Letras
Confesiones desde el infierno

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Por si no lo saben, ineptos que pueblan las afueras de este inmaculado recinto: vivir no es otra cosa que follar. Observar las curvas de los demás con hondo celo detectivesco, estudiar sus efluvios con avidez hasta arañar esa angustia que precede al pánico de saberse ante un culo virginal (o que, por ímpetu o descuido iniciales, amaga serlo).

A las gentes hay que conversarles hasta encontrarles el ritmo y las maneras más rebuscadas que sólo la libido logra develar.

Hoy —admito que me toco mientras escribo— amanecí con ganas de polvear con todos ustedes. Para que de una vez entiendan lo que digo. Vivir es flirtear, insinuar, actuar, hasta llegar al confesionario macabro e impío —pero, ¡ay!, definitivo— que a veces es la cama (o el mugriento baño del cine porno, o la caseta que el vigilante te alquila por un sencillo que vale más que su sonrisa de vieja arrecha, o, si el bolsillo no ayuda, la parte más oscura del parque enrejado... para vaciarse en el ansia que humedece más al rocío del pasto y para atenuar la tenue lumbre de la impúdica luna).

Allí, en el sacrosanto lecho, hay que pugnar con el amante de turno exigiendo al máximo a la elasticidad del preservativo, confiando en su mentada eficacia y desconfiando siempre de la asepsia de los orificios de los demás: hembras y machos, culos y conchas, putas y no tan putos, maricas de avenida o gays de club nocturno, chibolas inexpertas de discoteca bien o viejas recorridas en cuyas arrugas se esconden literaturas sórdidas, poses geniales y mamadas edénicas... ambiguos también, ¡por supuesto!, porque la experiencia dicta que la cama es infalible ayudando a definir a un indeciso o a indefinir, con un respingo febril, a un supuesto machote en cuyos apretados fundillos se esconden tristes gónadas minúsculas que quieren, una después de la otra, hendirse en ese recto perfumado y, así, airar nalgas fláccidas: dudar es siempre una gimnasia salubre entre tanta insalubridad: lo saben las lesbianas confundidas cuyos coños desean ser curados al menos por una noche memorable de falos enhiestos y relinches vigorosos que ojalá no quieran recordar.

Recordar, recordar, recordar...

Ahora, ya debo abandonar la mentira, y recordar que escribo porque no gozo. Me apoltrono en la silla, sostengo el lápiz, veo la hoja en blanco y pienso en sexo: desnudos grecos, ubérrimas siluetas masculinas, orondos pechos femeninos y hasta animales en celo que, orgiásticos, pugnan por conjuntarse.

Vivir para mí es follar. Pero no follo: nunca lo hice.

Escribo sobre sexo porque nunca lo tuve.

Soy monja. Vivo desde hace más de dos décadas en el monasterio de Santa Catalina y, cada vez que puedo, releo a escondidas al Marqués de Sade. Cuando me excito en demasía parto un par de limones y los chupo con rigor; a veces devoro hasta la cáscara para mitigar mis fogosos arrebatos. Aplaco, también, mi hambre de sexo con duchazos de agua helada... Y rezo, rezo con toda la vehemencia que mis ovarios me otorgan.

Por las noches escribo historias grotescas, manifiestos tan impresentables como éste. El sexo me devora, soy como un demonio que despierta en medio de la oscuridad y se apodera de mi alcoba y de mis pensamientos.

Pero insisto: no me iré jamás de acá. Persisto.

Persisto porque llegará el día en que alguien me descubra. Leerá mis textos y, de encontrar bazofia, me denunciará ante la Superiora. Todo habrá terminado.

Persisto porque, en contrapartida, aún albergo la esperanza de que un alma sensible y bienhechora aborde mis textos y sepa hacer suya mi coyuntura. Sé que en este estadio de la paz, el silencio y la oración, hay espíritus libres como el mío que me ayudarán a sacar del convento estos manuscritos inacabados pero verídicos que no son nada más que una carta abierta a la civilización moderna.

¿Por qué el sexo me acomete tanto, Padre Celestial? ¿Por qué el diablo somete a mi pluma?

Abrirle mis piernas a Mefisto es un sueño preciado. Y lavar el pene de Jesucristo con agua bendita tibia, mi fantasía más onírica. Pero, imaginar que alguien pueda excitarse leyendo estas líneas ya es algo desembozado, exagerado: me calienta tanto que humedezco la silla, me enciendo como una hoguera y evoco a Juana de Arco mientras busco desesperada el clítoris.

A veces lloro y me detengo. Pienso: ¿no estaré ya en el infierno?