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Las tres señoritas

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Hacía mucho tiempo que no me internaba en la negrura selvática de las regiones de mi pueblo de infancia. Es que hacía mucho tiempo en verdad que aquel niño huidizo y juguetón que yo había sido me había abandonado. Es triste saber que sólo los negocios me dejaron por esos parajes y que la nostalgia me obligó a acercarme a mi pasado como algo que ya no podía evadir.

En la época de mi relato trabajaba para una empresa de energía eléctrica. Me encargaba de viajar inspeccionando las reservas naturales. Mi vida obedecía a las horas de los relojes que nunca dejan de funcionar. Lejana y enterrada ya, había quedado la suave delicia de las horas que no tienen tiempo, esas que pasan lentas bajo el tórrido noviembre, ocultas bajo las lluvias intermitentes que se escurren por los pastizales más salvajes de la selva. Mis horarios le pertenecían ahora a la estupidez intrépida de la humanidad parcelada y etiquetada. Pero yo aún no era consciente de ello, la revelación surgió con las tres señoritas y con las lluvias nuevas de ese diciembre profético.

Llegué a la ciudad en la cual debía reunirme con importantes empresarios. Ya en el avión mi cuerpo parecía haber cambiado, mi fisonomía se estaba amoldando al recuerdo inconsciente de mi niñez en ese país. No pensé inmediatamente que a unos pocos kilómetros se hallaba mi pasado. Llovía y estaba absorto en las complicaciones que podrían surgir si empleaba mal las palabras que ya había calculado, o mejor, que la empresa ya había calculado por mí, al encontrarme con los hombres importantes. Por suerte no hubo complicaciones. La reunión fue un éxito y mis habilidades empresariales descollaron en medio de un ambiente minado. Pero esa vez no sentí satisfacción. De repente, haber ganado —porque todo era sobre perder o ganar— no sabía tan rico. Al llegar a mi hotel, el sabor agridulce que siempre me quedaba luego de una gran batalla verbal, era ahora más agrio que dulce. No pude dormir esa noche. Tenía un día más allí antes de volver y cuando el alba apareció por la ventana haciéndome saber que la noche de desvelo culminaba, decidí salir a caminar por la ciudad.

No era como todas las demás ciudades; aunque al principio me había parecido así. Era una ciudad plagada de vida: una ciudad que dormía la siesta. Mi abuelo, don Antonio Valle Rey, solía dormir la siesta y yo siempre había pensado que su astucia surgía de esos momentos en los que cargaba energías y volvía al mundo un poco cascarrabias y audazmente verborrágico. Me obligaba muchas veces a dormir la siesta sabiendo que yo detestaba aquello. El día era para vivir, para salir a internarse entre el follaje y descubrir nuevos pájaros, atolondradas hormigas y frutos silvestres. Una vez, me llevé a la habitación el antiguo reloj de la abuela y lo escondí bajo la cama. Pasados diez minutos del comienzo de mi forzada siesta, lo hice sonar. Mi abuelo se levantó sobresaltado y creyó que habían pasado muchas horas de siesta, pero luego de haberme despertado —porque yo fingía dormir muy bien— y de haberme dejado ir a jugar a la selva, ya recompuesto, entendió lo que había sucedido. Cuando regresé de mis juegos al aire libre, mi abuelo no me dijo nada y yo pensé que mi engaño había tenido éxito. Mientras mi abuela nos servía la leche de la tarde, pensaba en volver a hacerlo todas las veces que debiera dormir siesta. Pero al otro día, cuando disimuladamente busqué debajo de la cama el reloj, no lo encontré.

