Letras
El cartujo de Bloy

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I

El día que encontraron a Lucio Moro tendido en la acera frente a una pequeña estructura que de vivienda sólo tenía el uso, con la tela que cubre los testículos estirada y lustrándole el único zapato que calzaba, la bragueta perfectamente cerrada como si allí dentro se mantuviera incólume la dimensión de su sexo, con una sábana roja hecha con el tinte seco de su propia sangre, desnudo de la cintura para arriba; el día que el cadáver de “Yunque” Melo Pérez era velado en una casa semiderruida que de casa sólo tenía el nombre, con las dos tapas del ataúd completamente cerradas para no dejar ver la coladera que a tiros la policía había hecho de aquel cuerpo, entre hombres que no llegarían a tener la edad en que murió Cristo, mujeres de cuarenta años envejecidas desde hacía tiempo y mujeres doblemente ancianas con manos aletargadas por el cruel oficio de repasar las cuentas del rosario que a diario limpiaban con sus propias lágrimas; el día que los cadáveres de Lucio Moro y “Yunque” Melo Pérez estuvieron a menos de cinco metros de distancia, ese día, se concretó una venganza jurada hacía un par de años cuando ambos ingresaron como estudiantes a la Facultad de Letras.

A Melo Pérez sólo le bastó el instante en que escuchó el apellido en la clase mientras el profesor pasaba la lista de asistencia para jurar vengarse de Lucio Moro. El hecho de que un Moro irrumpiera nuevamente en su vida era inconcebible; recordó la mañana en que, como nunca lo había hecho con su propio perro, Gastón Álamo acarició con un cariño infinito la esmaltada superficie de la estufa antes de salir.

 

II

Ni el alto número de trabajadores que estaba bajo su mando, ni las consecuentes visitas de melifluos burgueses, ni las solapadas envidias que acrecentaba en los demás comerciantes cumplían a cabal término lo que aquella estufa. Su tamaño había aumentado con el mobiliario y el menaje domésticos, con el recubrimiento de las paredes desnudas, para llegar a ser fiel indicadora del estatus de su dueño. Éste, en su ampliación, mantuvo los azulejos que custodiaban los bordes, cubriendo la amplia superficie con diversidad de colores que no llegaban a agredirse entre sí. Ciertamente, desde la burguesía para abajo, era la envidia de la ciudad. Como nunca lo había hecho con su propio perro, Gastón Álamo acarició con un cariño infinito la esmaltada superficie antes de salir.

Era una mañana calurosa. Desde la orilla más cercana del río una vaharada laxante, nacida en el lodo añejo que contenía carretas de verduras y frutas que, de podridas, ni los animales más sucios se atreverían a comerlas, inundaba las calles para invitar al comerciante a terminar de abandonar su hogar. Fue el primer aroma que respiró. Caminó como todos los días, con lentitud y sin soltar las manos, entrelazadas y firmes, de detrás de la espalda. Frunció el ceño al ver a un extranjero comprar una vasija con agua del río, agregarle unas gotas de vinagre y justificarse ante el aguador:

—Je trouve inconfortable.

En vano el aguador le explicó a su cliente que acababa de pagar por la mejor agua que el río podía dar. No era ésta aquella que usaban los panaderos para hacer el pan, la de los pozos de la orilla izquierda, los cuales, como todos sabían, no estaban protegidos contra ciertas infiltraciones.

—Infiltrations? —interrogó el extranjero, sin sospechar la respuesta que lo impelería, con la misma fuerza instintiva que gobierna a un ave de presa, a pagar dos vasijas más de agua y vaciar en ellas todo el contenido del frasquito de vinagre. Sin escuchar el diálogo, Gastón Álamo pudo deducir la información que inauguró aquel acto ridículo: los tres perros muertos encontrados dentro de los pozos la tarde anterior.

La ciudad no tenía un acueducto lo suficientemente grande. Las dos bombas del puente sólo lograban suministrar setecientos metros cúbicos de agua del río. Nadie lo reconocía, pero la ciudad conquistaba el día a día gracias a la mal pagada labor de los cerca de ciento cincuenta aguadores que transportaban a diario el valioso líquido, sin que el trastorno del tiempo ni los pisos más altos ni las distancias más largas consiguieran detenerlos. Se diría que conformaban una raza llamada a ser inmortal. Y como todo irrefrenable y organizado ejército aquellos hunos tenían su Atila: Gastón Álamo.

