Letras
Líder

Comparte este contenido con tus amigos

El líder da el último vistazo al saloncito, modesto y atiborrado, pero solamente encuentra la muralla de fogonazos rojos, dorados y azules que le alumbran desde el techo, donde asoman las raíces del telón a medio hacer. La densa y lábil película de humo blanco repta por los tablones del escenario envolviéndole los mocasines negros. Nadantes en sus pies. Da las espaldas al micrófono y cierra los ojos casi pidiéndose trágame tierra. Vuelve a girar sobre sus pies. Damos gracias a los pacientes y gentiles y esperaremos algo más, lo necesario. Ecos en la cabeza del micrófono recargan la acalmia deseada. No. Vuelve a girar sobre sus pies. El líder de la orquesta extrae del pecho izquierdo el pañolón negro. Color de ébano bruñido, mímesis del traje negro que lleva puesto, el negro dóberman. La solapa izquierda le disimula la breve pero pequeña rotura en la camisa profundamente negra. Sudada. Se escabulle entre la abertura del teloncito —improvisado por la gerencia del restaurante fi fí— y, tras bambalinas, besa la larga bocanada del cigarrillo. La celulosa que envuelve el tabaco se ha empapado con su propio sudor y la nicotina le sabe a sal. La mano que no fuma se introduce en el bolsillo derecho del pantalón y nerviosa, refugiada, rasca y soba los testículos del mismo lado; el líder pasea, de la bambalina al pasillo y viceversa, esquivando los murmullos, mal imbricados entre sí, que van resbalándose en el escenario.

La orquesta está vacía. Dónde está la orquesta. Las noches de gala se han vestido de gala para esta noche. Estrellas de toda la ciudad han salido de su alienamiento para beber de esta nueva estrella. El líder especula. El líder toma agua. El líder putea a mansalva. La orquesta está vacía. Qué pasa flaco. En el baño se espeta frases demoledoras con que salvar el pellejo. Otra vez lava las manos con agua caliente. Las manos, todavía callosas, no tardan en secarse. La cara. En el espejo, su imagen limpiada y negra coapta con su reflejo y asiente con él, estando de acuerdo en todo. Qué pasa con la orquesta que no viene. El líder se apunta con el dedo índice en gesto de tú. Se lleva el mismo pulpejo a la sien ipsilateral y dice puj. La pantomima, no, apenas lo divierte, tampoco. Sale del baño en actitud decidida hacia el escenario. La amargosidad del manager lo desinfla. El manager cruza los brazos a la izquierda de la boca floja del telón; con la punta del botín pulido fácil cronometra la rabia de su impaciencia. Mira a todos los lados desesperándose. El líder abomba en la boca la trompa. Mueca inútil. El líder se acerca y el manager lo interroga con la mirada negra: Qué pasa flaco. Cargadas las tintas, van a insultarse. Desde la tarima se observan, obvias e infantiles, las manchas de las escleróticas del ojo, y después del otro, que espían a través de los bordes hendidos en el teloncito. El líder evalúa lo visto. Las estrellas por allí sentadas empiezan a sospechar que son víctimas del irrespeto. Cincuenta y dos tomaduras de pelo. El tiempo perdido socava, muerde. Grupúsculas oleadas de calor y frases sueltas son recortadas por las invisibles tijeras de la ansiedad. Las escleróticas, la primera y después la otra, desaparecen a la vista de la tarima. El humo blanco sigue a flote. El líder está a punto de enloquecer. No. El corazón, primero ajado como el telón bermejo, se ensancha angustiado, desfondándose hasta albergar dos vacas peleando. La abominación del manager se acumula en la nariz algo desviada del líder y el rencor nace, ida y vuelta, por partidas dobles. Trombas y ruidajes se pelean por entrar primero en el embudo de cada oreja. Revoltijo. Mierda. Puj. Nauseosa. La nerviosidad del líder es alimentada por el breve motín de frases hirientes. El mismo dedo de tú le funciona para rascar y peinar el hemibigote izquierdo.