Cuando mis abuelos murieron y yo empecé a trabajar en la empresa, vendí la casa a una familia de la región. Pero había pasado mucho tiempo y ahora, estando en la ciudad vecina, pensaba qué podría haber ocurrido con la propiedad; si aún seguiría siendo de esa familia o si habría sido vendida nuevamente. Un impulso me llevó a tomarme el tren hacia aquel lugar de poesía pulcra y ya desteñida. A medida que el tren avanzaba por recodos ya conocidos por mí, comprendí que nada había cambiado, el tiempo sólo había pintado algunas cicatrices, pero los paisajes inconmensurables y paradisíacos aún estaban en pie. Todos los lugares que pasaban por la ventanilla del tren antes de llegar a mi pueblo transformaban mi cuerpo, así como el avión a una altura gigante lo había cambiado. Pero ahora la transformación era más acelerada y terrosa, unida a la tierra y al polvo que volaban en ligeros ribetes al costado de ese tren. Estaba repentinamente triste pero excitado a la vez. La tristeza que me cobijaba allí era una mezcla de muchas tristezas que ahora suspiraban a medida que la música estentórea del tren me llevaba hacia la que había sido mi casa.

Por fin llegué y el calor apareció pesado sobre mi cabeza, ruin y pujante. La casa no estaba lejos de la estación así que fui caminando. Escuchaba mis pies sobre las hojas, ese suave sonido de savia aplastada. Los pájaros cantaban como si me dieran la bienvenida, pero no era así. Lo hacían para cortar con el silencio de muerte de la selva. La lluvia aún no vendría por unas horas. Vi la casa a la distancia, olvidada detrás de árboles frondosos y envuelta en hiedras que reclamaban su derecho de piso. Estaba muy venida a menos, descuidada pero firme. Pensé que la habían abandonado, pero sentí vida, como cuando mis abuelos estaban allí con su tocadiscos que les había salido una fortuna, la cual ellos habían tardado en conseguir. Habían resignado meses de comida por el beneficio de la música. Ahora no sonaba ninguna música más que la de los pájaros cantores o la del caluroso silencio. Me aventuré a entrar pero la puerta estaba con llave; golpeé y luego de unos largos minutos en los que sólo pensaba en golpear de nuevo, una señorita alta y morocha me abrió la puerta pero no dijo ni una palabra. Le expliqué que estaba de paso y que había vivido allí de muy chico. La mujer me miró con una sonrisa pero siguió sin decir nada. Pensé que no hablaba español y torpemente traduje al francés y al inglés lo que había dicho. Cuando terminé, me dijo “pase, por favor”.

La casa por dentro estaba en perfectas condiciones; había demasiado mueble y los ambientes, al estar tan sobrecargados, parecían más pequeños. La mujer me invitó a sentarme en una silla de madera de mimbre un poco rota y se ató rápidamente su larga cabellera en un rodete perfecto. La vi irse hacia donde estaba la cocina y antes de que regresara con un té y masitas, otras dos mujeres aparecieron por el mismo lugar. Ambas eran muy altas también pero rubias. Todas tendrían alrededor de cincuenta años y todas tenían la misma mueca que deja el tiempo sobre los rostros que aún no se resignan a la muerte.

Las tres señoritas eran hermanas; la morocha se llamaba Elba y las otras dos eran Perla y Eulalia. Vivían allí hacía mucho tiempo, ninguna se había casado y habían abandonado su pueblo por amores contrariados. Les inspiré confianza o quizá estaban necesitadas de la presencia de un hombre, el tema es que me contaron lo que las había obligado a irse a vivir allí, a mi casita. Eulalia se había enamorado de un hombre casado quien había estado dispuesto a dejar a su familia para vivir una aventura de pasión desbordante, pero ella, ni bien supo que su enamorado era capaz de abandonarlo todo por su amor, sintió que el juego de lo prohibido ya había perdido su encanto y decidió dejarlo. Perla también había amado a un hombre, pero éste no era casado y tampoco pensaba en serlo; sólo obtenía placer al engañarla con su hermana Elba sin que ninguna lo supiera. Descubiertos los engaños y terminadas las pasiones, las tres hermanas buscaron la paz de la soledad y la calma del silencioso tiempo. No me contaron todo de un tirón; lo hicieron pausadamente, pero con una necesidad evidente de diálogo. Yo les conté algunas correrías de niño pero nada más. Descubrí que todos amábamos la casa aquella que ya cargaba con enormes e infinitos significados. No les conté que era empresario. Estando allí, compartiendo el té y riendo, me había olvidado de quién era para transformarme en quien había sido.

