Artículos y reportajes
El malestar de la lectura o la satanización de las ideas

Quema de libros

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No puede haber una escritura liberal
si el pensamiento de la sociedad que
la produce no lo es.

Roland Barthes

Uno

Siempre he creído que la escritura no se enseña, como tampoco se puede enseñar el hábito por la lectura ni amor por los libros. En los talleres de composición se formulan pautas, técnicas, procedimientos para la elaboración de oraciones y párrafos; se señalan las características que diferencian un texto de otro: un ensayo de una reseña; una crónica de un comentario; una monografía de una tesis. Se enseña también que estos géneros no son monolíticos, que en ocasiones uno atraviesa los límites del otro. Pero la escritura, en su sentido amplio, no. La escritura sólo se aprende, como se aprende quizá a caminar o a montar bicicleta: a veces sólo recibimos el empujoncito. Nadie, en realidad, puede obligarnos a hacer lo que no queremos ni a enamorarnos de quien no deseamos. La historia es diciente en este aspecto: la relación entre los grandes hombres, la escritura y los libros ha sido, por los siglos de los siglos, una relación amorosa. Un amor que nace en el calor de la sala de una biblioteca o, por qué no, en la vitrina de la librería de la esquina, y que el tiempo va transformando en algo más: en una enfermedad incurable que sólo puede detener la muerte.

Jorge Luis Borges, ese gran maestro de las letras universales a quien nunca le dieron el Nobel, decía, más en serio que en broma, que él se enorgullecía de los libros que había leído mientras que otros lo hacían con aquellos que habían escrito. Felipe Santiago Colorado, un legendario profesor de la Universidad de Cartagena, les recalcó siempre a sus jóvenes pupilos que un escritor es mil veces lector. Algo similar decía ese gigantesco poeta alemán, Rainer María Rilke, en uno de sus numerosos ensayos: “Para escribir un sólo verso, el poeta debía haber visto muchas ciudades, debía haber visto mucha gente y, por supuesto, haber leído muchos, pero muchísimos libros”.

En este sentido, escribir está más allá de un simple acto de fe, más allá todavía de la inspiratio-onis latina, de las musas que recorrían los salones de los palacios, las orillas de los ríos y los lagos para insuflar de motivos al poeta-cantor. La polémica creada en torno a la enseñanza de la escritura, parte precisamente de la compleja realidad de que ésta es sólo el final de un largo proceso, un proceso que nace en las páginas de otros libros, en las ideas de otros autores, en el amor por la vida que esos escritores, llámese poeta, novelista o ensayista, desbordan en las cuartillas que escriben. Es que escribir es también un acto de amor, pero viciado por la lectura.

La historia del libro ha estado siempre asociada a la historia de la lectura porque ésta es su fin último: los libros se escriben para ser leídos. Y la lectura es en realidad un acto de protección, de blindaje contra los prejuicios y una cura indolora contra la ignorancia, porque lo que nos enseñan los libros es, precisamente, aprender a pensar, y no hay nada más peligroso y subversivo en un país tercermundista como el nuestro que un pueblo pensante. Alberto Manguel, el escritor argentino, autor de los libros Una historia de la lectura y La biblioteca de noche, nos recuerda en una de de sus últimas entrevistas para El País de España, que “la tareadel político es mucho más fácil frente a un pueblo idiota”, que “educarnos en la estupidez es simplemente quitarnos los libros, y esa ha sido siempre una tarea de los dictadores”.

La censura de los libros ha sido, es y será una censura contra el conocimiento. En el largo periodo en el que instaura la Edad Media, la lectura estaba sólo destinada a unos pocos. Primero, por el alto nivel de analfabetismo existente entre las comunidades; segundo porque las bibliotecas eran patrimonio único de la Iglesia, y el conocimiento que se impartía en las abadías y conventos estaba sesgado por la religiosidad, por lo que no era de extrañar que la visión del hombre medieval sobre su entorno estuviera ligada a un orden cósmico, a una jerarquía suprema, a un Dios castigador y vengativo: cielo e infierno se fundían en una sola coacción de premio y castigo. Umberto Eco, en su ya clásica novela El nombre de la rosa, nos narra una historia que se desarrolla en una abadía del siglo XII, y nos describe la lucha intestina de unos monjes por guardar los secretos de unos libros no aptos para el buen desarrollo de la fe cristiana. El interés por no develar la información que subyace en las páginas de los manuscritos es tan poderoso que no escatiman incluso el asesinato.

