Artículos y reportajes
Ernest HemingwayLa letra y el garabato
Matar un ratón

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No pude resistir la tentación cuando descubrí que habían reeditado los cuentos de Hemingway, de modo que resolví darme semejante manjar todas estas noches, sentado frente al jardín. Y mientras deambulaba emocionado de un relato a otro, se me fue encajando una pregunta en el corazón: ¿por qué motivo la popularidad de este gran maestro decayó tan notoriamente entre las nuevas generaciones? La respuesta me llegó, debo decirlo, de forma insólita.

Desde la jornada inicial me instalé en una silla confortable. Todo estaba en paz alrededor, así que me dejé llevar por una feliz remembranza y comencé con “Los asesinos”. No lo recordaba mal. Sigo pensando que si a alguien se le ocurriera hacer una antología de cuentos perfectos, éste tendría garantizado allí un sitial de honor. Su magia está en el manejo del dato escondido: no se nos dice qué hizo el sueco Ole Anderson, pero sabemos que esto selló su destino y ahora lo buscan para matarlo. Luego pasé a “Gato bajo la lluvia”, pues en el comentario escrito por García Márquez —usado en la nueva edición a manera de prólogo— aparece claramente festejado. No se equivoca Gabo en su elogio de esta narración en la que todo está dicho mediante implícitos. Me dispuse a concluir mi primer envión con “Cincuenta de los grandes” y conseguí deleitarme con la historia de Jack, un campeón de boxeo venido a menos que decide aceptar un último combate —aquí se vuelve sobre la vacuidad del triunfo, uno de los temas preferidos de Hemingway. Cuando ingresé a la casa ya era tarde y mi familia dormía plácidamente en la profundidad de la noche.

Para emprender la segunda jornada, retorné a mi silla del jardín, sin sospechar el embrollo en que habría de terminar envuelto. Una vez ubicado, me di a leer “Las nieves del Kilimanjaro”. Aquí el protagonista es Henry, un escritor-cazador —o sea, un perfecto alter ego del autor. Este personaje acaba de sufrir un percance terrible. Se le ha gangrenado una pierna y ahora se halla varado en un campamento de caza, en medio de la estepa africana. Al concluir el relato, tengo que reconocerlo, volví a sentirme cautivado con la extraordinaria destreza narrativa de Hemingway: su técnica es impecable.

Pasé entonces a “La breve vida feliz de Francis Macomber” y, mientras leía, tuve una intuición. Muchas de las mejores historias de este maestro extraen del universo de la cacería situaciones y metáforas que le permiten escudriñar sus asuntos predilectos: la dignidad, el honor, la lealtad. Y estando en esa meditación, fui perturbado por una algarabía de los mil demonios. Irrumpí en la casa alteradísimo. Encontré a mi esposa y a mis dos hijas encaramadas en los muebles de la sala; mi hijo, por su parte, corría frenéticamente los asientos y las mesas de un lado para otro.

—¡Qué diablos está pasando aquí!

Los cuatro me gritaron en coro:

—¡Un ratón!

Para algunos hombres de letras, las oportunidades heroicas son sumamente escasas. Por eso aprendemos a identificarlas con presteza, sobre todo si es la familia lo que está en juego. Comprendí que debía entregarme a lo que me dictara el instinto, así que fui al patio y regresé trayendo una escoba. Tan pronto como advertí al enemigo pasando bajo la mesa de centro, descargué mi furia sobre él. Tuve mala fortuna: el golpe fue evadido y di justo en el jarrón que nos había regalado mi suegra. Para mi esposa ese fue el final, de manera que se retiró a nuestro cuarto enfurecida.

Como no podía permitirme un nuevo error, afiné mi puntería y aproveché el instante en que mi hijo corrió el equipo de sonido. El animal saltó y logré propinar sobre su cuerpo un golpe certero. Habiendo vencido, me paré en la mitad de la sala para recibir los honores familiares que, a mi entender, merecía.

—Se trataba simplemente de espantarlo, papá —afirmó mi hijo indignado—. Nadie tiene derecho a matar un animal por mero deporte.

Mis dos hijas estuvieron de acuerdo con él y, visiblemente molestas, se marcharon mirándome de reojo. Sin más que hacer, volví al jardín para quedarme con Hemingway.