A tientas alcanza el picaporte de la puertita para los proveedores en el restaurante high five. Lo recibe la basura high five, juntada sobre el asfalto en la calle. El perro vagabundo, alquilado por la sarna, que comía silencioso, se aleja sorprendido y colérico. Las órbitas caninas vaciadas, la cena interrumpida, los ojos ciegos. La noche deglute todo a cien metros redondos, parabólicos. El perro es desmembrado por la noche. El líder Bah. Puj. Los pies, aleatorios, coincidentes, le ordenan al líder tomar la calzada izquierda. La toma. La acera le va moliendo las huellas de los pasos con la dureza otoñal. La calle, angostada por los edificios high five, lo engulle con la azulidad vertical, verdínica, de las pobrísimas luces. Qué pasa, tuani. No. Los hemibigotes se humedecen con la respiración pesada que se desgaja desde las narinas. Los vellos, en el entrepecho y abundantes sobre la piel de los brazos ya salados, dúctiles por la desazón nerviosa, se endurecen como el alambre. En el líder el cuerpo metaboliza las violentas ganas de gritar. Pasan ya ciento treinta minutos desde la hora inicial o nada pasa. Cree. Nada pasa. Y cree. No. La orquesta. No. Minutos. No. El espacio avanza —grillete bajo los pies; a las espaldas de dos en fondo; techo inmediato aplastante sobre la cabeza; plancha al frente que apuñala los ojos— embebido en la ley que el tiempo desconoce o deshonra. La orquesta y la idea —ya silenciosa— de la orquesta, escindidas entre sí en el líder, quitándole a su realidad la pata de apoyo. El líder mastica sus propios metabolitos. No. Desespera desesperar. La orquesta. No. El líder dextrogira sobre sus pies y observa la callecita. Será mejor que estén bien muertos, sordopléjicos, cualquier carajada, flaco. Hacerme esto, flaco. Hacerme esto. Se concentra como puede. Profetea —casi, quiere— con que el manager surja, vomitado por su fábula, en cualquier instante por la puertita con las buenas nuevas: Oh, la orquesta ya está aquí, ¡te necesitamos! Blurr. Oh, la orquesta ha muerto, ¡te queremos! Ñññ. El líder gira la nuca y atisba la puertita para los proveedores en el restaurante high five, pero nada. Lo que fabula no pasa. El manager no aparece. El líder digiere sus estúpidas fábulas con los ruidos urbanos en el fondo de la cabeza. Da media vuelta y media sobre sus mocasines negros. Abre los brazos en cruz pero la redención no puede fecundarlo. Los zapatos empiezan a caminar llevándolo hacia la extremidad de la calle. Lo aproximan al charco de agua pero el líder no logra encontrarse los ojos en el centro de la cara. Su reflejo, extirpado de las ondas en el charco por el tenue lucerío de la noche, lo espanta. Da media vuelta sobre sus zapatos pero sus zapatos lo contradicen. Continúa avanzando hasta la esquina, donde vadea el árbol. Perennifolio, da sombra desperdiciada. El líder le mea el tronco. Y si estuviesen allí, negros como el traje, ocupado el trono en el escenario, obedeciendo mi canto, mi compás. Y si en realidad todavía estoy en el baño apuntándome con el dedo, sí, bebido el brandy y tragado oh el aire del habano de la victoria, sí, rico, untado, no, con los aplausos de las estrellas que aplauden, robóticas, casi en canillas, rico qué, gozosas ble ble, en el salón. Sí. No. En qué futuro fui esperado, of. En qué pasado no se me está esperando, ñññ. La brisa ansiogénica da la mordida en el costado del líder, refrescándolo. Desde la minúscula ventanilla en el ático de la casita high five, el niño desvelado le apunta al pito orinante con el láser rojo del llavero. Hace blanco. El líder cree estallar. El niño luego le raspa el tabique de la nariz desviada. El líder estruja la línea del láser como se estruja la molesta mosca, luego abofetea el punto rojo sobre el pito, pero en ambos casos fracasa. Orina casi el zapato izquierdo. El líder cree estallar. Odia. Pluridireccional, la noche se lo devuelve. Más incómodo, el láser, sí, termina de orinar sin ganas, no. Da media vuelta, vuelve a caminar. El líder cojea, la marcha atascada por la insipidez del miedo. Febril, no. El brazo bueno parésico. La orquesta. El líder no se paraliza. Se alarma, no. Cree escuchar, dolorosos, los ecos retornados desde el público en el restaurante high five. Imposible, se dice. No pueden estar aquí. No están. El imposible. Regresa por la callecita mientras se repite lo mismo. Los ecos de voces, inmodulados por las pequeñas aristas del viento casi móvil, parecen rajarse y desaparecer. No. No, sí. La callecita se emborrona en sus ojos. Bilis, equivocando el paso, se le va al cerebro, secándolo. Siente. La sangre plástica. Sí. Sí, no. La orquesta. El mamarracho de mi carrera. No. Siente la puntita de la imagen del micrófono intentando hacerle el agujero en el cuerpo. La voz del líder de la orquesta se vuelca en la redecilla alumínica del micrófono y sale al mundo. El parto. La imagen termina de perforarlo. La orquesta tocaría perfecto. Imperfectible lo tantas veces ensayado. Paf, nacido el éxito. Nacería. Muchedumbre por poco ahogada en su resplandor: percutida por la voz grave la cuerda vocal, como las negras izquierdas del piano, invitado a la orquesta; los vientos tañéndole la piel, el traje negro; la garganta temblorosa, sensual y sexi como el fuelle negro amaranto agatonado del acordeón de la orquesta, paf. Qué voz. Lo bermejo del odio, hecho trizas por su propia musicalidad. Orquestal. Mataría. La orquesta. Los instrumentos musicales averiados por el alud de tantos aplausos bah. El líder camina a tientas en la callecita. La mano derecha balbucea en la negritud de la noche. Yo no quiero esto. Sudor caminado, profuso. Paf. Yo no le pedí esto al maricón de mi dios. El escalón improvisado por la noche tropieza con él. El cuerpo cae. Casi. El líder es salvado por el tejido de malla ciclón que custodia el pequeño predio. Los dedos prensan los rombos de la malla hasta casi cortarse. Se abre los tajos sobre las manos otra vez. Se incorpora, no. Lo intenta. El bullicio de la sangre turbulenta, ya plástica, en los troncos de las orejas, le prohíbe pensar. El líder se sienta sobre la acera. A esperarse. Falla. Ciego. Ensordado. Asonante. Vocoide. Y larga, teje la frase: Por allí pronto pasará flotando mi cadáver y yo me aplaudiré hasta que los aplausos revienten mis manos que mi cadáver se está llevando. Tocarán mi pieza, no. Tantas veces ensayado, repetido. Repetición. Yo no pedí esto, hermanos. En qué fallan mis fallos. La orquesta. El líder llora, sí, sentado, repetido, por fin. Mi voz hermosa escapará de las roconolas, no. Esta puta madre de todas las putas. La musicalidad del odio, que siente, que teje, efervesce bajo la negritud de la noche. El líder trunco. Qué pasa, tuani. La orquesta, tuani. Flaco, estás bien, Flaco, ¿Flaco? Un hombre.