Él percibía considerables ingresos a partir de agrupar, colocar, representar y brindar refugio a cada uno de sus aguadores. Cierto que no eran los ciento cincuenta que se empleaban en la ciudad, pero noticias nos cuentan que se calculaban en un centenar. Conjuntamente, con el paso de los años, la magnitud de sus ingresos aumentó por las compensaciones constantes que recibía de miembros de la burguesía, de la Compañía tabacalera e, incluso, de las clases más desfavorecidas. No es de extrañar. Muchos enfermos, en vez de acudir a un médico, se dirigían a verlo a él. No había día en que un Modelo T, uno de los tres que había en la ciudad y del que él era dueño, trasladara hasta las puertas de su casa a un paciente misterioso. Fue lo que aconteció la mañana en que, como nunca lo había hecho con su propio perro, Gastón Álamo acarició con un cariño infinito la esmaltada superficie de la estufa antes de salir.

Cuando ya paseaba a orillas del río, uno de sus aguadores le informó que el automóvil estaba frente a su residencia. Al llegar, el comerciante oteó por sobre la ventana y vio que dentro no había nadie. Apenas entró a la casa la femenina figura que lo aguardaba giró sobre sus talones con elegante frialdad, sólo mostrando unos inescrutables, oscuros y brillantes ojos a través del espacio libre del velo negro que la cubría. El único que parpadeó fue Gastón Álamo: la percibía hermosa. La mujer hizo un gesto con la mano y un hombre, que seguro fungía de criado sin serlo, abandonó el rincón desde donde, como una sombra, vigilaba al comerciante, quien no pudo contener la grosera exhalación de alivio al verlo abandonar la casa.

—Pardonnez-moi, mademoiselle —se disculpó.

No hubo conversación alguna. Desde el momento en que la dama comenzó a hablar, Gastón Álamo aceptó el acuerdo tácito: él callaría hasta que le concedieran el uso de la palabra.

El motivo de la visita no se dejó esperar. Los médicos, como en todos los casos en que personas de las clases altas acudían solicitando los servicios del comerciante, prescribían tratamientos ineficientes que, en vez de paliar la enfermedad, lo único que conseguían era empeorarla, aunándola a otras nuevas que no tardaban en aparecer. La última y secreta esperanza era Gastón Álamo, pues, es hora de decirlo, él poseía el conocimiento de la virtud del agua: ciencia olvidada, remota y universal. Los beneficios que procuraba devenían de una certera relación entre el tipo de agua utilizada y las costumbres y características físicas, espirituales e intelectuales del paciente, redundando, simple y llanamente, en la extirpación de la enfermedad. Fuera la sífilis o la gota, el sarpullido o la lepra, él encontraba la cura a través de la simbiosis individuo-agua. No en vano intimaba asiduamente con un tratado anónimo, único en su género, mútilo al principio, que comenzaba con los versos de Lucrecio: “huc accedit uti quicque in sua corpora rursum / disoluta natura neque ad nilum interemat res”.1 Voltaire llegó a tenerlo en sus manos.2 Gracias a él sabemos que allí se determinaban las bondades del agua de lluvia (ya común y corriente, ya de tormenta, ya de principios de la primavera u otra estación del año), río, mar, lago, fuente, manantial, del agua contenida en recipientes de cobre, de plasta, en barriles, canales (ya de barro, ya de madera, ya de plomo), pozos y cisternas, del agua destilada con alambiques o arena, del agua derivada del desleimiento del granizo, de la escarcha invernal, del agua recogida de las estalactitas de las cavernas, del agua hervida, del agua de nieve, del agua de la saliva (ya de mujer encinta, ya de virgen, ya de desahuciado, ya de bebé), del llanto (ya de parturienta, ya de niño azotado, ya de madre afligida), del sudor (ya de caballo, ya de amantes, ya de niño jugando, ya de niño huyendo de un terrible castigo a manos de su padre, ya de soldado en la pelea, ya de ladrón fugitivo) e, incluso, de la orina.

