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Archivera

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Lola había aceptado, no sin relativa circunspección, su nueva cotidianidad. Se hicieron comunes a su vida las largas comidas de los sábados con los compañeros de oficina y las tardes de domingo con café y galletitas, o tequila y papas fritas. De pronto se encontraba inmersa en un vaivén de vivencias tan acordes con ese grupo al que ahora pertenecía que llegó a pensar: soy una de ellos; sucedía todo de manera visiblemente casual y coherente.

El nuevo ambiente le parecía denso, como si respirara un aire lleno de humedad; casi no había conversación, solamente chistes y risas; chismes y habladurías acerca de los demás empleados del departamento: si la secretaria del jefe de mantenimiento salía con el director de recursos humanos, si el mandadero era retardado, si la vieja archivera llevaba las medias corridas; aunque de cuando en cuando se hablaba con impericia de política o algún asunto social como el precio del pan o el alza del metro.

Sus compañeros de oficina miraban la televisión por largas horas, ¿qué influjo había en ese aparato que atraía sus miradas ubicuas?, todos discutían con gran intensidad sobre las vidas irreales convirtiéndolas en propias, se identificaban o procuraban empatar su imaginación con el diario acontecer de los personajes de ficción, forzaban similitudes: yo soy tan sufrida como Adriana, la esposa de Gustavo Adolfo, o, ¿te fijaste en el collar de brillantes de Ana Sofía?, refiriéndose a la madre de algún personaje.

Lola llegaba siempre puntual, cumplía su trabajo sin hacer más ni menos de las exigencias de su puesto; era, en el estricto sentido de la palabra: una burócrata. Había en ella una especie de fuerza motora en tiempo ralenti y una fuerza psíquica audaz pero menos importante que la no-motora aunque latente, así que el resultado de la ecuación era el de un trabajador como cualquiera.

Abordaba el autobús silente. Al subir, si había un asiento libre lo tomaba, de lo contrario no se apresuraba a sentarse, sus jóvenes piernas resistirían el peso del bien formado cuerpo en los alargados tacones, aunque el movimiento a veces impropio y alarmante del vehículo haría chirriar las minúsculas tapas de goma con su austero clavo en el centro en los desgastados suelos; pero se mantenía firme, en pie, apretaba la mano al tubo o al pasamanos y se incorporaba de nuevo respirando hondo.

Aceptaba con humildad esa condición proletaria, mientras no apareciera el animal asqueroso que me untara su cuerpo al mío y con él su duro miembro entre mis nalgas; mi ofensa me obligaba a sonrojarme por la desvergüenza, el descaro y la insolencia del animal y por la repulsión que me causaba; pensaba que ese acto no era propio de un ser humano ni al menos de un vago, un depravado, una bestia. A veces alcanzaba a ver la bolsita de papel de estraza que el infeliz llevaba en la mano, seguramente con algo de comer para el almuerzo y llegaba a pensar lo estúpida que sería la mujer: madre, hermana o esposa, que le preparara algún alimento a semejante zafio.

Por eso prefería estar de pie pues así le daría un codazo al miserable tratando de quitármelo de encima, aunque a veces eso era peor, pues el bastardo se enfurecía y entonces metía la mano entre las piernas intentando simplemente deslizar sus deleznables dedos entre la piel y la ropa.

Era la época de las minifaldas. Lola sabía que su atuendo era provocativo, pero, ¿a las siete de la mañana? No estimaba que vestir así fuera motivo real para el escarnio, la vileza, la insolencia. Muchas veces optaba por bajarse y continuar el camino a pie, mas cuando no disponía del tiempo suficiente, trataba de alejarse a la parte posterior del vehículo.

En ocasiones alcanzaba a oír los silbidos del descarado al bajarme, a quien no le importaba ser visto ni oído: estás bien buena, me decía el infeliz.

El mayor problema era que aparecían los desvergonzados por todas partes, en los asientos, de repente con aparente descuido me metían la mano entre las piernas; eran unos puercos asquerosos, nauseabundos, infrahumanos.

