Letras
Dos relatos

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Clic

Se pasaba mira que te mira, fantaseando entre los brillos parentéticos de las pausas, el clic clic sonoro mareando sus dedos que yacían rendidos sobre el teclado. El índice proseguía con la sapiencia del mouse, sobando poco a poco su contorno de tortuga encapuchada, descubriendo ante sus dunas las concavidades de ratón, hasta que llegaba al punto final, y clic, clic. Luego de la pausa, venían los anuncios brillantes y saltarines, con un minúsculo botón de eliminación a milímetros del cursor, y a veces ni se ve hasta que el anuncio termina por su propia conclusión, pues a veces se escapa, se escapa, por ser tan pequeño y juguetón y le rehuye al clic, clic del mouse. Se suceden las páginas y aburren todas con sus letrillas de times new roman, todas con sus confabulaciones para arrancarte la identidad, tan fácil como el clic, clic, que no es sonoro en los recónditos rincones submarinos, pero acá, en la superficie, respirando el aire acuclillado ante el amor, y apenas cien metros sobre el nivel del mar, suena hueco, en vez de un tanto metálico.

Se pasa las horas, mira que te mira, observando las fechas que pasaron, las decisiones anteriores, los pequeños recuadros que critican. Pasa las horas oteando páginas que no son, hasta que los ojos empiezan a hervir, y se desaguan, no de pena, te lo juro mamita no me pasa nada, es la brillantez de la pantalla. Pues ajústala papito que para eso es el botoncito del contrast. Se ajustan los niveles de colorido y a veces es mejor usar gafas. Y cuando se enfoca bien todo, cuando los mega-pixels se alinean a modo de espagueti, de repente centelleas tú, o más bien tu dirección electrónica. Tan fácil como castañetear los números de su tarjeta de crédito y tu nombre y apellidos y tu posible dirección y lo más importante tu posible edad y tu correo electrónico. Parece que así se encuentra todo en la vida, como en espejo retrovisor, al revés y sin riesgo. Quién sabe, a veces el ático cibernético contiene menos secretos de los que ansiamos. Pero ese centellear es un guiñar, es un correo electrónico inesperado.

El clic clic te deja un poco mudo, no tanto por la facilidad de obtener tus pistas, sino por las posibles razones. Ese espejo retrovisor no distorsiona, pero tu mente sí, y te bate entre los sinsabores de lo que pasó y la cobardía de lo que pudo haber sido. Es que en la playa el sol no bailotea con la seguridad de las decisiones, y es que en las capillas, los aires de sahumerio no azuzan los deseos de unión, y es que en los baños públicos, hasta en ellos en que hicieron el amor, no perdonan por la indiscreción, por más que reventaran los corazones de amor.

Menos clic, ahora sólo otra brillante propaganda, si te gusta esta información y quieres más, más, hasta los hábitos alimenticios, hasta dónde se casó y con quién, hasta qué tiendas visita, sólo marca los otros números, los mismos de antes que se deslizaron como castañuelas sobre el teclado, y listo, y ya.

Sólo cabe una pregunta mientras tintinea tu corazón: ¿todavía quedará el anillo?

Pero ahí está, en la foto donde apareces casada con otro.

 

Ángel

Hoy mi hijo corrió a la calle. Corrió y no se detuvo, pues la incipiente parálisis de los nervios caduca en los años de la niñez, y no se encumbra en su relevancia hasta después. Por lo que corrió sin parar. Sus piernitas alentaban al resto de su cuerpo, nalguitas conectadas a muslitos, conectados a rodillitas y a taloncitos. Toda una mezcla antropomórfica creada para el traspaso de pie a pie, el desnivelado vaivén del caminar.

Nunca soñé el momento hasta que lo vi pasar frente a mis ojos. Salió corriendo y la parálisis de los buenos modales me aturdió. Hasta tuve un segundo para pedirle permiso a mi interlocutor. “Permiso, que el nene salió corriendo”. Las sílabas no demostraban urgencia, y el paladar aún no se resecaba. Las pupilas se enfilaron detrás de la figura del niño, una risa tras la otra, buscando la libertad del paréntesis primaveral en pleno plenilunio de invierno.

Disculpe, ya vengo, pero ya el niño desciende la rampa de la marquesina, ya el sonsonete de su úvula ante el torbellino de sus pulmones tarda un poco más en viajar los diez metros que nos separan. Mis piernas entonces responden retrasadas, ahuyentando la modorra del tener que activarse sin razón, no pasa nada, indica mi cerebro, todavía no desafía las leyes físicas con la urgencia de la adrenalina. Todo esto cambia en un microsegundo. Mi hijo no se detiene, y va directo a la calle.

Calle de cinco de la tarde, murmura imperceptible una neurona, canalizando imágenes de tráfico sin frenos, maldiciones de parachoques, ojerizas por el correr, y hasta un dedo reprobando a una corneta. “¡Calla, que no me dejas correr!”, le dice el cable que conecta a los talones. Calla, calla.

El microsegundo acaba con una inyección necesaria de adrenalina. Sin pensar, acelero, no sin antes mirar a ambos lados. Mis muslos permanecen inyectados de emoción, listos para la aceleración de fondo, pero no llega la urgencia, y desacelero un poco. Atrapo a mi niño, lo alzo en vilo, y no le pego entonces, porque el vecino me mira, y nuestros buenos modales reprenden a los reprendedores públicos. Lo alzo en vilo y el cuello se me eriza. No hay autos, no hay carros a las cinco de la tarde. “Tienes un ángel”, le susurro al oído, antes de zumbarle una palmada.

Luego, trato de ahogar las visiones con una cerveza. No había autos, no había carros. Me rasgo la calva, enervo la fuente de caspa, se detiene la mente en el momento. Salió volando, mi hijo, salió volando, y los gritos de ayuda penetraron la psiquis del vecindario, rasgando la calvicie de los hogares, desollando las chimeneas de la modorra invernal. No había autos, no había carros.

“Tienes un ángel, mijo, tienes... eres un ángel”.