No habría prórroga. Temprano al otro día el hombre que aguardaba fuera vendría por las indicaciones. Gastón Álamo se encerró en su estudio para redactar el tratamiento apropiado. Cuando lo encontraron muerto a la mañana siguiente, con un puñal clavado en la espalda, sentado frente al escritorio, el agente de policía, luego de levantar la cara del comerciante, pudo leer el papel en el que éste había estado escribiendo.

Al afirmar Heráclito que la cebada se descompone si no se la agita, impélenos a mantener como cierto que la conservación de la identidad de cualquier cosa se encuentra precedida por la operación oportuna de la fuerza externa. Para el caso en que me habéis ocupado es necesaria la acción de un agua especial que, os prevengo, su sólo dictado enturbiará vuestro semblante, así como vuestros oídos y corazón. Mas antes permitidme la libertad de continuar apoyándome en el filósofo griego, padre de la ciencia a la cual me dedico. La sentencia de Heráclito respecto a la ambivalencia del agua de mar compete a toda solutio. Cualquier líquido es, a un idéntico tiempo, purus e impurus. Para los animales marinos el agua de su medio es, necesariamente, potable y salutífera; para los hombres, en cambio, esta misma agua resulta impotable y deletérea. Os ruego mantengáis en la memoria tales equivalencias al momento de llevar a término mis indicaciones, ya que, como de seguro habréis comprendido, lo que para unos es repugnante y desfavorable, para otros, si bien puede continuar siendo repugnante, es la salvación.

 

III

Costó para encontrar un culpable. Gastón Álamo, se dijo, fue asesinado por un ferviente lector de De Quincey, por alguien que consideraba al asesinato como una de las bellas artes. Las investigaciones, conducidas por burgueses intelectuales, el embajador que, en secreto a voces, dirigía la Compañía tabacalera, y la policía de la ciudad, no avanzaron más allá de la perplejidad ante el lugar donde se había cometido el innegable crimen. Se trataba de una habitación pequeña, sin muebles grandes y cóncavos, sin ventanas, cerrada por dentro con una llave que siempre se mantuvo en la cerradura. El embajador conjeturó que el asesino era un discípulo de Poe; un burgués, en cambio, dijo que no era de Poe sino del autor de El pez amarillo; otro recordó a Bar Ryper Owne y a Israel Zang Will. En vano se invocaron los espíritus de Chesterton y Descartes. En vano leyeron y releyeron las Reglas para la dirección de la mente. En vano repasaron las distintas soluciones que la literatura ha dado al asesinato dentro de una habitación herméticamente cerrada.

Resulta curioso cómo el gusto por ciertos autores condicionó el fracaso de esas voluntades. Es justificable. No creo que ninguna forma textual pueda catalogarse de simple. El relato, en las tradiciones culturales más fuertes, comprende un rito sexual, un enfrentamiento, una seducción del otro, que es comunidad, resultando en una orgía, una aglutinación. Recuerdo un profesor de la universidad, defensor de los hallazgos de la importancia de la escatología musulmana en la Divina Comedia. Sostenía, por ejemplo, que muchos conceptos escatológicos cristianos provienen de las ideas dantescas del mundo de ultratumba. Dos conceptos esenciales, decía, que jamás hicieran su aparición en los antiguos Infiernos, paganos o cristianos, se abren paso en los relatos escatológicos musulmanes: el limbo y el purgatorio. ¿Puede creerse que el Limbo, preguntaba, esa antecámara del Infierno, en la que no se sufren ni se conocen penas ni alegrías, es ignorado por la antigua teología cristiana? Es el borde, el orillo, el límite indeciso, explicaba, que circunda la morada de los muertos; los musulmanes le llaman al-A’raf. Precisamente, Dante es el primer escritor cristiano que utiliza la palabra limbo para denominar a semejante lugar, decía y más de uno pensaba Words, words, words!

Ninguno de aquellos hombres que intentaron esclarecer el crimen repasó la biblioteca de Gastón Álamo. No repararon en los autores que en sus títulos repetían en obsesión conjunta la palabra muerte: Manuel Bretón de los Herreros, San Cipriano, Paolo Giacometti, Walter Savage Landor, János Arany, James Mcpherson, Georg Büchner, Hölderling, Lisias, Manzoni. No repararon en León Bloy, que relata el suicidio, con un puñal clavado en la espalda, de un cartujo dentro de una celda herméticamente cerrada.

