Letras
Vámonos poniendo fúnebres
Breves poemas al cobijo de la festejada

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A la Huesuda, a la que debo la mitad de mis preocupaciones
y la esperanza del descanso perpetuo.

I.

Que nadie se salva de tus labios,
bien lo sabes,
que nadie del descanso se levanta,
santa suicida.

Que los pies andarán las huellas de otras hordas,
que perseguiremos nuestra cola en otros pasos
al amparo de los cánceres y el sida.

Que nadie rechaza una invitación al aposento,
al festín de tierra entre los dientes,
a la celebración de la mosca y los gusanos
bien que lo sabes, perversa,
mi terroncito de azúcar.

Bien que lo sabe tu cráneo desdentado
que ostenta la espera en un tzompantli;
bien lo sabe tu desdén, tu empeño.

Dime entonces, osario sin término,
sin fingimientos:
¿tu expiación, cuándo se llega?
¿cuándo tu lápida se yergue?

Nada para siempre queda, hermana,
ni tú ni nada para siempre.

 

II.

¿Para qué tanto escándalo de horas,
tanto cuesta abajo y cuesta arriba,
tanta luz en las pupilas y
tanta noche en la garganta?

Para qué tanto grito
que se oculta en los cuarteles,
para qué tantos besos
de Judas y Caínes.

Para qué seguir
hollando mundo;
para qué entonces el llanto de la Tierra
cuando puede tenerte el pensamiento;
¿para qué prolongar la senda de la ciencia?

¿Para qué vivir, hermana,
para qué,
cuando puedo soñar en tu placenta?

 

III.

¿Y tú, por qué no te mueres?
¿Por qué no carcome tus huesos
la mansedumbre apacible de un abeto?
¿por qué no te arrebatas la belleza
con la furia con que gobiernas y marchitas?

¿Nunca cesas? ¿No descansas?
¿No conoces de finales de jornada y
agonías de milenio?
¿Nunca has sentido los pies llagados
en las fatigosas marchas sobre el mundo?

Te vendo una ambulancia, hermana,
un cabrestillo insulso donde reposar tantos planes sin futuro;
te vendo un mito.

¿Es que no sientes escozor en las venas
al contemplar la sangre alimentando,
macabra, el subsuelo?

¿No te espantan las bombas?
¿Es qué no aborreces el asesinato por la espalda
o el infanticidio?
¿Es que no sufres los terribles legados de la guerra?
¿Acaso nunca lloras?
¿Quién te crees? ¿Qué esperas?
¿Por qué no te mueres de una vez
y olvidas en silencio, reposada,
el oscuro rastro
de esta especie ingrata y asesina?

 

IV.

Hoy quiero hablar de ti, ajeno a los trenos y a los cantos,
hoy quiero hablar
de tu nocturno encuentro con nosotros, los sin rostro.

En tus pasos
distingo las huellas de los actos heroicos y el vacío.
En la espalda de la Historia apareces dulce como un niño.
Te imagino como niebla y como un río.

—Ayer escuché una farsa fantástica, una comedia de enredos donde el protagonista era un Mesías, que resurrecto y triunfante, disponía de los panes y los vinos para el pueblo—

Hoy, en cambio, yo quiero hablar de la “nube” y el incienso
como hablar de la injusticia y el espanto,
hablar del ajonjolí y la alegría
como el rezago de un país de olvido.
Hablar del crepitar de veladoras
en Todos Santos, hablar de usos y costumbres,
hablar de advenimiento de mercado.
Como si la muerte fuera romántica,
como si enterrar a tu madre o a tu hijo
causara risa,
como si los cuerpos insepultos tuvieran descanso,
como si de verdad,
en serio,
creyésemos en algo,
como niños pidiendo calavera en el carnaval de los vivos,
en el placentero inframundo.

 

V. Canción funeraria

Me siento tan culpable por haber muerto,
por exponer abiertamente
la descomposición de mi cuerpo a ojos ajenos,
por mostrar a la noche
la desmemoriada dentadura y los largos huesos.

Me siento estúpido por volverme tierra,
lombriz de tierra,
agonía de tierra,
me siento estúpido.

Si pudiera anidaría flores en mi tumba
para negar el acontecimiento,
esta desgraciada sensación de desgarrarme,
revolcarme,
descarnar en un agujero sin sueño.
Si pudiera viviría de nuevo, no sé,
compraría trozos de vida
con tal de evitar todo esto.

Pero el péndulo certero
amenaza a cada roce la carnalidad,
el contacto nuestro.
Nos vuelve claros, transparentes:
muertos.

Si la Muerte fuera un sueño;
compraría pastillas para acrecentar el desvelo,
apostaría al caballo del insomnio,
me zurciría los ojos con la indiferencia del mundo.

Perdóname,
hoy me siento tonto, inútil,
estúpido por haber muerto.

 

VI.

Cuando alguien muere,
consumimos los pabilos para avivar el fuego de la ausencia;
suplantamos su sitio sobre el pavimento;
gastamos cartuchos de lágrimas en busca de perdones y excusas;
trocamos los viejos rencores por estupendos y felices momentos.
Nos creemos más buenos
y hasta brotan de nuestros flacos huesos
lazos por la sangre ignorados.

Derramamos agonía y arrepentimiento.
Hacemos verbena de sentimentalismo
y buenos principios frente a todos...

Pero a solas, en el silencio estático de nuestros adentros,
sabiendo lo que sólo nosotros sabemos,
nos da por llorar:
lloramos.

Cuando alguien muere,
sencillamente lloramos.

 

VII.

Alacrán de jugoso veneno, te regalo un beso.
Señora, señorita, sigilosa bienhechora
de suicidas y verdugos,
amiga, espejo, a ti me entrego.

Desdentado cráneo en eterna espera,
tzompantli torneado con segundos marchitos,
derrame de sueño funerarios,
sudor de pasado trágico y festivo,
certera bala a conciencia abierta,
campo de niebla. A ti me entrego.

A ti me entrego,
Huesuda, Flaca, Catrina,
pozo con fondo,
alegoría buñuelesca,
tacto de ángel y demonio;
terror de nadie, terror de todos,
Muerta Muerte,
gozosa doliente,
Muerta Muerte,
romancero de poeta perseguido.
A ti te regalo un beso,
enumeración interminable
—suicida calaca gozosa,
secreto, pastel funesto—
te regalo un beso
te regalo uno y sólo uno,
sólo un beso te regalo
porque te quiero.

 

VIII.

Resulta inútil morir, hermana, si tú no mueres.
Resulta insulso morir.

Que nadie de tus labios se salva,
bien lo sabes,
ni el Mesías resurrecto,
ni el tzompantli de los días,
ni la mosca y los gusanos,
ni el pasado perezoso e insurrecto.

Todo por morir termina,
todo a tu paso, matadero, arrollas,
con tu cuerpo de niebla, con tu marcha de noche
resulta insulso morir, hermana, si tú no mueres.

De nosotros nada sobrevive,
lo que vemos la chingada se lo lleva,
desde el gusano hasta la orca
todo por morir termina;
por eso te pregunto a ti, la más querida,
mi entrañable Güera:
¿tú, cuándo te mueres?
¿tú, cuándo sonríes?
¿tú,
cuándo descansas?

Nada para siempre queda, hermana,
ni tú ni nadie para siempre.