Letras
Tres relatos

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Cardo

En treinta años habrán demolido el edificio y el lugar pasará diez años abandonado y crecerán las matas de pasto. Y vendrán a fumar acá. Al morir sentada, una semana después se le encontrará con toda la sangre acumulada en las piernas y los pies. Las botas que lleva son de coagulo marrón. A los veinte años mascaba las manzanas bajas. El pasado no existe. Un marco de cielo ya desprovisto de luz solar y sendas manchas oscuras con modelo de nube estirada y fija. Un cuarto piso, que está puesto antes del quinto subiendo y antes del tercero, bajando, con pasillo simple y estrechado por las bicicletas amarradas afuera de las puertas. Cara de anciana desconocida y abstracta. Figura de tiza blanca. Y la respiración, que año tras año ayuda a fijar una capa mugrienta de tierra y humo de estufa a las paredes del techo. La puerta anterior, no tiene bicicleta. Toda la semana que viene, el aire del pequeño departamento se inundará de moscas de cabeza enorme tras los vidrios. El folletín con las reglas para irse al cielo. En cincuenta años pasará por acá una carretera de esas de alta velocidad y cercos de acero cromado. Losetas plásticas rotas en los extremos del piso. Comedor de cuatro patas y cada silla de cuatro patas puestos de la misma forma que fueran puestos muchos años atrás. El agua en la floreta se volverá zaguán con las flores que se irán derritiendo y en unos días serán una marca blanda y negra, las flores se pudren igual a los albatros y a las gacelas de ojos de lanceta al morir. Más allá del comedor, la portecina del dormitorio, un ropero cargado de estrechos montones de ropa y anclas al mundo. Cajas de fotos y papelería. En la cama en la que durmió una sola garza, la anciana trae puesto su trajecillo de flores grandes. Lleva una tarde muerta, rígidas ya sus mandíbulas y sumergida en la soledad de la que hacen gala los viejos. Hace treinta años todo esto era solo un sitio eriazo donde había mucho cardo, de ese de flores violetas. Y venían a fumar acá. Nadie vendrá a verla. El futuro no existe. Y la piedra de granito con que todos los seres del mundo luchan, la aplastará sola. Semanas más tarde su cara habrá sido devorada por las ratas y esa herida negra en la que se transformará, será igual al corazón que se desbarata dentro de su pecho. Clic de reloj. Luces que proyectan sombras sobre la raída muralla del edificio.

 

Láminas de té

Beber té de la misma taza sin lavarla es siempre la forma en que comienza su tarde, tarde a tarde, todos los días, allí comienza su día, no antes, antes sólo fue picar alimentos, extender mantas, comer y luego fregar un plato. Desprovisto ya de las rígidas tareas matinales, había puesto suavemente la taza llena de té muy caliente, como siempre lo ha bebido sobre ese pequeño mueblecillo que usa para guardar lo que sí le interesa.

Algún chino tiempo atrás escribiría que una forma sabia de terminar un día (ojalá todos) era sorbiendo la tibia melaza de la combinación del tinte de las hojas de té y agua caliente, donde exclamaba, ¡ah! ¡nada como el té! Pareciera que justo al juntar aire para iniciar esa inspiración que antecede cada uno de nuestros movimientos, al extender la mano hacia esa olla de loza pequeña, fue cuando el sonido reconocidísimo del aleteo de un ave le interrumpió esa inercia ya iniciada y tan esperada. A pesar de sí mismo, pues muchas veces antes desde el brillante pasto del jardín y de entre las placas redondeadas de las hojas del árbol, habían surgido sonidos de aves, no era nuevo, sin embargo torció los ojos, sólo los ojos hasta el borde del ángulo que nos deja la piel de la cabeza en esos rasgados huecos en los que se alojan. Era el sonido descompasado del aleteo lo que le incomodó, sólo vio un movimiento más abajo de lo esperado, no en el follaje sino entre las ramas de la enredadera que había tejido hace mucho un pavimento sobre todo el suelo, no tenía caso intentar detenerla pues siempre volvería a aparecer, apareció de allí la cresta de las plumas de un abanico. Ya la cabeza había abandonado el eje de la taza de té y giraba completamente. Si, allá se retorcía un ave, intentando recuperar la postura que les fue conferida a las aves entre el aire, sin embargo y a pesar de los tremendos aletazos, no lograba incorporarse, sólo girar por el suelo. Él nunca salía al pasto a esta hora y le aplicó un gesto de desagrado a su voluntad de ayuda que ya venía subiéndole por los pulmones, él siempre había sido así, no podía pasar por alto ayudar cuando podía. El aleteo se volvió menos regular y sólo se veían las patas en forma de garras retorcidas y sujetándose a sí mismas. Por fin, salió al patio y caminó hasta ese pequeño huracán de plumas y hojas, después de algunos intentos logró sujetarlo y ordenarle las plumas y las alas junto al pecho (como deberían estar las alas de un ave cuando está sana), el horror de ésta al verse sujeta por una persona no era suficiente y su cabeza caía hacia atrás en forma de abandono involuntario a una obstinada cascada que la atraía hacia abajo.

