Letras
Abatimiento

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—¡Tortúrenme, pues! Yo no sé nada. Péguenme a esa mugrosa pared. Total, yo no sé nada, denme duro. Y si quieren me patean el trasero. Yo solo sé que no sé nada.

—¡Estas alza’íto!, ¿no?, ¿te la das de alza’o, no? Pues para que lo vayas asimilando, te vamos a llevar con el Inspector. Y ese si le tiene bronca a los alzao’s. Sin demora, sin habladera de pendejadas, se las vas a cantar claritas al Inspector ese. ¿Me oíste? ¿So cabrón?

—¡Denme de coñazos, pues! Yo no le disparé a nadie. Ni siquiera tengo un arma.

 

Llegó del trabajo a las ocho de la noche. Estuvo en una cola casi dos horas, pensando en su hijo, y la plata que no le iba a alcanzar esa semana. Y pensaba en ella, su mujer, peleándole siempre, exigiéndole hasta las facturas, para sumar ella misma y ver cuánto era el 30% de todo ese reguero de números y pedidos. Era distribuidor de repuestos para carro. El apartamento frente al Ávila, era prestado por sus padres y el condominio cada día más alto, además de la mensualidad del colegio, el agua y la electricidad. Más el cable para la TV, y el mantenimiento de su medio de transporte, tan costoso. Las colas para poner gasolina, lo tenían sin dormir cada dos días. Sin ese vehículo, las ventas bajaban y sus clientes se extendían desde el casco central hasta oriente y a veces, hacía la ruta del centro occidente y los llanos. Lo que más lo aturdía eran las colas. Su urbanización no fue la misma después que se instalaron unos fascistas a liberar una plaza pública y establecieron un símbolo de resistencia macabra, la cual ostentaba una bandera con los colores del país pero negra, sin gracia y ondeaba día y noche, inmensa en su propuesta a ultranza. Tardaba menos viajando por el interior y regresando, que entrando a su residencia. A los tres días de la declaración de independencia del territorio liberado, comenzaron los ruidos intensos. El sonar aparatoso de miles de ollas de buena marca, con su patético retumbar a niveles intolerables, de tanto oírlas, se le metieron entre las paredes de su cabeza y lo seguía a todas partes. No hubo diferencia entre lunes y domingos, la parálisis del planeta se conjugaba entre las cuatro esquinas de la plaza pública. Afuera, el mundo bullía indetenible, pero allí se había parado el comercio y las vías de acceso, además se veían las cosas de manera ambigua hasta por la televisión, y él ya no sabía a quién creerle.

 

—Muy bonito... eh, ¿Cómo se llama éste?... Ah, sí, el portugués éste, ¡bruto, mamón!... ¿Te crees que me vas a tener aquí toda la vida?... Mira que yo no me ando con mariqueras. ¿Me oíste... hijo de puta?... Este coño de madre me va a hablar, ¡carajo!... ¡A mí no me jodes tú!... y menos si ando arrecho y no he cobrado. ¿Entiendes, portugués? A ver... ¿quién te contrató para dispararle a los sifrinos de la plaza, ah?... ¿Cuánto te pagaron, ah?... Y ¿el arma?, ¿quién te la dio?... Pedazo de rabia agarraste ¿no?... estabas amarga’o ¿no?... ¡Háblame pues!... o ¿crees que estoy puesto po’l gobierno, ah?

—Yo no sé nada. ¿Usted tiene un arma, no?... Yo no tengo un arma, ¿acaso me ve con un arma? ¿Tenía yo un arma?... ¿No, verdad?... Entonces yo no fui. Yo no he matado a nadie.

—Sí, vale... hazte el pendejo ahora... ¡Tremenda arma automática que tenías!... Y el coñazo de gente que mataste. ¡Un reguero aquella vaina, y te vas a hacer el güevón!... Lo de pinga, y que te debes sentir artista, es que sales en todos los canales de televisión... ¡tremendo galán!... Mira Portu... es mejor que me digas quién te contrató... Porque aquí, somos todos chéveres, y no te vamos a dar más palo... ¿Entiendes?

 

Se estaba bañando. La televisión encendida en el canal de noticias veinticuatro horas y el niño, aburrido jugando con unos amiguitos. Gritando y halándose los pelos, y torciéndose los brazos. La Navidad, siempre se celebra, así sea pelando. O tal vez sus padres lo invitaban como el año pasado, a comer y a beber vino. Y el ruido allí. Golpeando rítmicamente. Cada vez más cerca. Y las cornetas con música y los himnos de los viejos partidos políticos sonaban de vez en cuando, entre una gaita o algún “cantor de nuestros días que no arriesga su cuerda por no arriesgar su vida” y el alcalde y unos militares hablando a todo pulmón, día y noche. Por esos días, a los militares les dio por disolver tumultos a punta de gases lacrimógenos, y el niño con la alergia y el medicamento desaparecido de las farmacias. Y él sin poder salir a comprar nada, porque no trabajó esos días, cerradas como estaban algunas distribuidoras y centros comerciales. Y era la primera vez que el niño no tenía estrenos para esos días de paz y amor y Jesús y regalos. Y Fátima Celeste, gritándolo. No recordaba el último beso que le había dado, y mucho menos desde cuándo no se abrazaban en la cama. Los ojos le ardían, y una picazón insoportable, lo dejaban como rendido en el sofá, con el ruido estrepitoso metido en su cuerpo, igual que un escalofrío.

 

—¿Te das cuenta que no somos tan malazos?... Vístete. Ve a lavarte y te vienes otra vez para que hablemos.

—¡Al fin!... Se dieron cuenta que yo no fui. Yo soy inocente... Me voy de esta apestosa jaula... ¿Qué día es hoy?...

—Tienes dieciséis días aquí... Hoy te vas a Lisboa, por tu doble nacionalidad... Allá en el aeropuerto te esperan otros tipos con todos tus papeles... Y como en tres meses puedes mandar a buscar a tu mujer y a tu hijo... Antes no, tienes que esperar ese tiempo, más o menos... ¿Entendiste, portugués?

 

Parecía una pesadilla, el letargo de todos los días y esa desesperación metida en el cuerpo. Los gritos, las bombitas peligrosas para la salud, el gentío, el abuso. Se levantó y salió atormentado a las calles de Altamira, era de tarde, casi la noche ya. Abrió el closet y sacó algo más que su chaqueta de cuero marrón.

               

En el avión, le dieron una cena con bacalao y papas al vapor, bebió vino. Era la primera vez que se montaba en un avión de ese calibre. Con los sentidos adormilados por las copas y la presión en sus oídos, lo único que no entendió jamás, fue aquella visión de sí mismo en aquel video, era él, tan clarito ahí, mirando las cámaras, con la chaqueta marrón, la policía agarrándole la cabeza para meterlo en la patrulla, el sangrero de los cuerpos tirados y sus ojos desorbitados. Tenía una expresión fugaz, un rictus. Nunca se había visto esa cara, transfigurada, aturdida. La cara brotada, salida, como de loco.