A sus 18 años, Lola había dejado la escuela para dedicarse al trabajo de oficina que aunque mal pagado le permitía contribuir con los gastos de la casa; cinco hermanos subempleados, el padre enfermo y Lola muerta de dolor al ver a su madre lavando ropa ajena por unos cuantos pesos, mis pobres pulmones, hija, por eso debes estudiar, ¿estudiar?, con qué dinero, mamá, pero no se lo decía.

El licenciado Villanueva te encontró un trabajo en Hacienda, dicen que pagan poco pero que en unos cuantos meses te pueden ascender; sin embargo pasaron dos años y el trabajo seguía siendo igual y el mismo mísero sueldo.

Los asquerosos mete-mano también seguían insistiendo en restregarme su repugnante verga y a veces cuando trataba de bajarme, me daban un empujoncito para ayudarme, los muy insolentes; ojalá los parta un rayo, pensaba; chinga a tu madre, le dije a uno antes de que la puerta se cerrara y me fui corriendo en dirección opuesta a mi casa por si me seguía, me faltaba el aliento al llegar a la tienda de don Fidel; pero qué te pasa, niña, nada, otro infeliz de esos mete-mano; pues no andes con esa minifalda, mira, que tienes unos muslos, ay, don Fidel, ¿usted también?

Hablaba con las compañeras del trabajo, dime, Gloria, ¿a ti no te atacan los mete-mano en el autobús?, ay, no, ni Dios lo quiera; y yo sospechaba: lo dirá en verdad o me está mintiendo sólo para hacerme sentir mal, a lo mejor le da pena; sí, es la vergüenza que nos inunda a las mujeres, como si nosotras cometiéramos algún pecado o delito o fuésemos las causantes de..., al otro día lo mismo.

A veces imaginaba que si tuviera un coche todo sería diferente, me respetarían, la mujer sube de nivel cuando se sube a un auto, en cambio el hombre puede ser respetado en el metro.

El camión de pasajeros era y es un infierno de envilecidos, malditos puercos, desde el chofer que te mira como queriéndote comer cuando subes y tiene un espejito colocado estratégicamente para verte el culo y entonces alcanzas a oír como una especie de quejido, ay, mamacita; tenía la idea de que los mexicanos eran amorosos, corteses, delicados, románticos; me da rabia saber que veneran a sus madres el 10 de mayo, dicen que son lo máximo en sus vidas, pobres ratas infrahumanas. Y el día de la patria y la independencia y la revolución, lloran bebiendo tequila y brindando por los héroes y por lo mucho que aman a México; pero acaso son esos los mismos hombres que dan su vida por la mejora del país, que hacen huelgas de protesta por los derechos sociales, que son combatientes, que luchan, que defienden, que se enfrentan, que matan, que sucumben, que enaltecen a la patria, que sufren, que alimentan, que ríen, que lloran, que trabajan incansablemente, que son responsables, que suplican, que buscan... ¿placer en el camión de pasajeros a las siete de la mañana?, es asqueroso y repugnante.

Yo los veo con sus caras abotagadas por el aguardiente de anoche, quizá de tanto beber quedaron tarados, zonzos, andan como zombies, zoquetes, con la mirada perdida, siniestra; son quienes no pudieron meter esa picha gorda, babosa, entre las piernas de una mujer ojerosa y barrigona que los engaña con el compadre o con el vecino, que es lesbiana o que les paga a los jovencitos que juegan fútbol para que les bese y les chupe los senos; y entonces se van a desquitar en el camión de las siete con una de esas jovencitas que llaman “rotitas”, de minifalda, se escabullen como perros pegajosos a ver a quién se la acomodan.

