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SaloméSalomé perversa

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Salomé, hija de Herodes y Herodías, la princesa idumea, la bailarina de siete velos, la incestuosa, la sacrílega asesina intelectual del Bautizador del Elegido. Estos y más calificativos realzan el imán que tenía por dentro y en la piel esta mítica mujer. Historia la puede mostrar como la endemoniada y provocadora de reyes, príncipes y plebeyos en la sala de espectáculos, pero la hermosura de su cuerpo, su sensualidad y la fascinación por su figura sólo podrá igualarse paradójicamente a la casta Susana, a la musa Calíope, a la ponzoñosa Circe y más cerca de nosotros a la bacantina Isadora Duncan.

Moreau la retrató en pleno trance, con su cuerpo tatuado por completo, con invisible velo, los ojos cerrados en arrebatado vuelo con un cetro o ramo de flores en una mano. En la otra con una escanciada copa cruza rauda el aire. ¿Qué humano no se deslumbraría por su porte, su estilizado talle, sus labios semicerrados que apenas se mueven musitando la melodía que baila? Su cabeza luce una tiara elevada con elegante talla. En su pubis dos leones relamen dos polluelos que descansan en su nido bajo la mirada de unos ojos avizores. Sus muslos blancos y sus piernas se sostienen en pies calzados por elegantes sandalias que suaves tocan el mármol de Carrara. Sus senos virginales parecen dos colmenas que intactas permanecen hasta de las miradas vanas. A su lado un soldado la escolta de pie, petrificado.

¿Quién, al verla con imponente danza, pensaría —por un momento no más siquiera— que su mente maquinaba la suerte del preso en la mazmorra? ¿Eran celos de mujer insatisfecha, o despecho de loba por la presa descarriada o rabia de mujer por la afrenta de haber sido despreciada en su pedido? ¿Era placer sexual el que sentía, enfermedad que luego el Sade llamaría por su nombre? Ninguna señal en su sonrisa franca y en su frente no se atisbó una mínima expresión. Sus movimientos rítmicos eran los de sierpe sibilina y despedía el aroma del sándalo y el mirto.

Tiziano registró en el lienzo el momento en que en sus brazos porta el trofeo de su saña femenina. Recogida está la manga sobre su brazo diestro y la saya deja ver su cuello purpurino. Su rostro es frío y la sonrisa la ha dejado. Su mirada es lejana y el continente de su figura no es hermoso. Busca en la sala al Rey a quien subyugó con su exigencia. Sostiene en alto en sus manos delicadas la bandeja con la cabeza de su víctima inmolada. Los ojos del muerto la miran desde unas ojeras entre sombras. Sin expresión, sin vida y sin un interés definitivo. En esta y otra segunda pintura aparta ella sus ojos del plato en donde porta la cabeza ya truncada para huir de su mirada. Típico gesto del asesino que teme ser visto por su víctima. El despojo servido parece no gustar ya a la fiera que lo cuidó en la madriguera. Así paga la Vida a quien la vida quita. El ademán de Salomé no es el de una reina. Es el de una camarera que sirve a la mesa palaciega.

A Salomé, la reina del Rey, la princesa oriental, la de exótica piel y movimiento de palmera egipcia, Historia ha guardado un lugar en el libro de los sueños malogrados. Un antes la marcó en lo más fino de las fiestas cortesanas, supo llevar los velos y beber el vino con que encantó a príncipes azules y a reyes y a su padre. Engendró no hijos sino amores encendidos con los que aprisionó en su cárcel de carnes y deseos a los incautos. Su lujuriosa sed la llevó al desierto de la cordura y a otra cárcel más cruel que es la falta de amor y el desenfreno. No sabemos cómo fue el final de sus días, pero como Cleopatra o la Monroe, divas y ebrias del lujo y la codicia, debió morir sacrificada por Hastío en muelle lecho. Lo que sí sabemos es que, instigada por Herodías, su madre, prefirió el crimen y la insidia a los dones de su cuerpo y lozanía.