El vago, Flaco, ¿estás bien? El líder busca apoyarse todavía más en su cintura y sus espaldas; las vértebras han adoptado la curvatura enconchada del tejido metálico. El cuello, deforme por la posición, lo ayuda a ubicar la voz en el espacio. Flaco, ¿Flaco? Los sentidos del líder fracasan. Bajo la noche, lo abandonan los datos acumulados. Flaco, Flaco. Ni lo patea. El vago lo agarra, elevándolo, de los hombros que se engruesan, gordamente, bajo el traje negro. La fricción de la tela en los dedos destrozados del vago evita que el cuerpo del líder, abandonado a la suerte, caiga en calidad de estorbo. Flaco, Flaco, ¿tenés comida? Bulto ya fácilmente automático, el líder alza la mano en señal de conforte. Qué pena. Dice. El oxígeno en los pulmones del líder es reemplazado por el gas del odio, más denso y fisicalista. El líder se place. El líder es ahora registrado, encarado, retado, liquidado, por la voz del vago que lo examina de arriba a abajo. Los bolsillos negros son vaciados. Nada. Lindas naves que tenés, Flaco. Algo grandes para mí. Linda percha, Flaco. Qué pinta, Flaco. Sonrisa. Del vago. Del líder. La noche cómplice le lustra los dientes.

