Artículos y reportajes
José BarroetaJosé Barroeta: los relámpagos de la otra orilla

Comparte este contenido con tus amigos

No sabría decir con exactitud cuándo fue la primera vez que vi al poeta José “Pepe” Barroeta, sólo sé que fue hace mucho tiempo. De pronto estaba involucrado en nuestras vidas, bien como profesor, como poeta o como directivo de la escuela. Presencia que aparece en momentos cotidianos, cafetines, eventos y encuentros extraordinarios como las bienales, las ferias del libro. Rodeado de sus amigos más cercanos, fumando y dialogando. Tenía yo cerca de veintidós años cuando conocí a este coraquenque de Pampanito.

Lejanía que acerca, cercanía que aleja, ha sido el sendero de nuestra amistad. Estaré siempre agradecido de sus palabras prologales en mi libro sobre Hernando Track, escritor que, al igual que Baudelaire o Vallejo, tiene una resonancia de gran magnitud en su obra poética, como la tiene de la poética extraña de un Hesse, un Camus, un Kafka, un Artaud, un Lautreamont.

Leyendo a Barroeta nos convencemos más de nuestra espacialidad y de nuestra temporalidad, venidos a esta a veces “cena miserable” (Vallejo) a sembrar, mientras existimos, la “fértil miseria” (Mutis) de nuestra poesía. Astrobuzos sometidos siempre al flujo de aguas en lo que Ernesto Sábato ha dado en llamar el “mar de las antinomias”: el nacer, el morir, finito, infinito, el dolor, el sufrimiento; la insuficiencia de los esfuerzos, los desengaños, la ignorancia, el olvido, claridad, oscuridad el gozo, la ilusión de felicidad, el eros, los viajes, la soledad, la desesperanza, etc.

Una obra como la de Barroeta está consciente de que toda empresa humana tiene una vida secreta, se balancea sobre el hondo abismo de la posibilidad y que a veces ya no queda opción de elegir.

Trágica condición de la existencia en virtud de que estamos constituidos de alma y cuerpo, somos naturaleza, cuerpo que se agota y finitos pero como una mente siempre vinculada a nuestra obra, nuestra condición humana, mirando hacia lo infinito anterior y lo infinito del futuro. Polvo de estrellas que nos fundimos al alma del universo, con la espada del poema en la mano, como buenos samurai. Ante un hecho y un momento tan esencial como este en que hay que brindar el necesario aliento, el poeta norteamericano Walt Whitman dejó su mensaje:

“mis marchas no suenan sólo para los victoriosos / sino para los derrotados y los muertos también. / Todos dicen: es glorioso ganar una batalla / pues yo digo que es tan glorioso perderla”.

Un poeta para el que la realidad espera le sean extraídos los más extraños zumos, yendo a la búsqueda de su propio tesoro de dicha, de esperanza, de contemplación profunda en la soledad. Con la fuerza en retroceso para volver acaso al estado más simple antes vivido, sólo que más intensamente y no tener que ir, necesariamente, hacia la lucha frontal con los misterios del día y de la noche, sino penetrar en las regiones árticas y en las regiones abisales de nuestro Ser.

 

Por una razón de azar a ambos nos ha llamado atención, una misma frase, de un mismo lugar: “pasaron como sombras, como viajeros en posta”, que está en el umbral del Cementerio Municipal de Puerto Cabello. Nada más cierto, es la verdadera tragedia del ser: su inasibilidad. Ya sabe el hombre de sus límites, de su talla verdadera, como dice León Felipe en su prólogo a Hojas de hierba, de Whitman:

“¿Falta alguna escena donde la vida o la muerte levanten su tinglado?”

Una gran nostalgia, una búsqueda entre las cosas, en el tiempo, infructuosa, una cita que no se concreta. La fuerza de un deseo, tan solo: “Oh, padre, / mi juventud no vendrá de nuevo al hogar” (41). El reconocimiento de la fugacidad del ser humano, de su disolución y desamparo, así como la extraordinaria capacidad de ver de un modo surreal la fuga de los más caros seres, dentro de un camino de aprendizaje de la muerte y del morir:

“Una vez en el río / vi flotar los senos perdidos de una adolescente / Hasta hoy he creído que eran los blancos senos de mi madre / Después los he soñado; pero ya no flotan, están muertos / la imagen del río es el espíritu”.

El mes de noviembre que ha devorado a los seres queridos, a la hermana que emprende el viaje para reunirse con los muertos tempranos de la infancia. Con sostenido pulso mantiene Barroeta una densa materia de la muerte, de lo elegíaco bien destilado, en su poesía. Lo ancestral, lo intemporal de la familia, como una atmósfera de soledad, de vacío, de resignación de aliento vallejiano netamente y que emparenta a este poeta con Luis Fernando Álvarez, José Antonio Ramos Sucre, Gelindo Casasola, Carlos César Rodríguez Ferrara y los hermanos Héctor y Bayardo Vera, Alejandra Pizarnik. Todos ellos viendo ahora desde “los relámpagos de la otra orilla”, intentando convencernos de la certeza de que “la herida es lo único real”. ¿Adónde, a qué lugar oscuro vas a enterrar tu jazmín?, tú, que aseguras haber visto lo que ERES, antes de existir.