Sé que nadie ha de atender a esta hipótesis, que deviene, lo sé, de mi gusto por Bloy. Ya la historia, y así lo prueban los años, se conformó con la solución del detective Brisco Moro, quien, a la semana después del trágico suceso, llegó a la ciudad para explicar que el asesino había sido la misma persona que encontró el cadáver. Dijo que Florencio Pérez, secretario de la víctima, gritó por ayuda tres veces, tiró la puerta, sacó el puñal y se lanzó sobre la espalda del anciano. ¿El motivo? No otro, dijo, que apoderarse de un tratado anónimo, único en su género, mútilo al principio, que comenzaba con unos versos de Lucrecio.

 

IV

Así que, luego del instante en que escuchó el apellido en la clase mientras el profesor pasaba la lista de asistencia y de que jurara vengarse de Lucio Moro, Melo Pérez abandonó el aula. Nunca más habría de volver a la universidad. Esa misma tarde leyó en el periódico que los habitantes de La Puerta, hombres que no llegarían a tener la edad en que murió Cristo, mujeres de cuarenta años envejecidas desde hacía tiempo y mujeres doblemente ancianas con manos aletargadas por el cruel oficio de repasar las cuentas del rosario que a diario limpiaban con sus propias lágrimas, habían constituido una turba que asesinó a un policía que se llegó contra todo pronóstico hasta una casa que de casa sólo tenía el nombre, donde se velaba un muerto. Al policía lo encontraron tendido en la acera frente a una pequeña estructura que de vivienda sólo tenía el uso, con la tela que cubre los testículos estirada y lustrándole el único zapato que calzaba, la bragueta perfectamente cerrada como si allí dentro se mantuviera incólume la dimensión de su sexo, con una sábana roja hecha con el tinte seco de su propia sangre, desnudo de la cintura para arriba.

Al día siguiente Melo Pérez abandonó la casa paterna y se trasladó a vivir en La Puerta. Dos años le bastaron para ser uno de los criminales más buscados de la ciudad. “Yunque” llegaron a llamarlo, no porque su cara se pareciera a un prisma de hierro acerado con sección cuadrada como algunos periodistas han inventado.

Con la misma fuerza inquebrantable de un objeto al caer, “Yunque” Melo Pérez llegó a ser el modelo a seguir por todos los jóvenes de La Puerta, el asesino de veintiún policías, el amigo de tres curas y cuatro monjas, el católico que se encomendaba antes de cada delito a San Seferino, que es el santo de los bandidos valientes, el sostén de cuarenta y siete mujeres, de las cuales diecisiete lo amaban como si lo hubieran parido y el resto como si la vida se llamara Melo Pérez y se apodara “Yunque”, el hombre que de tan hombre sólo conoció la muerte cuando ciento treinta y tres balas deshicieron su cuerpo.

Precisamente el día que velaban el cadáver de “Yunque” Melo Pérez, Lucio Moro apareció contra todo pronóstico en La Puerta. Conjeturo que el objetivo no era otro que recuperar para su padre, Brisco Moro, y para la familia Álamo la última prueba irrefutable de la culpabilidad de Florencio Pérez, padre de “Yunque” Melo Pérez, y que no era otra que un tratado anónimo, único en su género, mútilo al principio, que comenzaba con unos versos de Lucrecio. Conjeturo que fue engañado por “Yunque” Melo Pérez, quien le orientó a la muerte más dolorosa que pudo disponerle al citarlo con la excusa de entregarle el libro de Gastón Álamo, sabiendo que horas antes del encuentro se haría matar en el atraco a la Compañía tabacalera.

 

Notas

  1. De rerum natura (I, 215-216). Lisandro Alvarado los traduce: “Agrégase a esto que la naturaleza disuelve recíprocamente cada objeto en sus cuerpos primitivos, sin reducir las cosas a la nada”.
  2. Refiere una fuente de la época que Voltaire indicó a un maestro en lenguas un nombre poco legible, manuscrito en una de las páginas del tratado. El especialista lo leyó así: Felipe Aureolo Teofrasto Bombastus von Hohenheim. La traducción aproximada de Hohenheim es “Paracelso” (!).