Pero esta no es sólo una práctica de vieja data, como parecería, de seres incivilizados que en nombre de sus creencias no vacilaron en llegar a los excesos con el fin de mantener parado el edificio de su fe. En la década de 1920, en Inglaterra, uno de los países más modernos del mundo, cuna del desarrollo industrial y del pensamiento científico, un escritor como D. H. Lawrence, autor de títulos tan exquisitos como El amante de Lady Chatterley y Mujeres enamoradas, era perseguido y condenado a muerte por las élites victorianas que creían ver en sus libros una mala influencia para las nuevas generaciones de jóvenes ingleses, quienes, siguiendo los pasos de los personajes del escritor, se internaban en los bosques y en los parques para darle rienda suelta a sus instintos sexuales, lo que llevó, por ende, a que la natalidad aumentara aceleradamente en Londres y sus alrededores. No obstante, lo más curioso de este caso es que hasta 1960 la censura sobre los libros de Lawrence continuaba, tanto así que un juez ordenó el cierre de una editorial porque ésta, a petición de unos clientes, había publicado una colección completa de la obra del autor, evitando de esta manera que los libros cumpliesen con su fin último: llegar a nuevos lectores, ser descodificados y valorados a luz de un nuevo paradigma.

 

Dos

Hoy, en pleno desarrollo del siglo XXI, la tiranía contra los libros y la censura del pensamiento liberal continúan. Sólo basta con echar un vistazo a un pasado no muy lejano para saber que el oscurantismo no fue sólo un problema de la Edad Media, sino también un propósito bien fundamentado de los gobiernos seudodemocráticos de Latinoamérica. En Argentina, por ejemplo, ese gran país que Borges vertió en sus relatos de gaucheros que se destripaban a cuchillazos, que Roberto Arlt mitificó en sus novelas y que Julio Cortázar romantizó en sus cuentos, se constituyó durante varias décadas de dictadura militar en una tierra satanizada para la libre expresión. De allí salió para París el autor de Rayuela en un exilio que duró toda su vida; de allí, igualmente, partió Mempo Giardinelli para México y Osvaldo “el Gordo” Soriano para Bélgica. La misma suerte corrió Tomás Eloy Martínez y, entre otros, el poeta Juan Gelman en un exilio de doce años.

Muchos de estos pensadores fueron vetados en territorio argentino y sus libros sacados de circulación por los entonces padres de la patria que no podían permitir que sus ideas se constituyeran en caldo de cultivo para los subversivos que manifestaban su inconformismo en las calles y plazas de Buenos Aires y en provincias aledañas. La desaparición de los que se quedaron hace parte hoy del capítulo más oscuro de la historia política de Argentina. Roberto Walsh, un destacadísimo reportero que, según sus amigos, escribía crónicas policíacas con el mismo aliento con que Raymond Chandler sus novelas, salió un día de su apartamento de un conocido barrio del centro de Buenos Aires, fue retenido por un grupo de policías que lo esperaba en una esquina y más nunca se volvió a saber de él. Ernesto Sábato, uno de los escritores más alabados, queridos y respetados de América Latina, eterno candidato al premio Nobel, tuvo que refugiarse un tiempo en París, donde experimentó, según sus propias palabras, una de las tres crisis fundamentales de mi vida: el exilio como otra forma de muerte.

El veto, en este sentido, se constituyó en una historia de larga duración.Tanto así que narradores de la talla de Soriano, cuyos libros producidos en el exilio habían sido publicados ya en países como Francia, Italia, Polonia y Alemania, sólo empezaron a conocerse en Argentina a principios de 1980, en ediciones limitadas que circulaban únicamente entre amigos, estudiantes de literatura y uno que otro curioso interesado por conocer el pensamiento de los que estaban por fuera.