Me mostraron todas las habitaciones de la casa y era como abrir puertas que me llevaban a momentos precisos de mi pasado. En la cocina, bastante cambiada por cierto, recordé el olor a ajo de mi abuela. La constancia con la que los pelaba y los cortaba chiquitos para tirarlos luego en la olla en donde hacía fideos o sopa. El doctor del pueblo le había dicho que hacía bien para la presión y ella siempre los tenía en su cocina y parecía necesitarlos tanto como el aire mismo que respiraba. En la pieza de mis abuelos vi la cama sobre la que dormían. No estaba allí, por supuesto, en su lugar había dos camas, bien tendidas y femeninamente arregladas. Pero yo veía la de mis abuelos que en las noches chirriaba en fracasados intentos de amor tal vez. Mi pieza tenía otra cama y el reflejo del sol que entraba por la ventana me hizo ver mis juguetes desparramados por el suelo. Un niño, solo, efusivo, jugaba en un rincón olvidándose del mundo. Me quedé un instante observando mi cuarto. ¿Dónde estaba ese niño que había sido? ¿Dónde me esperaba? ¿Podría haber muerto entre los años que habían consumido los recuerdos en esa casa vieja y olvidada por la civilización? ¿Dónde estaba yo? Me hacía estas preguntas sin escucharlas en mi mente; la única imagen que parecía hacerlas era esa del niño tirado en el suelo buscando un juguete, sin saber que pasarían muchos años antes de volver a esa pieza, antes de retornar a ese rincón perdido dentro de su alma. Una delgada lágrima surcó mis arrugas y cayó de lleno en mi boca. El gusto salado me llenó el cuerpo entero y tirité de un frío sepulcral. Algo se estaba quebrando dentro de mí; mi cuerpo ya no era mi cuerpo y olvidadas estaban ya las horas de ese reloj que no deja de funcionar. La lluvia ya había comenzado a sonar afuera y una pequeña brisa arremolinaba los árboles.

Luego del paseo por la casa, las señoritas estuvieron con ánimos de leerme cuentos. Me sentí mimado, me sentí un nene con sus tías. Y todo era correcto, no había más nada afuera de esa casa y parecía como si los cuatro ya nos conociéramos, como si nos hubiéramos soñado alguna vez. Me leyeron algunos cuentos de Horacio Quiroga que se acoplaban al calor selvático y al ruido de lluvia, y yo leí unos poemas que ellas tenían de Pablo Neruda. Noté el brillo de la admiración y del recuerdo en sus ojos a medida que recitaba las palabras del poeta chileno. Eran ojos que no habían crecido y que a su vez confesaban en ese brillo nostálgico que habían vivido. Terminé de leer y nos despedimos. Les dije que iba a volver y me fui. No regresé a la empresa y a mis actividades de ciudad. Viví cerca de allí y en efecto volví a la casa un caluroso día de diciembre. Pero ya no estaban. El gran enigma de su desaparición quedará conmigo por siempre. Acaso, como lo habían hecho con el término de sus pasiones, todas juntas y decididas, de la misma forma habrían decidido morir o se habrían mudado hacia otros silencios. O tal vez nunca habían existido y la casa que encontré unos años después en ruinas haya sido la misma que había encontrado en ese viaje de negocios. Lo que más resurge en mi mente cada vez que pienso en las tres señoritas y en la casa es aquello que vi cuando ya no estaban. Al salir, ensimismado y triste por no haberlas encontrado y por ver mi casa en ruinas, mis ojos encontraron sobre una vetusta madera del hall de entrada el antiguo reloj de mi abuela. Mi memoria no me falló. Los endebles rayos del atardecer me dejaron ver que las agujas muertas hacía años, marcaban los diez minutos del engaño a la hora de la siesta, los diez minutos de una antigua picardía que, ahora, nacía nuevamente en mí y me robaba una sonrisa cómplice.