allá, en la playa, una muchacha con pollera de hippie, transparente, que jugaba pelota con un niño. De repente el niño dejó de jugar y pareció descubrir al viejo, que le miraba sentado desde la banqueta junto a una palmera. Fue un solo movimiento cósmico, el verse y correr uno hacia el otro... ¡Abuelito!, gritó el niño y al encontrarse, se unieron en un abrazo. En el sueño, Imelda pudo ver el rostro del anciano. En toda su vida no había tenido ante sí, antes, una expresión más perfecta de la felicidad.