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Amadeus me lo dio

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En su lecho de muerte, mi dulce Amadeus repasaba su vida. La verdad es que a veces fue bastante amargo, pero cuando uno está a las puertas de la expiración final, siempre se le tiende a dignificar. A pesar de todo, yo sollozaré sobre su tumba como la que más, porque nadie le hubo conocido mejor que yo.

 

De niño, era totalmente desenvuelto, y aunque la vocación por la música fue muy temprana en él, desarrolló un atractivo y un carisma, propios tan sólo de los más notables e influyentes personajes.

Hasta un músico colosal que venía de las calles, y estaba convencido de que sería un niño mimado, en un principio, aquél del que todo el mundo hablaba, se quedó maravillado al escuchar una de sus últimas creaciones para piano. Llegó a ser uno de sus mejores amigos.

Su padre, en el ambiente aristocrático en el que vivían, cuidó de que el genio no se obcecara con malas influencias; sin embargo, Amadeus sabía desde siempre lo que le convenía y supo moverse en sociedad.

La madre de Amadeus, la señora Ana María, sí que era afable; de su sencillez y armonía es de donde Amadeus cultivó su gran esplendorosidad como persona. Nanerla sería su hermana mayor, de la cual la distaban cuatro años, y un carácter algo diferente.

 

En su natal Saltzburgo, en Austria, era donde solía reunirse con sus amigos para tocar música de cámara, aunque yo le pillé más de una vez comiendo salchichas y degustando alguna que otra longaniza.

Y es que los dedos de Amadeus, se movían por el teclado con plena libertad y sapiencia, dando a luz las más preciosas melodías. Yo solía sentarme en el patio a escucharlo, y solían juntárseme en el pecho mil sensaciones, que por aquel entonces no lograba entender.

Durante años lo separaron de mí, no obstante, sé que fue feliz. Prodigó éxitos en Munich, en Bruselas, en París, en muchos lugares. Cuando regresó de una gira, me anunció que quería casarse con la reina María Antonieta, y no pude hacer otra cosa más que reírme... Ya sola, en mis aposentos, las lágrimas se desbordaron en mis ojos, al enfundarme en la realidad de que yo nunca tendría la más mínima comparación con aquella dama, y me sentí como desahuciada por Amadeus; él no me hubiera despreciado como mujer por falta de joyas o vestidos opulentos verdaderamente, pero sí porque no podría apasionarse conmigo, ni plagiar su mirada, convirtiendo en amor lo que era gratitud.

Sin saberlo me iba matando poco a poco el corazón. Como a él su mal, que fue en Viena el objetivo de una epidemia de viruela. La superó gracias a sus óperas y su abnegación por ellas.

 

El día más triste de mi vida es el que me comunicó su próxima boda con Constanza. Yo sabía que Amadeus no era para mí, pero eso ya significaba nuestro alejamiento definitivo.

Me han llamado para que busque a un cura que pueda darle la extremaunción, mientras les platica suavemente. No querría perderme sus postremas palabras, aunque no se me tiene en consideración, y ni siquiera puedo quejarme, porque sólo soy una criada... Una triste enamorada de mi venerado Amadeus... Sólo la criada de su amor...

 

Enseguida vendré con el sacerdote. No tardaremos en llegar.

 

Antes de marchar, Constanza, la mujer del moribundo, me detiene en el hall:

—¿Sabes dónde puede estar su violín? No deja de preguntar por él.

—No, no, señora —respondí, desentendiéndome de ella.

 

Una simple criada como yo no tenía por qué saberlo todo, así que me descolgué furtivamente de la conversación y salí a la calle a buscar al párroco de la iglesia a la que todos los de la casa solíamos acudir, orgullosa de no haberle dado gusto a la mujerzuela que definitivamente me quitó a Amadeus.

Sabía del violín del que hablaba la futura enlutada, no obstante me hice la tonta y fingí que no sabía de lo que conferenciaba.

Era el violín que su padre le había regalado cuando principió sus conciertos, el mismo con el que logró emocionarme con una de sus piezas el día en el que yo cumplía treinta años. Por ese entonces, Amadeus tenía quince en su cuerpo, pero cuarenta en su alma.

—Elisa... ¿Por qué estás tan triste? —indagó el joven Amadeus.

Expliqué que la melodía tan delicada y armónica, me traía recuerdos de cuando yo vivía en Bergel, aunque en realidad, el motivo de mi desconsuelo era que aquel creador tan tierno con sus notas, que me tocaban como si fueran dagas ardiendo, nunca iba a procurarme nada que no fuera en alucinaciones.

Negó con la cabeza, como comprendiendo mi desconsuelo, y me besó dulcemente en la boca. Tras esto, Amadeus me cogió en brazos y me tumbó en la cama. Me aprisionó entre las sábanas, y sin dejar que me incorporase, con suaves soplidos apagó las velas del dormitorio.

Después, cerró mis párpados con sus dedos, y volvió a sellar mi boca con el candor de la suya. Se fue posteriormente, aunque no del todo... Esa noche, Amadeus se sumergió conmigo en el lago de mis sueños, y allí los dos seguimos nuestra hipotética vida, paralela a la que él llevaría en el mundo consciente entre conciertos, y su boda con su entonces joven y sin arrugas Constanza.

A partir de ese momento, yo siempre soñaría con ese instante de fusión entre lo real y lo ficticio, pero nunca llegó, Amadeus nunca lo permitiría. Concluí que él había hecho lo peor que podía haber hecho, llevarme al cielo para prontamente, abandonarme a la buena de Dios; desde otro punto de vista, me había dado una razón para existir.

