Sala de ensayo
Lope de VegaLa dualidad idealismo-realismo en El perro del hortelano, de Lope de Vega

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En 1618, en la Oncena parte de las comedias de Lope de Vega Carpio, sale a la luz El perro del hortelano. Como comedia de enredo propia del Barroco, la obra presenta las múltiples peripecias de unos personajes cortesanos que se ven movidos por un tema típico en este género: el amor. Este sentimiento se presenta desde varios prismas, siendo especialmente distintos en dos de los personajes principales: Teodoro, el secretario de la Condesa de Belflor (a la postre amada suya) y Tristán, criado de éste y pieza fundamental en la resolución del enredo que se crea durante la obra. Ambos, con sus conceptos sobre el amor y las mujeres, se incluyen en una larga tradición literaria que opone una visión realista y otra idealista del amor.

La primera cara de esta moneda la encarnará en la obra Tristán. Tras un escarceo amoroso donde Teodoro corteja a Marcela, una de las criadas de la Condesa, Tristán, cansado de las amargas quejas de su amo, le dice lo siguiente (vv. 365-371):

TEODORO: Hoy espero
                       mi muerte.
TRISTÁN:    Siempre decís
                       esas cosas los amantes
                       cuando menos pena os dan.
TEODORO: Pues, ¿qué puedo hacer, Tristán,
                       en peligros semejantes?
TRISTÁN:    Dejar de amar a Marcela [...]

Ante la rotundidad de estas palabras, Teodoro le pide explicaciones de cómo llevar a cabo tal consejo, a lo que Tristán, al más puro estilo Ovidiano, le dice (vv. 376-377):

TRISTÁN:    Liciones te quiero dar
                       de cómo el amor se pasa.

Durante los versos siguientes, Tristán se ocupará de aleccionar a su amo sobre cómo desenamorarse. Para ello, le insta a pensar en los defetos de las mujeres y no en sus gracias y virtudes. La reminiscencia ovidiana, como hemos apuntado, es incuestionable. Así lo apunta Rosa María Navarro Durán,1 que señala como fuente del discurso de Tristán el Remedia amoris del poeta latino. En el tópico literario del Remedia amoris, creado como solución para el tópico de la enfermedad del amor, podemos ver desde los más variados consejos hasta recetas médicas (como en el Idilio XI de Teócrito). El poema de Ovidio termina incluso con una recomendación dietética contra el amor. En esta misma línea, que alienta las palabras de Tristán, podemos recordar a uno de los mejores discípulos de Ovidio, el Arcipreste de Hita. En su Libro de buen amor, Juan Ruiz, tras reprochar al Amor todos los problemas que trae a los hombres, recoge los consejos que, emulando a Ovidio, le da el Amor para “querer amar dueñas o cualquier mugier”.2

Tristán, por tanto, se alinea en la visión realista del amor, que sostiene por medio de la desmitificación de la belleza de las mujeres, que según el criado es algo artificioso y debido, especialmente, al vestuario de las mismas (vv. 419-426):

No la imagines vestida
con tan linda proporción
de cintura, en el balcón
de unos chapines subida.
Toda es vana arquitectura,
porque dijo un sabio un día
que a los sastres se debía
la mitad de la hermosura.

Ese vituperio de las mujeres tiene antecedentes claros en nuestra literatura. Así, el Corbacho del Arcipreste de Talavera, prototipo de la literatura misógina, es quizá el más claro. No en vano, la segunda parte de su libro la titula de la siguiente manera: Aquí comienza la segunda parte de este libro en que dije que se trataría de los vicios, tachas y malas condiciones de las malas y viciosas mujeres. A lo largo de ella, los ataques a la mujer se centran en ponerla como portadora de todos los pecados existentes, tales como la soberbia, la envidia, la avaricia y en más de una ocasión hace referencia a que su belleza es simplemente exterior ocultando lo que son en realidad: “Muchas son hermosas, blancas, rubias, de maravillosas facciones, que en sí son tan ruines, viles, sucias y de tachas llenas y de malas condiciones, que piensan que por sola su hermosura han de ser amadas. Bien creo que el que no las conoce quiérelas a prima vista”.3 Tales ataques persiguen el mismo fin que auspician las palabras de Tristán: mostrar a los hombres la cara más negativa de las mujeres e impedir enamoramientos que luego les traerán más perjuicios que ventajas.

En su afán por convencer a su amo, Tristán no duda en concretar cuál debe ser la imagen que debe tener de una mujer (como un diciplinante que le llevan a curar), e incluso ilustra su postura (en la línea del tópico exemplum in contrariis que vemos en la literatura didáctica del siglo XV del Canciller de Ayala o del Marqués de Santillana) con un ejemplo de cuando él se enamoró una vez y venció tal trance centrándose, según afirma él mismo, en los dos mil defectos que tenía su amada (vv. 459-468):

Pardiez, yo quise una vez, [...]
a una alforja de mentiras,
años cinco veces diez;
y entre otros dos mil defectos,
cierta barriga tenía
que encerrar dentro podía,
sin otros mil parapetos,
cuantos legajos de pliegos
algún escritorio apoya,
pues como el caballo en Troya
pudiera meter los griegos.
¿No has oído que tenía
cierto lugar un nogal
que en el tronco un oficial
con mujer y hijos cabía,
y aun no era la casa escasa?
Pues desa misma manera,
en esta panza cupiera
un tejedor y su casa.

