Sala de ensayo
Ámbar con insectoUn insecto atrapado en ámbar
Consideraciones en torno al tiempo que se ha ido

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Para María Guadalupe, gracias por el 31/12/97.
Nunca más humano, nunca más sublime, nunca más amado.

I. El viaje en el tiempo como añoranza

Una constante en el pensamiento de toda sociedad es, como bien lo señaló Johan Huizinga en su obra El otoño de la Edad Media, el anhelo de una vida mejor. En efecto, los seres humanos siempre estamos en una exploración inacabada de paraísos perdidos y utopías. Podemos encontrar ejemplos claros de esos estados ideales en los paraísos descritos en los textos sagrados: el Nirvana, el Valhala, el Edén. Esos vergeles hieráticos aluden a un pasado remoto donde las divinidades convivían con los seres humanos. Así Hesíodo, en la Grecia clásica, lamenta en su obra Los trabajos y los días la pérdida de una edad de oro. Una época seguramente más generosa de la que en efecto le tocó. La tradición judeocristiana, de igual forma, alberga una imagen perdurable de un sitio de belleza incomparable: el paraíso perdido que el pecado original nos arrebató.

Todo tiempo pasado fue mejor porque toda época que termina comienza a impregnarse con un hálito de nostalgia. De esta manera consideramos los actos, los hechos y las circunstancias como completos, perfectos y constantes. Poco a poco, nuestras vivencias acaecidas empiezan a perder sus defectos, sus lastres y contradicciones. Cada instante se representa como una experiencia satisfactoria. Cuando miramos atrás y rememoramos nuestras experiencias pasadas, como los días en el colegio o las vacaciones en casa de parientes, éstas se presentan como un filme hollywoodense: siempre con un final feliz. Tendemos a olvidar la carencia de una vida pasada sin celulares, hornos de microondas e Internet.

El hombre contemporáneo vive una dinámica cada vez más absorbente donde el trabajo va teniendo un lugar más preponderante en su vida. La frase “El tiempo es dinero” no pudo haber sido acuñada más que en esta época histórica, con calles atestadas de carros y oficinas con relojes checadores. Con el paso de los años, nos sumergimos en una mecánica cotidiana similar a la propuesta por los “hombres grises” del libro de Michael Ende, donde el fin es trabajar más rápido para poder ahorrar horas que podamos invertir en seguir trabajando. Al mismo tiempo, empieza a nacer en nuestra mentalidad un sentido de pérdida, de extravío y carencia. Buscamos con frenesí recoger con las manos algunas escasas gotas de tiempo que poco a poco vamos tirando a las aceras atestadas de gente y smog. Anhelamos, siempre sin éxito, recuperar ese instante idealizado de la niñez, ese día soleado del domingo. Ese insecto atrapado en ámbar.

 

II. El viaje en el tiempo como posibilidad

Viajar al pasado no sólo implica una necesidad de alcanzar un estado ideal. También entrelaza una búsqueda de elecciones. En algún momento de nuestra existencia nos vemos asaltados por la imperiosa angustia de contestar a la pregunta condicional del “qué hubiera ocurrido si...”. Como el doctor Fausto, en la obra de Goethe, se lamenta amargamente de haber malgastado su vida en la azarosa e infructuosa profesión de alquimista; el hombre, un animal condenado a tomar decisiones, se cuestiona a sí mismo sobre sus fallos. Como un juez inflexible y cruel arbitramos sobre la conveniencia de haber estudiado contabilidad, de casarnos con la pareja que escogimos hace 15 años, o la pertinencia de haber comprado una casa a pagar en 30 años.

Muy por el contrario a la concepción del hombre como un animal de infinitas posibilidades, lo cierto es que cada decisión que tomamos condiciona las futuras decisiones, y por ende la vida que llevamos. Nuestra existencia presente no es más que la irrevocable y dura consecuencia de los actos realizados en el pasado. Un joven adolescente en la etapa final del bachillerato puede optar por estudiar entre decenas de profesiones, pero cuando se decide por una sus perspectivas de vida se reducen. La realidad que enfrentamos día a día está cimentada en esas pequeñas decisiones que se van entramando, formando en su conjunto el piso sobre el cual construimos nuestras aspiraciones.

