Letras
La deliciosa fuga de una escribidora

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Dos días después de que Agatha Christie desapareciera de Londres sin dejar rastros, yo pagaba en libras y me registraba bajo el nombre de Aura Smith en un hotel africano. En ese momento no lo sabía, pero ahora me explico mi renuencia a recordar el motivo del viaje y a qué obedecía el secreto placer que me llenaba el cuerpo.

Me asomé al ventanal, el viento agitaba las cortinas y allá afuera, más allá del embarcadero, el río serpenteaba sin tocar el campo de dunas de Merzouga. A medio vestir, me tendí voluptuosamente sobre la cama, y me sentí feliz y sola en medio de un planeta blanco.

Una mucama tocó a la puerta con un golpe casi imperceptible y entró arrastrando sin ruido un carrito con dulces y dos tazas de té. Miré la hora, era mucho más de las cinco de la tarde del 5 de diciembre de 1926 y sonreí al pensar que hasta hace tan poco solía tomarlo a las cinco.

Después de beber el té en la cama como una gitana, comenzó el letargo en la fascinación de disponer de tiempo para escribir The murder of Roger Ackroyd bajo la luz de las lámparas que agigantaba mi sombra, y cuando me sentí atrapada en la fisura entre el sueño y la vigilia, dejé de escribir y escuché música de cuerdas.

Me asomé a la ventana, lista para ver algo extraordinario, y lo vi. Era una barca navegando por el Mgoun, no sólo era oscura, sino que podría decir que carecía por completo de color, y sin embargo, sus velas me cegaban.

De una manera extraña podía escucharlo hablar en Tifinagh en un anacrónico Valle de las Rosas, como si su presencia volara sobre mí en círculos cada vez más estrechos.

Las fogatas de la caravana esperan en Seddrat, y los djinns me traen en la barca de madera negra con velas de lino.

Sobre la nave vi dos filas de atriles con antorchas que pintaron la irrealidad con trazos ardientes, mientras un gigante oscuro tañía un instrumento de cuerdas sin tocarlas.

Sobre el puente, diez estrellas de fuego, una por cada siglo sin tocarte desnuda, así sabrás que soy yo quien hace brotar sonidos de vino en la copa eterna de tu boca.

La barca avanzaba hacia el embarcadero, suspendida y estable sobre su ruta líquida.

Entonces lo vi tan cerca.

Los ojos sombríos del bereber eran los de un ave dominando rutas del desierto y atravesaron abismos de tiempo para reunirse con los míos, entonces recordé los ojos crueles de mi marido, resbalando por los pechos de la Señorita Smith mientras jugaban golf en el club y pensé que en realidad no me importaría nada si el Señor Christie decidía continuar con su amante.

A las cinco de la tarde del 13 de diciembre di los últimos toques a la novela, organicé mi equipaje y abandoné la habitación para acomodarme en una poltrona del lobby a leer The Times de dos días antes, lo abrí en la página de anuncios y leí satisfecha:

“Amigos y parientes de Aura Smith, contactar con ella en Hotel Morocco”.

A la hora de la cena Archie Christie ingresó al comedor del Morocco y se quedó mirándome perplejo.

—May I sit with you, madam? —me preguntó, recuperando su sangre fría habitual.

Lo miré un instante sin verlo y le dije que sí, y a decir verdad, no fue grande el esfuerzo que hice por simular el olvido, mientras aún sentía el perfume africano del bereber navegando a ultranza entre mis pechos.