Letras
El caso del feliz hombre de negocios

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Gerardo Antón era un hombre de negocios exitoso y feliz. Viajaba a menudo a países de los que conocía sólo los hoteles y los aeropuertos. Casi nunca pernoctaba más de una noche en los países que visitaba.

Incansable en su actividad, una vez terminada una reunión, emprendía un nuevo viaje, business class, naturalmente, el teléfono al alcance de la mano y el notebook siempre abierto.

No conversaba con sus compañeros de viaje. Había desarrollado un sistema de protección ante las intrusiones de compañeros de viaje deseosos de pasar las horas de vuelo en amable intercambio de ideas, generalmente unilateral.

Su familia se había acostumbrado a su forma dinámica de vivir y él mantenía su presencia virtual utilizando los recursos electrónicos más sofisticados. La esposa comentaba risueñamente que su marido dirigía a la familia por control remoto.

Gerardo Antón estaba siempre de buen humor y cada regreso al hogar era una fiesta. Con sorpresas y regalos compensaba su ausencia.

Tenía cincuenta años y aparentaba mucho menos, gracias a un frecuente teñido de cabellos. Su silueta se mantenía elástica y musculosa como la de un muchacho por su constancia en el ejercicio físico y en la dieta.

 

En cierta ocasión Gerardo regresó de un viaje más tarde de lo esperado.

No se había comunicado con la familia ni con la oficina durante varios días y al llegar explicó que había tenido un accidente, no grave, y que a eso se debían la tardanza, la pérdida de su equipo electrónico y las múltiples marcas de su rostro y de su cuerpo. No quiso agregar nada más. Se lo veía cansado y abatido. Durmió durante dos días seguidos y al despertar comió con avidez. Después ya no pudo dormir y si lo hacía se despertaba varias veces a los gritos y luchando con un enemigo invisible. Esta insólita conducta alarmó a sus allegados.

La secretaria canceló todos sus compromisos pendientes y a pesar de los ruegos de los familiares se negaba a llamar al médico. Pasaba los días postrado en el lecho de la habitación en penumbras.

Su apetito descomunal era lo único que lograba sacudir su apatía y los efectos de esa dieta desacostumbrada comenzaron a mellar su físico.

Finalmente cuando no pudo soportar más su angustia accedió a visitar al médico de familia, quien lo encontró básicamente sano, pero en un estado psicológico alarmante.

 

El médico lo derivó a mí, para que lo atendiera con urgencia.

Recibí un amplio informe de los síntomas del nuevo paciente pero no obtuve colaboración de su parte. Era un evidente caso de apatía melancólica. En general se pueden tratar estos casos sólo cuando el enfermo consigue bajar sus defensas, pero éste no era el caso de Gerardo Antón. Venía tres veces por semana a mi estudio y hablaba de su carrera, de sus éxitos, de su familiares, pero nunca mencionaba su último viaje. Cualquier intento para llevar el tema a algo más significativo, se estrellaba ante un muro de silencio.

 

Cierto día, la vista de un cuadro de mi estudio, que evidentemente no había notado en las visitas anteriores, provocó una grieta en el dique de sus emociones. El cuadro representaba las Pirámides de Egipto.

Las palabras, ininteligibles al principio, comenzaron a salir a borbotones de su boca y me sorprendió escucharle una voz en falsete, algo femenina e histérica, que no era la suya. Comprendí que su último viaje lo había llevado a Egipto para concluir un acuerdo comercial, arriesgado desde el punto de vista político.

Dijo: “Al entrar en la habitación del hotel unos desconocidos me atacaron y me cloroformaron. Me desperté desnudo y aterido, en el piso de una especie de celda”.

A este punto Gerardo Antón se levantó.

Gesticulaba y su rostro brillaba de sudor. Lo escuché sin pestañear. Es frecuente que un enfermo de este tipo, a un cierto punto, se asuste por haber abandonado sus defensas y se refugie otra vez en el mutismo.

Agregó a borbotones que una vez despierto entraron varios hombres que, lo gopearon y luego llegaron otros que lo usaron sexualmente. Por tres días le sometieron a ese ritmo de golpes, maltratos y violación. Le daban poca comida y el agua estaba en una palangana fija en el suelo, de manera que para beber tenía que hacerlo como un animal.

Cuando consiguió decir todo eso pareció calmarse. Le dije: “Habrá sufrido mucho”.

Gerardo me miró como un demente. Sus ojos brillaban enrojecidos, se precipitó hacia la puerta y antes de salir gritó:

“¡Fue horrible! ¡Me gustaba!”.

Aturdido por el impacto de esa frase, tardé unos segundos en realizar lo que se proponía hacer, corrí tras él, pero en la sala de espera encontré a mi secretaria que miraba estupefacta la ventana abierta de par en par.