No lo vio cuando lo sacó porque ya no podía ver nada. El cerebro lo tenía atascado, trancado. El mango, sucio, común y corriente, indistinguible entre las celdas de la palma del vago, no le dijo nada. La hoja, helada más por el sudor en el pubis del vago que por la temperatura otoñal, penetró, limpia y sin espectáculo, en el pecho izquierdo. Fue todo sencillo y simple, como la noche. Lo despide diciéndole Flaco, Quedáte quietito, ¿sabés? Quietito, Flaco. No chille. No chilla. Ni sangre saca. Apenas. La vida se le deshizo como el agua entre dedos de arena. Sencilla. La pleura abollada, arrugada como bolita de papel llena de tachones. El cuerpo fue entregado, dócil, tierno, en el paisaje.

Ahora, el líder no tardó en cambiarse. Mudado y acomodado, los dedos aún destrozados, la noche cómplice. La fricción del traje en los vellos del entrepecho, y abundantes sobre la piel de los brazos, los ablanda. Los mocasines negros, nadantes en sus pies. La solapa izquierda le disimula la breve pero fresca rotura en la camisa profundamente negra. Sudada. La sangre líquida. Va a franquear la puertita pero decide fumar hasta la última hebra del cigarrillo. La colilla, tersa y saborizada por el alquitrán, cae en medio de los cúmulos de basura allí cerca. Más allá, lejos, inerte, el cuchillo aventado. El líder, serenado por su propio perfume, despeinado casi, entorna el cuello noventa grados a ambos lados de la cabeza. Atisba los límites de la noche mientras fuma, afinando los iris midriáticos, y nada. El paisaje cae a los cien metros redondos, parabólicos. La noche negra lo llena todo con su engrudo negro dóberman. Noche monstruosa. Noche de consagración. El líder, sí, congelado por el espectáculo. La lengua de viento refrescante, soplido con sabor de basura urbana y magnesio pudriente, le acaricia el jopo. La caspa no le pica, se vuela. El líder cree emocionarse. El líder expectora lo que antes no podía sacarse. El esputo arrojado cae muy cerca del cuchillo, no, los rayos sonoros de la nocturnidad lo evaporan, tampoco. La memoria totalmente blanca del líder logra aquilatar su emoción. Porque por algo esta noche ha venido a mí, lo ignora, oh. El líder se para de frente a la puertita para los proveedores en el restaurante high five donde dará el concierto. Líder se dice. Pausadamente. Nacido de mi propia mano. Aventado. Y Paf, el designio del éxito. Paf, el precio, inquebrantable, la yema del éxito al quebrarse el huevo del éxito y chorrear el mundo ble ble. La rotación terrestre del modo orquestal, el traje negro a punto de bruñir. El líder. La orquesta tocaría perfecto. Paf, el designio del éxito de la orquesta del líder de mi propia mano. Y continúa hablándose. Hablándose. Repitiéndose. Repitiéndose las cosas en el cerebro para entrenarlo. Para entrenarlo. Antes de ingresar por la puertita, el bulto en la basura amenaza con haberse movido. El perro vagabundo, alquilado por la sarna, aparece de la noche y se acerca a investigar. No era nada o lo que fuese, muere. Comida. Con las órbitas vaciadas, casi en la boca, el perro vagabundo come, silencioso. Los ojos ciegos. Entra. El líder se lava las manos. La cara. El manager cruza los brazos a la izquierda de la boca floja del telón; con la punta del botín pulido fácil cronometra la rabia de su impaciencia. El líder de la orquesta extrae del pecho izquierdo el pañolón negro. Vuelve a girar sobre sus pies. No. Ecos en la cabeza del micrófono recargan la acalmia deseada. Damos gracias a los pacientes y gentiles y esperaremos algo más, lo necesario. Vuelve a girar sobre sus pies. Da las espaldas al micrófono y cierra los ojos casi pidiéndose trágame tierra. Nadantes en sus pies. La densa y lábil película de humo blanco repta por los tablones del escenario envolviéndole los mocasines negros. El líder da el último vistazo al saloncito, modesto y atiborrado, pero solamente encuentra la muralla de fogonazos rojos, dorados y azules que le alumbran desde el techo, donde asoman las raíces del telón a medio hacer.