Pero esta satanización moderna de los libros y, por ende, de la lectura, no es propia de un país considerado en los setentas como el polo de desarrollo más importante del cono sur. A pocos kilómetros de allí, en la hermana república de Chile, la llegada del general Augusto Pinochet al poder, después de la toma a sangre y fuego del Palacio de la Moneda donde el presidente Salvador Allende contestaba el teléfono, fue sólo el inicio de una cruenta historia de silencio sobre la cual se han escrito muchos libros, pero también la de una larga lista de desterrados a los que ya no se les permitiría por ningún motivo regresar al terruño. Uno de estos casos, quizá el más conocido porque el premio Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez lo convirtió en uno de los reportajes más vendidos del periodismo latinoamericano, es el de Miguel Littín, el cineasta chileno que un día, disfrazado de un hombre de negocios de origen uruguayo, dirige tres equipos de filmación para llevar a cabo un documental sobre la vida chilena bajo el régimen dictatorial. El reportaje, que apareció publicado en 1986 con el título de La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, fue motivo de cólera para el generalísimo, quien, a través del Ministerio del Interior, ordenó un decreto que prohibía la circulación del libro en territorio chileno y castigo para todo aquel que le fuera decomisado un ejemplar. En un artículo sin firma que circuló durante un tiempo entre grupos de rebeldes sin nombres, se dice que en noviembre de 1986, en Valparaíso, fueron quemados un total de 15.000 ejemplares de la primera edición del libro, y que días después, en el patio de una de las guarniciones militares más custodiadas de Santiago, diez mil ejemplares más corrieron la misma suerte.

Los libros nunca se han llevado bien con el poder, pues la historia de éste corre paralela a la historia de la censura, y la censura ha estado siempre relacionada con el destierro, la miseria y la muerte. La larga dictadura de Alfredo Stroessner, en Paraguay, produjo tantas muertes y destierros como las secuenciales dictaduras en Argentina. Augusto Roa Bastos, por ejemplo, autor de dos obras maestras de la literatura latinoamericana como Hijo de hombre (1960) y Yo el supremo (1974), tuvo que abandonar Asunción en 1948 porque su nombre hacía parte de una lista de pensadores que iban a ser arrestados por su oposición a un gobierno instaurado tras un golpe militar. Desde entonces se estableció en Buenos Aires, donde escribió gran parte de su obra, y de donde igualmente tuvo que salir en 1976 y trasladarse a Francia porque otra dictadura amenazaba su vida.

 

Tres

La aparición en la novela latinoamericana de un tema en el que el poder dictatorial se instaura como protagonista, fue de alguna manera una respuesta de los escritores a la censura y una reflexión sobre un siglo XX turbulento en el que la barbarie parecía estar ganándole el pulso a la civilización. La promesa de Gabriel García Márquez en 1973 de no volver a escribir un libro hasta cuando cayese la dictadura del general Augusto Pinochet, se constituyó en un golpe de opinión que hizo que el mundo pusiese nuevamente los ojos en nuestra tierra, así como lo había hecho en la década anterior el boom de la novela. Pero aquella no fue en realidad una posición nueva entre los escritores de este trozo del continente. En el año de 1946, Miguel Ángel Asturias, el segundo escritor latinoamericano en ganar un premio Nobel de Literatura, publicó El señor Presidente, un extenso relato que le había ocupado diez años de su vida, varias entradas a la cárcel y un largo destierro por haber utilizado como modelo la figura del dictador Manuel Estrada Cabrera, quien gobernó con mano de hierro durante veintidós años a Guatemala, dejando durante este tiempo varios cientos de muertos, un centenar de opositores tras las rejas, entre ellos un gran número de periodistas, y un puñado de intelectuales en el exilio.