 

Por el camino a la iglesia fui rumiando sobre todo esto, y concerté que si no les daba el violín, a quien realmente haría daño era a Amadeus; antes que eso, prefería yo cortarme las venas.

Resolví que cuando llegara a casa, iba a sacarlo de la cómoda de mi cuarto donde estaba el violín, y a entregárselo a Constanza sin reservas.

 

Era la madrugada y el cura estaba en la cama. Le saqué de su domicilio a patadas, y le expuse el caso. Ya estaba enterado de la enfermedad de Amadeus, así que no le extrañó que fuera a por él, para que pudiera darle la extremaunción. Eso sí, no sé si el hombre se enteraba mucho del instrumental que cogía porque olía a anís que tiraba para atrás:

—Bueno, hija... Perdona la tardanza, ya podemos ir —declaró el cura, tanteando que llevaba la Biblia.

Le abroché unos botones de la sotana de los que se había olvidado, y nos pusimos en marcha.

 

—¡Tenemos que darnos prisa, padre! —advertí nerviosa.

Cada segundo crecía mi necesidad de estar con Amadeus; sabía que su vigor y su vitalidad se escapaban por momentos. No iba a llegar para despedirme, viendo la lentitud de movimiento del párroco.

Hubiera dejado abandonado al capellán, para que durmiera la moña que llevaba, si no fuera porque tenía que dar los santos óleos al agonizante Amadeus. Se cayó una o dos veces; así que decidí ayudarle en el tránsito, y le cogí del brazo.

A pesar de no ser muy fuerte, me dio la impresión de que lo llevaba en volandas, y cuando llevábamos escasos metros de esta guisa, me rogó que nos parásemos:

—¡Qué esta noche vamos a ser dos los muertos, como sigamos así! ¡Sólo un momento, hija!

La petición de mi acompañante no me hizo ni pizca de gracia... No obstante, como lo veía tan sofocado, frenamos en seco al lado de unos álamos.

El que al haber presenciado la escena se reía a mandíbula batiente era un mendigo que discurría en voz alta sobre la injusticia social y la corruptela de la burguesía en un mundo sin escrúpulos, con un perro tan sucio y tan flaco como él mismo, que le miraba con ojos de besugo.

No me dio tiempo ni de pestañear, y al momento tuve al pordiosero delante hablándome sobre marginación, con el fin de que aquella detallada plática sirviera para que le diera unos cuantos taleros.

—Y ahora dame unas cuantas monedas, que casi ya no me acuerdo del rostro de mi por siempre adorada emperatriz —negoció el mendigo.

—No tengo tiempo ahora para limosnas... ¡Vamos, padre! —sentencié.

 

Fui a recoger al presbítero que se estaba escurriendo del tronco en el que estaba recostado. Sentí que los hechos me desbordaban, cuando aquel menesteroso sacó un cuchillo amenazando con que si no le daba algo, se lo iba a clavar al cura.

Estuve a punto de salir corriendo y dejar de víctima acuciante a aquel clérigo borrachín, pero no lo hice por temor a que luego me llamaran anticlerical, y porque el pobre Amadeus estaba esperando la visita del cura para morirse.

Le di a aquel maleante lo que llevaba de valor: la horquilla de plata con la que sujetaba mis cabellos, y el imperdible que Amadeus me trajo de Francia, y que yo siempre llevaba cerca del corazón. Al padre también le adquirió el flamante crucifijo que llevaba éste para dar los sacramentos.

 

Logramos llegar a casa, y el perro del ladronzuelo con cara de bobalicón, nos había seguido, seguramente con la vana esperanza de conseguir comida caliente. No me temblaban mucho las carnes por el ratero éste, así que de dos puntapiés me libré de él. Más me hubiera preocupado una amenaza del dueño, que de ese perro enano.

—¡Al fin y al cabo, qué va a hacer! ¿Mearse en la puerta como venganza? —indicaba el cura al ver mi dilema entre castigar o no al perro.

—¡Usted cállese y venga al dormitorio de Amadeus! —exclamé malhumorada.

Al llegar a la alcoba de Amadeus, me encontré llorando a Constanza sobre el pecho de él. Mi carrera con el cura zopenco, y el atropello con aquel ladrón inmundo que hizo que su perro se enamorara de mi olor a cocina y a hogaza tierna, no sirvieron de nada: Amadeus ya había fallecido.

 

Me sentí fuera de lugar, y me fui a mis aposentos amargada, como si la culpa de que Amadeus hubiera muerto la hubiera tenido yo, por no haberle devuelto el violín de su padre, que con tantas ganas había pedido antes de perecer.

Saqué de mi cómoda el dichoso violín, y se lo llevé sin pausa. Aparté a Constanza con violencia, y coloqué el violín en el regazo de Amadeus.

 

Entonces, la perplejidad se hizo en la habitación. Los ojos de Amadeus se abrieron, y se puso el violín en el hombro.

Comenzó a tocar una pieza melancólica y desafinada. Tan sólo unas notas... Sonrió, dejó a su lado el violín, se giró en la cama dándonos la espalda, y durmió exhalando un último suspiro, ya con una enorme sensación de paz, que hasta a nosotros fue transferida. Fue la última ilusión que provocó Amadeus Mozart; sólo las que puede provocar una gran genialidad.

 

Del violín nunca más se supo: unos dicen que el discípulo de Amadeus se lo llevó a Polonia, otros afirman que la viuda lo enterró junto a Amadeus, a lo emperador egipcio con sus tesoros; y sólo unos pocos glosan que el párroco que le iba a dar la extremaunción, huyó con él y con el perro del cuatrero que nos atracó, para alegrar con sus melodías a las gentes de las calles de Hungría.

Yo añadiré, a estas presunciones, que no sé nada.