El viaje en el tiempo en este sentido es una puerta de evasión, un medio de modificar ese entramado presente. Un artilugio para recuperar el control sobre las elecciones de la vida. Viajar en el tiempo es una búsqueda de alter egos, avatares y alternativas. En la indagación de posibilidades, en la construcción de escenarios hipotéticos, nos transformamos en el doctor Fausto. Deseamos hacer un pacto que nos permita recuperar la facultad de elegir. El poder ser alguien diferente de quien en realidad somos. Nos convertimos en el doctor Fausto cuando nos envuelve el sentido de vacuidad, envidia y deseo por vivir una vida que no tenemos. Empezamos a viajar al pasado cuando nuestro rol social se queda corto ante nuestras aspiraciones.

 

III. El viaje en el tiempo como epopeya

Pedimos al tiempo que vuelva porque queremos vivir las otras vidas que dejamos en el camino. Aquellas decisiones afortunadas o no que mantienen una influencia poderosa en nuestra vida cotidiana. Esos recuerdos que se quedan anidados en nuestra cabeza, sin importar el espacio transcurrido, continúan emanando un cierto hálito de vida. Son cenizas calientes que, al menor contacto de papel, prenden fuego. De esta manera, cuando nos topamos con objetos que guardan un significado especial en nuestra vida: unas cartas, un café o una persona, nuestras memorias empiezan a arder. El sentido lógico del tiempo empieza a perder fuerza, y las distancias se estrechan. Empezamos a medir la duración no en años ni lustros sino en momentos: hace un momento me sentaba a jugar con muñecas, hace sólo un rato empecé a usar vestido. Hace un instante dejé de usar muñecas y comencé a sonrojarme ante la presencia de los jóvenes.

El tiempo deja de ser una línea de eventos continuos y se convierte en un collage de imágenes, en una sesión de fotografías, pequeñas instantáneas tomadas a un mundo que ya no existe. Por eso la obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, no es el recuento de hechos sucesivos sino una colección de fuegos artificiales. Cada efecto de luz es un acontecimiento simbólico, ahistórico y atemporal. Cada instante vale por sí mismo como un elemento autónomo e independiente de memoria. Es un fantasma que se presenta siempre de distinta manera. Ya no es el hecho ocurrido hace mucho, enclavado en la historia biográfica, sino la representación parcial que nuestra mente ha elucubrado, obligándolo a repetirse siempre de manera distinta.

Hay memorias que queman más que otras. Así aquéllas que hacen alusión a eventos trágicos de nuestra vida llevan por sí mismas un elemento de fuerza que nos obliga a preguntarnos hasta dónde hubiera sido posible impedir tal acontecimiento. La pérdida de un ser querido que pudo evitarse, un amor que no hemos olvidado, una decisión que con el decurso de los días se sabe que no fue acertada. Todas esas eventualidades alimentan el deseo de encontrar la manera de corregirlas. Suplicamos por un solo minuto para decir la palabra adecuada, en el momento preciso. El viaje epopéyico a través del tiempo es como apostar 20 a 1 en el hipódromo a sabiendas de quién será el ganador, es quebrar la piñata sin una venda en los ojos. Es desplazarnos cargados de un bagaje de vivencias que nos permitan tomar mejores decisiones.

Querer viajar al pasado en el sentido heroico implica repensarse a sí mismo como Mesías, elevar nuestros deseos de pelear una batalla, una contienda investidos con el manto de la redención. No se trata de ser simples espectadores del pasado, hay que transformar la realidad y corregir las fallas. Hay que pelear contra los demonios ocultos en los vericuetos de nuestra memoria.

 

IV. Desenlace: el viaje en el tiempo como restitución

Todo viaje al pasado implica un acto de búsqueda y hallazgo. Con el paso de los años no sólo ganamos en edad, sino que también vamos dejando en el camino pequeños fragmentos de nuestra esencia. Crecer en el sentido biológico no se resume a un cambio físico solamente, sino que también involucra una revolución en el yo interno. La mutación de niño a joven, y éste en adulto, no está exenta de arancel. El cambio nos cuesta una parte de nosotros mismos que se desvanece lenta pero inexorablemente en la vereda de la vida.

El viaje en el tiempo es una cruzada arqueológica por reunir esas pequeñas migajas que se van quedando. Cada vez que volteamos y hurgamos en el arcón de la memoria lo hacemos con el afán de encontrar un objeto preciado que hemos perdido y necesitamos restituir para toparnos con nosotros mismos.