Un día la prima Aurora —ella sí cuenta las cosas— prefirió sentarse en el asiento libre del pasillo dejando libre el de la ventana, así si un degenerado la empezaba a molestar, ella se podría levantar del lugar; estaba tranquila y campante leyendo su novela de Corín Tellado cuando llegó el tipo asqueroso y le pidió que lo dejara pasar, entonces el zángano al ver sus muslos casi babeaba, se sentó y al instante empezó a menearse buscando la cartera o un pañuelo quizá en el bolsillo de atrás del pantalón, se movía y se agitaba hasta que por arte de magia tenía el miembro erecto y afuera del pantalón, casi a la altura de la cintura, asomándose por el cinturón. Aurora no hizo caso y siguió leyendo. El mierda se incorporó como queriendo salir del asiento con gran agilidad y le untó la parte saliente del pene babeante en los senos, Aurora dio un salto, le lanzó el libro en la cara, cogió su bolsa enfurecida y se abrió paso entre la gente gritándole: ¡cerdo!, ¡puerco asqueroso!, ¡maldito!, ¡infeliz!; yo le dije que aprendiera otro tipo de palabras, esas lindezas son sutiles y delicadas para un engendro del demonio como aquél. No, mana, decía la prima Gertrudis, yo por eso voy a aprender karate, así les daré un buen golpe en los huevos.

Los compañeros de la oficina zafios, melindrosos, tarugos, mal encarados, siempre tozudos; no mi reina, así no se mete el papel al alimentador de la copiadora, que no te enseñaron en la escuela de comercio; yo no estudié comercio, le decías, pero has de haber estudiado algo para estar aquí porque nosotros somos leidos y escrebeidos, lo decía en tono de guasa queriendo hacerse el chistoso, sí, cómo no, pensabas, sobre todo con la gran cantidad de errores que cometía el cretino diariamente en los memos. Y al enseñarte a usar la nueva fotocopiadora tentoneó tus asentaderas y entonces volteaste furiosa y le diste una bofetada, pero el desgraciado se fue a quejar con el jefe quien te llamó la atención diciendo que tú eras nueva y que el tipo asqueroso cerdo inútil, en cambio, el mequetefre de pacotilla, ése tenía antigüedad y que tú eras casi nueva; su falsa sonrisa y su libidinosa mirada te dieron tal repulsión que te fuiste a llorar al baño. Margarita, la archivera más antigua, la de las medias corridas, una señora cincuentona y amable se acercó a ti y te dijo: guarda esas lágrimas para algo que valga la pena, aquí todos son iguales, eres joven y bonita, no les hagas caso, mejor trata de conseguir otro trabajo pues el gobierno es así, a menos que se las des como lo hizo la Lorena y si lo haces, mejor que sea con un jefe aunque todos son casados, allá tú, yo nomás te digo que tengas cuidado. Tú la abrazaste y le dijiste que estabas harta de sus miradas y que no ibas a consentir que te tocaran.

Al día siguiente, el mismo mequetrefe te llamó a la fotocopiadora, ¿aprendiste a usar la Xerox?, yo te puedo dar clases particulares, ya ves que tengo la vara alta con el jefe; la vara y qué más, le dijiste, pues lo que tú digas, mi reina, me vuelves a decir mi reina y te doy otra, qué, ¿no fue suficiente con la de ayer?, mira, m’hijita mejor no te hagas la apretada y santita, de lo contrario verás de qué cuero salen más correas.

La vida en la oficina era un infierno, o eras fácil o te odiaban, te insultaban los hombres, los poderosos, los únicos que tenían altos cargos; lo era así hasta que llegó Cristina, la nueva jefa de la sección de cobranzas a corto plazo, la única mujer con ese nivel, tenía unos 38 años, se veía lista y tú pensaste que podría ser tu aliada.

Encontraste una ruta diferente de tu casa al trabajo, tomabas el tranvía que siempre era más conveniente. A la gente casi no le gustaba, decían que era para viejitos pues era lento y tenía trayectos diferentes, sin embargo decidiste abonarte: “ocho cincuenta cada martes y a viajar por todas partes”, decías sonriendo. Juntabas tus abonos, los coleccionabas, cada semana cambiaban de color, verde, amarillo, rojo, morado, a veces los repetían pero trataban de ser originales, eran unos cartoncitos curiosos. Nadie los trataba de falsificar, en ese tiempo la gente no falsificaba, era barato y cómodo viajar en tranvía, debías caminar algunas calles más pero valía la pena. Lo único malo era cuando había que quedarse al balance hasta tarde, lo cual sucedía una vez al mes aunque tu padre enfermo con esa fuerte tos iba a recogerte a la parada.