Para olvidarla, se aplica su propia medicina y le demuestra a Teodoro el buen resultado que le dio (vv. 479-502):

Y queriéndola olvidar
—que debió de convenirme—,
dio la memoria en decirme
que pensase en blanco azar,
en azucena y jazmín,
en marfil, en plata, en nieve,
y en la cortina, que debe
de llamarse el faldellín,
con que yo me deshacía;
mas tomé más cuerdo acuerdo
y di en pensar, como cuerdo,
lo que más le parecía:
cestos de calabazones,
baúles viejos, maletas
de cartas para estafetas,
almofrejes y jergones;
con que se trocó en desdén
el amor y la esperanza,
y olvidé la dicha panza
por siempre jamás, amén;
que era tal, que en los dobleces
—y no es mucho encarecer—
se pudieran esconder
cuatro manos de almireces.

Es inevitable, al leer estos versos llenos de mordacidad y exageración, pensar en los poemas burlescos y en las hipérboles de Quevedo, en especial cuando compara la panza de su amada con la del caballo de Troya o con el tronco de un nogal donde cabía una familia entera.

El empeño que pone Tristán por hacer ver a su amo la futilidad y fugacidad del amor se topa, no obstante, con el idealismo que encarna Teodoro. Éste, lejos de dejarse convencer, se afirma en su visión del amor y de las mujeres, dejando claro cómo las concibe. Aun tratándose de una simple criada, como es el caso de Marcela, cuyos ropajes no igualaban la elegancia de damas de la alta nobleza, Teodoro rebate lo que llama desatinos de su criado y afirma que (vv. 449-452):

Yo no imagino que están
desa suerte las mujeres,
sino todas cristalinas,
como un vidro
transparentes.

Y más adelante (vv. 503-505):

En las gracias de Marcela
no hay defetos que pensar.
Yo no la pienso olvidar.

Se sitúa, así, dentro de una corriente de idealización femenina que tiene su claro punto de partida en los preceptos del Amor cortés, basados en considerar a la mujer como visión de Dios en la Tierra. Nuestra literatura tiene a ilustres representantes de tal corriente. Por ejemplo, el Calisto de los primeros actos de La Celestina, que deifica a Melibea y no duda en declararse Melibeo. Los pastores de las Églogas de Garcilaso andan por el mismo camino de idealización, al hablar de simples pastoras como verdaderos dechados de belleza y virtudes.

El idealismo de Teodoro se manifiesta en los requiebros que Marcela confiesa que le regala Teodoro y que contrastan frontalmente con los consejos dados por su fiel Tristán (vv. 264-271):

Una vez dice: “Yo pierdo
el alma por esos ojos”.
Otra: “Yo vivo por ellos;
esta noche no he dormido,
desvelando mis deseos
en tu hermosura”.
Otra vez me pide sólo un cabello
para atarlos, porque estén
en su pensamiento quedos.

Su idealismo llegará a su punto culminante cuando se enamora de Diana. Sobreponiéndose a las barreras de clase existentes entre él y la Condesa, decide (no sin arrepentirse en varias ocasiones) que sólo luchará por conseguir el amor de Diana, aunque ello le suponga morir en la porfía (vv. 1412-1417):

Tristán, cuantos han nacido
su ventura han de tener;
no saberla conocer
es el no haberla tenido.
O morir en la porfía,
o ser conde de Belflor.

Teodoro nos recuerda, de este modo, al más idealista de los amantes que ha presenciado la literatura: Don Quijote. Por encima de cualquier obstáculo, ama a Dulcinea, a la que tiene idealizada sin casi haberla visto. Del mismo modo, Tristán, su sirviente nos trae a la memoria a Sancho que no duda en oponer su visión realista a los delirios idealizados del hidalgo al que acompaña.

En ambos casos, tanto en la obra de Lope de Vega como en la de Cervantes, el idealismo acabará triunfando. En la de Lope consigue superar la distancia social entre Teodoro y la Condesa; en la cervantina consigue que acabemos admirando a Don Quijote, a pesar de que sabemos que se mueve en un mundo originado por su locura y por una mente deformada por los libros de caballerías.

 

Notas

  1. El perro del hortelano, edición de Rosa María Navarro Durán, Biblioteca del CVC.
  2. Estrofa 430 incluida en “Aquí fabla de la respuesta que don Amor dio al arcipreste”.
  3. Capítulo XIII, segunda parte.