Letras
La ciudad del tac... tac... tac...

Comparte este contenido con tus amigos

Comenzó a escucharse el ruido una noche de primavera. ¡Bah!, es una manera de decir, en realidad era una noche helada. Se percibía que esa temporada había llegado por los cantos de algunos pájaros audaces y los brotes de las plantas, un hecho casi milagroso esto de los vegetales, de alguna manera mostraban la fortaleza de su reino. Hasta hace muy poco habían soportado grandes nevadas y ahora las heladas, pero ellos estaban ahí, triunfantes, mostrando sus retoños.

El viejo Ariel vive en las márgenes de la ciudad, su cabaña está situada en una zona más alta que el centro, justo donde comienza la formación boscosa. Debido al intenso frío, ese atardecer entró temprano a su casa, al calor de la cocina a leña tomaba mate y leía novelas de aventuras, al lado su perro Don Quijote, pero su gran pasión era la pintura, pasaba meses hasta terminar un cuadro, siempre eran paisajes que él observaba en sus paseos y los retenía en su memoria. La radio era otra compañera, escuchaba todo tipo de música. Cada tanto se paraba, estiraba su cuerpo, el perro lo imitaba, los dos, flacos y altos se acercaban a la ventana. Don Ariel observaba el cielo con el ardiente deseo de descubrir algún suceso extraordinario en el cosmos. Durante el día paseaba con su bastón y su perro por el centro y los alrededores de la ciudad. Hablaba poco con los vecinos, tenía una intuición fuera de lo común, no se le escapaba nada de lo que éstos hacían o pensaban, pero su boca estaba sellada. Todo quedaba en su cerebro y en algunos casos en su corazón. Esa noche, cerca del amanecer, sintió un ruido chispeante, corto y repetitivo; tac... tac... tac. Se levantó a espiar, los vidrios de la ventana estaban opacados por la helada, la abrió, una brisa fría chocó con el calor de la cabaña. No vio nada. Don Quijote tenía las orejas paradas y movía la cola. El tac... tac siguió escuchándose cada vez más alejado, como si bajara hacia el centro del pueblo.

Al otro día, en conversaciones familiares, en el club, en los cafés, comentaban el persistente ruido que los despertó. En su diaria caminata, el viejo Ariel charló con los vecinos, debió admitir qué él también lo había escuchado.

El ruido nunca más paró. Lo que al principio fue un raro acontecimiento comenzó a preocupar a los vecinos. Se especulaba que quizás se estuvieran produciendo temblores de tierra, cosa normal en esa geografía, que provocaran desprendimientos de rocas y éstas se deslizaran desde los cerros circundantes hacia el valle donde se encuentra la ciudad. ¡Pero entonces debería escucharse una lluvia de tac... tac! Y no era así, el ruido provenía de un solo objeto que recorría a su antojo la ciudad y todos sus recovecos.

Algunos grupos de pobladores se organizaron para recorrer la ciudad a la hora en que se producía el molesto sonido. Nada vieron pero comenzaron a percibir olores en los alrededores de donde provenía el ruido. La ciudad se convirtió en una Torre de Babel, su estructura no era de diferentes lenguas sino de distintos olores. Los sentían agradables o nauseabundos con todas sus variedades. A don Ariel se le ocurrió hacer una estadística y como si tal cosa, indagaba a los vecinos qué tipo de olor había percibido, luego se iba a la cabaña y anotaba los datos que recordaba. Así todos los días. Con el tiempo acumuló gran cantidad de opiniones, las cuales analizaba y clasificaba. Le llamó la atención la variedad de olores.

El pánico se fue apoderando de la ciudad. En la intimidad de sus hogares, los habitantes sentían como si el ruido recorriera sus conciencias. La primavera pasó y el verano se enseñoreó glamoroso entre los turistas y los aterrorizados pobladores. Lo extraordinario era que los visitantes no oían el tac... tac... tac, ni olían más que las hermosas flores de los jardines y las plazas.