Cuba, la isla que durante casi cincuenta años ha mantenido en el poder al comandante Fidel Castro, y que para muchos románticos de la izquierda latinoamericana es el emblema que sintetiza la revolución contra todos “los males que representa el capitalismo”, no ha sido en este aspecto la excepción de la regla. La persecución ejercida por el régimen castrista contra un grueso número de poetas, novelistas y periodistas que alzaron su voz para defender su derecho a la libre expresión, no tiene nada que envidiarle a la persecución desplegada por los regímenes de centro derecha que durante muchos años ostentaron el poder en Argentina y Chile. Tania Díaz Castro, la autora del libro Flores amarillas cortadas al anochecer, editado en 1996 en España, nos cuenta en uno de sus ensayos cómo en 1971 el joven poeta Nelson Rodríguez, quien en 1964 había publicado una hermosa colección de poemas con el título de El regalo, fue sacado una noche de su casa de La Habana, conducido a un cuartel militar, torturado durante varias horas y luego asesinado en el patio con una ráfaga de fusil. La misma suerte la hubieran corrido los poetas Gastón Baquero, Agustín Acosta, Belkis Cuza Malé, Manuel Díaz Martínez y Raúl Rivero, entre otros, si no toman el camino del exilio. Hasta los poetas chilenos Nicanor Parra y Pablo Neruda, nos recuerda, fueron censurados por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba a mediados de los sesentas porque se atrevieron a cuestionar al régimen y el trato poco digno que éste les daba a los pensadores disidentes cubanos.

Mario Vargas Llosa, uno de los cuatro grandes del boom de la novela latinoamericana, quien durante muchos años compartió su pensamiento político con el comandante, terminó retirándole su apoyo porque no soportó el ultraje al que el régimen sometía a los artistas que no compartían su afiliación política. Éstos, según cuenta un puñado de exiliados, eran sacados de sus casas, retenidos y llevados como prisioneros de guerra al Hospital Psiquiátrico Militar de Topes de Collantes, en el centro de Cuba, donde eran torturados hasta causarles, en muchos casos, la muerte. Por allí estuvo a punto de pasar Reynaldo Arenas, el autor de El mundo alucinante, quien hizo parte de una larga lista de postulados al paredón. Por allí pasó Tania Díaz, confinada durante seis meses a una mazmorra para que pudiera expiar sus pecados antirrevolucionarios. De ese mismo confinamiento se salvó Guillermo Cabrera Infante, el autor de Tres triste tigres y La Habana para un infante difunto, quien se exilio en París y murió en febrero de 2005 en Londres con el sueño aferrado al alma de volver algún día al terruño. Lo curioso de su muerte, que lamentó en voz alta el mundo literario, fue que en Cuba ni siquiera se divulgó oficialmente la noticia de su deceso, pues para Fidel, como para su corte, el novelista era considerado un traidor de la revolución y un enemigo declarado del comandante.

La satanización de las ideas es la satanización del libro y de la libre expresión. Es amarrar el espíritu a la hoguera de la estupidez y la ignorancia. Es el primer y último recurso del tirano que pretende silenciar las voces del conocimiento y la información. Quemar libros y torturar opositores no es un acto revolucionario sino un acto de barbarie, una barbarie que se pensó había quedado atrás con la Edad Media, pero que Adolfo Hitler modernizó con el holocausto judío, y que en la historia reciente de la Humanidad parece resurgir de sus cenizas como el famoso mito del ave Fénix.

Las últimas manifestaciones de esta barbarie en América Latina se han venido dando con mayor énfasis en Colombia y Venezuela, dos países hermanos que hoy, por sus diferencias políticas, sus gobiernos se lanzan insultos y amenazas. En el primero, la persecución que ha ejercido el Estado, por un lado, a través de los grupos paramilitares y la fuerza pública, y la guerrilla de las Farc y el ELN, por el otro, han dejado, según el informe de octubre de 2007 de la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP, un saldo de 110 periodistas muertos en los últimos diez años. A esto se le agrega la desaparición de cinco comunicadores y un número amplio de defensores de los derechos humanos y sindicalistas que han caído asesinados por sicarios de los distintos grupos armados en conflicto. Otros han tenido que abandonar el país y buscar refugio en Europa y Estados Unidos por las desbordantes amenazas contra sus vidas. Uno de los hechos más significativos de los últimos años, que marcó un bache profundo en la historia política reciente del país, fueron los asesinatos selectivos de un poco más cinco mil miembros del partido político de izquierda Unión Patriótica, entre los que se encontraban varios candidatos a la Presidencia de la República y un buen número de congresistas y concejales de diversos municipios de la geografía nacional.