Cristina te miraba las piernas, te dabas cuenta de su manera de ser, empezó a protegerte y tuviste miedo, sabías que se decían tantas cosas, que si era lesbiana..., y de ti qué cosas se dirían.

El paseo en tranvía te permitía relajarte y distraerte, leer y hacer crucigramas, una de las varias heredades de tu padre. Todo iba bien hasta que apareció el cretino infeliz maldito sinvergüenza, ibas sentadita en el asiento de la ventana, tu preferido, justo antes de la puerta, estabas concentrada; no advertiste al granuja que se sentó a tu lado con cautela, como queriendo respetar tu lectura, se deslizó como un gato, llevabas la minifalda de cuadritos negros con blanco, aquélla que ya nunca volverías a usar, y cuando menos lo habrías podido suponer, abstraída en el pasaje de la novela, sentiste unos dedos gruesos y tibios que se deslizaban temblorosos desde tu rodilla hasta el muslo, casi hasta la orilla de tus calzones, bajaste tu falda de inmediato pegándole en la mano con el libro, lo miraste irritada, furiosa, con ganas de matarlo, le dijiste que querías salir y no te dejó, era grande y fuerte, lo empujaste con tu rodilla, él no se movió, no te vio siquiera, pero tú ya conocías esa actitud de burro soez, de hacerse los sordos y tozudos y estúpidos, trataste de saltarlo, lo hiciste y entonces pudo centrar su mano completa en tu sexo, tropezaste y caíste, dejaste un pie en su pierna y se quedó con tu zapato en las manos, todo fue tan rápido que nadie lo notó, y si alguien lo notó se hizo el tonto pues nadie intervino como de costumbre; pudiste coger tu bolsa y te aferraste al libro, dejaste el zapato tras de ti, pediste la parada con desesperación, no lo mirabas, bajaste y caminaste cojeando, había que cruzar un solitario callejón, ahí te alcanzó, había poca gente en las calles del centro de la ciudad pues era la hora de vendedores ambulantes, de los que también había que cuidarse; el cabrón te ofreció el zapato, no quiero nada, no es mío, váyase, déjeme en paz, cerdo de mierda, que me deje le digo, suélteme asqueroso, ay, mamá; qué mamá ni qué nada, ven aquí m’hijita, ven aquí putita, más vale que cooperes y que no grites; ¡ay!, ¡ay!, ¡no!; cállate o te dejo marcada para siempre; viejo cochino, chingue a su madre; ah, y además mal hablada la canija, eh?, pues ‘ora vas a ver que aparte de joderte, te chingo.

Luego de su abyecto crimen, el sátrapa escapó riendo satisfecho de su felonía. Tú quedaste inundada en el llanto y la repulsión, llorabas, te mordías las manos, corrías zaherida, con el dolor reciente del estupro.

Llegaste a tu casa con la ropa rasgada y sanguinolenta, no había nadie, tenías los brazos, las piernas, la cara, el cuerpo y el alma adoloridos; fueron llegando uno a uno tus hermanos y tu madre luego de lavar la ropa de tres familias; juntos se dirigieron al hospital donde tu padre estaba moribundo. En algún momento tu hermano menor te preguntó por qué estabas en casa, dijiste que llegaron los auditores y todos se fueron a sus casas.

Al día siguiente murió tu padre, tú, Lola, la joven de 18 años, tenías los brazos amoratados por la brutal paliza del asesino, las piernas, los pechos; no dejabas de sangrar como en intenso período. Nadie notó nada con la ropa negra que les prestó la vecina del cuatro para empezar el luto de nueve meses, tú sabías que no sólo había muerto tu padre; tu orgullo y dignidad también habían muerto.