Recién entrado el otoño, cuando el bosque explotaba de colorido, el clima equilibrado en días más soleados, como cediendo una pequeña tregua antes que avasallara con sus lluvias y nevadas, el viejo Ariel tomó una decisión, acompañado de Don Quijote se levantaría a la hora del ruido y se juró no descansar hasta descubrir qué o quién lo producía. Ayudado por las deducciones obtenidas con su estadística casera, arribó a características personales de grupos que sintieron olores similares. Como toda población humana, la ciudad del ruido tenía sus bondades y pecados; amores secretos, crímenes misteriosos, crueldades, envidias, algún alarido de solidaridad, odios, rencores, heroísmo.

El viejo y el perro volvían al amanecer, agotados, sin descubrir nada. En ese tiempo no salía por las mañanas en su cotidiano paseo. Los vecinos le preguntaban por su ausencia, pero nada dijo de lo que hacía por la noche. A fines de otoño, en la rutina de su búsqueda, se sentó en una inmensa piedra cercana a su casa, ésta estaba partida por un añoso árbol que surgía entre las mitades. Se recostó cansado, don Quijote apoyó su cabeza en las rodillas del viejo. El frío de la noche no le permitía dormirse, su cuerpo estaba aletargado, sentía una profunda paz. De pronto lo vio, la luz de la luna iluminaba una pequeña cosa que de manera suave y saltarina bajaba hacia el centro del pueblo. ¡Tac... tac... tac! Se quedó quieto, la mano sobre la cabeza de Don Quijote, como suplicándole que no se moviera. Hombre y perro eran estatuas bajo el árbol de la piedra partida. Sólo los ojos seguían alucinados al extraño objeto, hasta que lo enfocó. Era un nudo, opaco, apretado. Desprendía un olor intenso, a vida, a mucha vida. Intuyó que el material del que estaba hecho era una trama de disímiles sentimientos y acontecimientos que se enredaban de tal manera que sería imposible deshacerlo. Todo el nudo era un símbolo, una síntesis, era la suma entretejida del “Todo” lo que allí habitaba. Regresó a la casa junto a Don Quijote, en un silencio abismal, sólo se escuchaba en la lejanía el tac... tac... tac.. Nunca más salió a caminar. Los vecinos decían que se había vuelto loco.

Ocurrieron eclipses, el paso de cometas, lluvias de estrellas, como provocando la mirada del viejo, pero éste había perdido el interés de mirar el universo por la ventana. Ahora indagaba con su mirada ese enigmático nudo y trataba de plasmarlo en la tela, pintaba y pintaba. Con los meses terminó el cuadro, estaba contento pero no dejaba de correrle un escalofrío cuando lo observaba, era tan cerrado, inexpugnable.

Una noche, mientras realizaba quehaceres atrasados debido a su obsesión por la pintura, sintió sirenas. Salió de la casa, se sorprendió al ver el bosque incendiado, los árboles de los cerros parecían envueltos en llamaradas rojas, como si provinieran del centro de la tierra. Un olor a incienso impregnaba el aire, se asustó, por el camino iban veloces los coches de los vecinos para ayudar a combatir el fuego. Luego de unas horas de espera se acercó al camino, los vecinos regresaban.

—No sabemos qué sucede, don Ariel, no fue un incendio, es un reflejo rojo que sale de la tierra.

No pudo dormir, miró el cuadro y sintió la necesidad de pintar de fondo el bosque en llamas, luego se le ocurrió que el nudo no podía quedar tan cerrado en ese paisaje dantesco, como si emanara un calor que provocara la apertura del tejido apretado, y lo abrió. Quedó como una inerte y opaca flor semiabierta. No lo pudo colgar como sus otras obras, lo envolvió con mucho papel y por último en una bolsa de tela oscura. Lo guardó en el sótano, entre las cosas menos deseables. Su rostro expresaba cierta irónica perversidad, era una ceremonia secreta, sólo Don Quijote era testigo.

Misteriosamente, luego de esa noche, nunca más se escuchó por la ciudad y sus alrededores el escalofriante tac... tac... tac.

(Segundo premio en narrativa en certamen internacional y editado en antología Pinturas literarias, de Editorial Novelarte; Córdoba, Argentina, 2006).