En Venezuela, la llegada al poder del coronel golpista Hugo Chávez hace diez años, abrió una brecha enorme entre el deber de la información de los medios y el derecho de los ciudadanos de ser informados. Según la SIP, si es cierto que el número de comunicadores muertos en ese país es muy inferior al de otras naciones de América como México y los Estados Unidos, el derecho a la libre expresión está siendo amenazado por las fuerzas represoras del Estado y el gobierno de turno. El cierre indefinido de Radio Caracas Televisión en mayo de 2007, fue el primer golpe de alerta contra el ejercicio del periodismo y la libre información en esa nación latinoamericana. La SIP, en su momento, calificó el cierre de RCTV como “un acto de barbarie y una represalia contra una voz crítica que le estorba al presidente”. El informe de Venezuela en la Reunión de Medio Año celebrada en marzo de 2007 en Cartagena de Indias, resaltó la amenaza de cierre de Radio Caracas Televisión, RCTV, formulada por Hugo Chávez en diciembre de 2006, quien esgrimió como razón una acusación política. “Ese es un canal golpista”, dijo, haciendo referencia al supuesto apoyo que algunos sectores de la prensa dieron al golpe de estado que lo dejó un par de días por fuera del poder de esa nación latinoamericana.

“Esta no es sólo una amenaza contra el periodismo de ese país, sino también contra la democracia de Venezuela, contra el derecho de informar y ser informado y contra el derecho a la réplica y tener posiciones distintas a las del gobierno de turno”, resaltó en su momento la Presidencia de la Sociedad Interamericana de Prensa.

Pero las acciones del presidente del gobierno de Venezuela, ha dicho el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa de ese país, van más allá. Ahora ha puesto en la mira de sus desafectos a Globovisión, un canal sobre el que ha recaído una posible medida de cierre, similar a la que se ejecutó hace un año contra Radio Caracas Televisión. Tanto para Chávez como para su equipo de colaboradores, según un informe del diario El Nacional de Caracas, fechado el 15 de febrero del presente año, los comunicadores de Globovisión son tildados de “amarillistas, golpistas, terroristas y desestabilizadores” y de ser un grupo de informadores “serviles al imperio”.

Ante esta vulnerabilidad del trabajo periodístico, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos, OEA, emitió un comunicado manifestando su “preocupación por el progresivo deterioro del ejercicio de la libertad de expresión en Venezuela” y demandó al Estado venezolano ante la Corte Interamericana “por violación de los derechos humanos relativos a la libertad de expresión, integridad personal, garantías judiciales y protección judicial de los trabajadores y periodistas de Radio Caracas Televisión y Globovisión”.

Por su lado, el escritor mexicano Carlos Fuentes, autor de los libros La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, manifestó asimismo para la Asociación de Prensa su preocupación por la grave situación por la que pasa el periodismo en Venezuela y calificó a Hugo Chávez de “demagogo lloricón” sin rasgos redimibles. Asimismo dijo que cuando (Chávez) “estuvo a punto de perder el poder, se refugió en la Iglesia”. Y agregó: “Es un hombre sin sustancia. Un Mussolini tropical de cuarta. Un Mussolini con plátanos que confunde el fascismo con el socialismo”.

Es por estas razones, nos recuerda Manguel, que tanto la escritura y la lectura, en su concepción más amplia y real, no se enseñan, porque las experiencias no se pueden enseñar sino que se viven, y que por mucho que las vivencias de un individuo se parezcan a la de otro, siempre serán distintas y siempre diferentes. Es una realidad que no podemos obviar.