Las niñas que se quedaban internas parecían temer al toque de nueve. Una vez retumbaba el campanario agonizaba un temblor en los bajos del estómago sembrando luciérnagas de susto en las paredes donde suele adherirse el miedo.
El 2 de noviembre cayó domingo. El viernes en la tarde, se marcharon todas por la puerta principal, unas en carros familiares y otras andando al lado de sus guardianas. Ese día de difuntos sería para ella un domingo más, y como siempre, estaba sola. Lejos, en la distancia su familia se desdibujaba como un calendario viejo. No era la única vez que nadie venía por ella, a menudo su tristeza se desparramaba entre sus ojos y el doblez del jumper escolar.
Las hermanas del colegio de la orden de la virgen de nuestra señora de la Coromoto estaban acostumbradas a ser indiferentes al dolor ajeno. Los sentimientos, la ebullición de los sentidos, la locura de un grito en la oscuridad o la inmensa soledad, que podían rugir sordos en los altísimos rincones del claustro, transcurrían sin alterar jamás un ápice los rostros postrados en la actitud artificial de su languidez suplicante.
Cuando aquella segunda noche sonó la campana de la hora, y casi de inmediato el antiguo reloj de péndulo tronó aquel clásico sonido terrorífico, su pavor nocturno sobrepasó los límites de la resistencia y sus fuerzas. Desmadejada, sin voluntad, sudorosa, las sábanas se enfriaban sobre su cuerpo húmedo, dibujando la silueta de un espanto que en esa oportunidad probaba ser eterno. En la estancia de habitación, su cama era la tercera, la más cercana a la puerta que escapaba hacía la noche más negra del pasillo infinito. Los ventanales destilaban la luz opaca de una luna que le recomendaron sus mayores, alguna vez en el abrazo del seno maternal no mirar menguada para su amparo supersticioso.
Sus ojos pesados no encontraban ya dónde posarse, la tibia madrugada no terminaba nunca hasta que se alteró de repente con un grito que penetró el espeso umbral del entorno grave de su soledad. Sus ojos ansiosos delineaban los contornos de cada cosa, jamás cerró sus párpados a la plena oscuridad castigadora de indisolubles aprensiones. Mientras su cuerpo tremía incontrolable, una monja entró a la estancia. Sin avisar, sin llamarla por su nombre propio que tal vez ignoraba, entró a buscarla, a salvarla a ella, liquidada e inerme resbalando en el copete de cobre en forma de gong de la cama, con la imagen sombría de un dios etéreo fundido a fuego sobre su espalda. Era la alborada del día de difuntos cuando la camioneta ford 66’ salió del colegio con la madre superiora gritando posesa por un dolor abominable que hincaba sus entrañas inmaculadas presa de un sufrimiento terreno. La madre Dolores hacía apología de su nombre en cada estertor de su vientre. Subieron al auto y se internaron en la avenida Winston Churchill que desembocaba a las puertas del hospital de El Tigre. Las únicas tres personas que ocupaban el edificio del colegio aquella noche quedaron cada cual marcadas para siempre: la madre superiora quien fue intervenida por una peritonitis invasora de tanto reguero infecto en su interior y la cual permitió establecer una historia clínica y le reveló a los médicos atónitos el verdadero sexo de la monja, una novicia adolescente quien enmudeció por un tiempo, y Rosa, la niña que hasta hoy teme a la oscuridad y vislumbra alucinada los fuegos fatuos de las almas en pena, sobre el vasto patio de bajas paredes del colegio donde es maestra y aún la espanta el llanto de tantas criaturas no nacidas y las madres impúberes muertas también, revoloteando entre el cielo y el infierno después de las exhumaciones, que probaron a la policía las prácticas ilegales de aquel extraño hombre ataviado de priora.