Letras
La espera

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Sabes muy bien que no es posible eliminar de nuestras vidas la mañana en que bajamos de la pirámide de neumáticos. No recuerdo lo anterior, no sé cómo llegué ahí; pero encima de la montaña negra, te encontré. Sentado en el centro de la tierra y con las huellas de la luna. Ojos verdes y grandes, manos pequeñas e inquietas...

¿Qué más teníamos? Sólo eso.

Desde ese momento, desde nuestros primeros años, empezamos a mover el mundo y a transformar los objetos. Nos salieron pinceles en los dedos y pintamos en el techo un cielo de cosas dispuestas y compasivas.

Caímos desde la pirámide a las bocas de la arena, a las lágrimas de la tierra que es el mar. Los golpes en el desierto son alucinaciones, el cuerpo no se lleva las marcas. Hacíamos castillos con cientos de cuartos, tú eras el gran constructor y yo, la ola que lo arrasaba todo.

¿Para qué son las tragedias? Para sentir el sabor de las cerezas.

En las calles de la gran ciudad el ladrón dice arriba las manos y el joven comienza a derramarse en diamantes y gemas. Los magos se buscan y se encuentran, se sorprenden en las esquinas y sacan agua de las piedras. Se besan y los ríos se evaporan arrojando mujeres vestidas de azul que hablan por teléfono en las cabinas públicas. Se comunican con poetas que no pueden atender por estar explicando a la policía la razón de tener peces en los bolsillos y algas en las axilas.

¿Para qué sirven las monedas? Para mover las estatuas.

Mientras yo corría a la par del tren, tú me saludabas desde la luna. Ahí estabas sentado en esa sonrisa de la noche que era mi cometa. Hacías globos con el pensamiento mientras fingías rezar. Yo apuraba las huellas dibujando rieles nuevos para trenes imaginarios que sólo se detienen ante los pasajeros con boletos vencidos. Llegaremos a la estación antes que la lluvia, estaremos a salvo cuando salga el sol y encienda nuestros secretos. Lameremos el asfalto con suelas gastadas mientras el deseo nos rompe la espalda.

¿Qué se siente volar? Nadie sabe, los hombres no vuelan... sólo caen.

Yo sé que recuerdas las tardes de los viejos tiempos en que nuestros pies colgaban del acantilado, tardes en que la tierra amenazaba con caer al cielo. Péndulos de medias blancas que balanceaban la esperanza de la carne, eran nuestros pies desnudos. Cada dedo tenía nombre y misión, salario y castigo.

¿Dónde estaban los mayores? En el mundo real.

Descuidados éramos y somos. Olvidados de los demás, cerramos los ojos a las obligaciones. Hacemos trampa y escondemos las llaves. Las serpientes esperan nuestra imprudencia. Llevaremos las ramas muertas como espadas que trabajan para los garabatos, para remover el aire, para quitar la piel seca. Hago muchas cosas malas, pero no puedo abandonar este sitio.

¿A quién le será útil nuestro trabajo? A nadie.

Los secretos se entierran con susurros y sudor debajo de las sábanas. Yo llevo la linterna, tú acuérdate de los pañuelos. Recuerda hacer dos nudos en mi mordaza, yo te prometo agitar el aire para asustar al asma.

¿Cuánto tiempo se puede seguir así? Hasta que la muerte nos separe.

Con el tiempo inauguramos el negocio de los espejos, esos ojos ciegos que nos hacen abrir la boca y sudar las manos. Cerrábamos los cajones y guardábamos la lluvia para las épocas de sequía. Construimos la escalera que llevaba al Himalaya, en cada paso empujábamos la tierra, ayudábamos a que el cielo pudiera engullírsela de una vez por todas. Nos sentábamos en la nieve a recibir los besos del frío. El sol amenazaba con salir y transformar nuestra escalera en una tormenta.

¿Qué haremos? Celebraremos.

Después de juntar los corales y las espinas, descansamos siete días para empezar a construir la fortaleza. Las pesadillas arrimaron los metales y nuestra desesperación puso lo demás. El clima no era problema, pues sólo nos estaba dado experimentar intensas sensaciones. La temperatura, el hambre, el sueño; pasaron a ser datos accesorios. Todo el quehacer estaba orientado a encontrar los ejércitos que esperan debajo de la piel, atrincherados en los huesos. Fuimos por ellos, despertamos el mal que era nuestro bien, le pusimos un nombre y empezamos a alabarlo y a concederle sacrificios.

¿Los castigos redimen? No, sólo te hacen gozar.

Han pasado treinta años, treinta siglos o treinta vidas... el negocio ha prosperado, nadie podría contar los espejos que hay allí. Seguimos de cuando en vez, colgando nuestros pies del acantilado, remontando los cometas y peregrinando las escaleras. Hemos surcado el tiempo, hemos hecho un túnel de una montaña a otra, hemos alfombrado el aire.

En todas estas cosas pensaba, mientras preparaba el arma.