Al revisar su cuerpo no encontró ninguna herida, y al parecer los huesos de sus alas y patas estaban completos, sólo una sensación de cansancio extremo y resequedad en el plumaje le hacía pensar que estaba acaso enferma. La cabeza colgaba completamente inerte y al volverla al suelo el ave intentó escapar saltando de espaldas para sólo caer en el mismo lugar, el triángulo de su boca mostraba la aguja de su lengua, el brillante resorte de sus ojos estaba opaco y acumulaba lágrimas en toda la cabeza. Los minutos que pasaron no repararon en ninguno de los tres, ni el él, ni en el ave, ni en la perfumada taza de té. Las torceduras de la espalda y el cuello del ave aumentaban de intensidad y distancia, haciendo que el corazón de él se torciera al mismo tiempo. Contemplar un ser que muere impone una corriente de inquietud y misericordia, si es que tal cosa existe, que supera a todo el hierro del que estemos hechos.

Y provista de esa agenda que todo ser viviente cumple antes de morir, se incorporó y abrió los ojos muy grandes, juntando toda su fuerza para vencer o recibir lo que le embargaba completamente. Sólo murió, dejándose caer esta vez con forma de pañuelo, sin lo que caracteriza la voluntad de moverse, sin los colores de lo que está vivo, sin la certeza de que seguirá un nuevo movimiento o una nueva mirada, sólo cayó desplomada, como caería un ave pequeña. Y el tornasol de sus plumas y las brillantes pezuñas de las patas aún continuaron su esfuerzo por brillar.

La levantó entonces en sus dos manos y la contempló un rato sin levantarse, esa cresta de hileras de nubes que pasa por el cielo a esta hora en esta época del año, estaba allí dibujada en un telón de fondo lejano y desierto. Abrió un pequeño foso allí mismo abriendo el manto de la enredadera y desbaratando la compleja red de raíces hasta llegar a la tierra. Guardó el cuerpo del ave allí y lo fue cubriendo en pequeñas andanadas en tierra y restos de hojas secas. Al terminar esto, cerró las ramas de la enredadera para sellar ese lugar.

La tarde había perdido la resonancia que parecía tener antes de salir al patio y había ganado sólo apenas un sordo murmullo de las mismas hojas y las mismas pasadas de autobuses del otro lado del muro.

Volvió a su sala, luego de lavarse las manos y esquivar varias veces su propia mirada en el espejo al mojarse el pelo, ya sentado en la silleta frente a la taza de cerámica, retomó la dirección para llegar a ella. Beberla no fue difícil, el té frío le recordaba la imagen de su abuelo, que se dormía frente a su taza y al despertar reclamaba que su té estaba frío, recordaba esa rama dibujada con bellotas y hojas redondeadas de roble en el plato de loza colgado del muro de esa casa, donde dibujada sobre la rama había un ave, que torcía la cabeza, en ese gesto que todas las aves hacen para poder vernos con uno de sus profundos ojos.

 

Polaroid

En el club de suboficiales, los tertulianos se comen una cabeza de vaca, quizás de cerdo. Y copas de ají. Un vientecillo infame sopla por la cuneta de las calles. El cañón del alcantarillado entrega un chorro rojizo y magnífico al río. Lejos se ven pasar camiones, en su desfile diario por la carretera nueva. Las sombras de los árboles se alargan sobre la pared, sobre la que alguien escribió, la misma vieja y raída frase. Humea vapor de las enaguas por las ventanillas de los departamentos. “Ya te he dicho que si te encuentro con otra”. Probablemente lloverá desde ese techo grueso que viaja con el viento. En el cafetín renovado, los que usan calzoncillos limpios beben capuchinos. Fuman los colegiales que pasan en manadas riéndose sicóticamente de todo. En la calle número 4º de la cuadra 36 de la villa 100 orina un gato rubio y luego defeca y araña la tierra revuelta con pedazos de hilo viejo y cemento. Una nueva capa de moco vaginal mancha la tela bajo el vestido de ella. Sólo el orín de los otros huele como orín. La vida es dura te he dicho siempre. Y te va tragar entera esa porción de ego. El problema no son los ojos sino las miradas. Lo que se mira es intrascendente. La pala mecánica sabe más de historia que cualquier memoria casera. Huyen pájaros. Pintura para ojos. Pasos pequeños por una casa que se pudre. Papel higiénico adorna los arbustos por la ruta que va al campo. Los perros duermen siestas mientras las moscas dibujan en su comida. Pasa junto al escriba de rigor, la quijada de la autoridad sonriente, a inaugurar más despojos. Olvídate de tanta cara que recuerdas, deja de hacerte la momia. Para celebrar la caída de Roma los inscritos en el síndico marchan a votar. Una foca salta en una postal. Un carrusel vacío es acribillado por la lluvia.