El regreso del caracol
“La huella del bisonte”, de Héctor TorresLa huella del bisonte

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Novela
Norma
Caracas, 2008
Depósito legal: lf9732008800430
ISBN: 978-980-6779-29-7
248 páginas

En la Caracas de finales de los 80, Mario Ramírez, cuarentón y guionista de telenovelas, se enamora de Karla, una adolescente que descubre tempranamente el dominio que es capaz de ejercer sobre los hombres, y que es a la sazón compañera de estudios de Gabriela, la hija a la que Mario se ha acercado tras varios años de ausencia inexplicable. Tal es, básicamente, el argumento de La huella del bisonte, la primera novela de Héctor Torres, que tras convertirse en finalista del Premio Adriano González León 2006 llega hasta nosotros de la mano del sello Norma.

Héctor Torres es un narrador consumado que no sólo había demostrado su buen hacer en el género en sus libros de cuentos —Trazos de asombro y olvido (1996), Episodios suprimidos del Manuscrito G (1998), Del espejo ciego (1999) y El amor en tres platos (2007)—, sino que además lo había convertido en tributo al dedicarse casi por entero, los últimos años, a construir Ficción Breve Venezolana (www.ficcionbreve.org), el santuario imprescindible de nuestra narrativa en Internet.

La huella del bisonte es una arriesgada incursión en el tema del sexo prohibido. Arriesgada, digo, ya no por las implicaciones morales, sino porque se trata de un tópico de la literatura universal —quizás porque es, asimismo, un tópico de la vida— en el que acechan las feroces mandíbulas de monstruos como Nabokov, Carroll y el dueto Kawabata/García Márquez. Torres bien ha podido dejarse devorar por una nimia enumeración de proezas sexuales entre Mario y Karla, escribir un final rocambolesco con suicidios y demás altisonancias o hacer una aburrida novela sobre la culpa.

Con mucho tino, en cambio, ha optado por escribir una historia humana que actualiza el tema sin juzgar a sus personajes, tres robustos pilares en los que descansa toda la novela: Karla, la niña/mujer convencida de que “los hombres son el poder” y se fragua, sin saberlo, el objetivo de dominarlos; Mario, el “sobreviviente del holocausto juvenil de su generación” que cruza “las puertas del cielo” sólo para encontrarse en ese infierno del despecho que se empeña en recordarnos que no estamos a salvo del dolor, y Gabriela, la hija recuperada que es, como Karla, una “mujer a medio terminar” y, por tanto, un tormento, aunque a Mario le cueste casi las doscientas páginas darse cuenta de ello.

Destacable es igualmente el coro de personajes secundarios que, al compás de una canción de Mecano, dan vida a esta ópera moderna: América, la rígida y formal madre de Gabriela que traslada su trabajo de docente al trato con su hija y con Mario; Raquel, la desordenada madre de Karla que entrará en conflicto con ésta cuando se dé cuenta de que hay una competencia declarada entre ambas; Miguel, el asturiano que regenta el bar del que Mario es asiduo, cuya experiencia es en sí misma una de las historias alternas más elocuentes en la novela; o incluso “la flaca ajada con vestido aguamarina corto y ceñido”, la puta que contará sus miserias a Mario hacia el final de la novela sólo para que él descubra que tienen en común más de lo que ella cree.

Y, de fondo, el gran personaje: Caracas, nuestra cosmópolis aventurera y agria que ya no resiste más himnos con techos rojos ni bucólicas miradas al Ávila, una ciudad hermosamente monstruosa en la que viven seres que “ven pasar la vida, entre el bullicio y la suciedad y la energía y la incompresible belleza que no se arredra ante el avasallante entorno”, un laberinto de caraqueñas diestras en esquivar obscenidades “sin perder la elegancia ni el paso”.

En suma, no es La huella del bisonte una novela sobre la Lolita, un émulo de Nabokov que terminaría siendo un despropósito vano y superfluo. Tampoco es una novela sobre el amor que intente responder esa, una de las Grandes Preguntas. Es, sí, una novela sobre la tabula rasa que nos impone esa locura que suele asaltarnos cuando, derribadas las formas, se abren mansamente las puertas del cielo y se nos permite acceder al objeto del deseo.

El regreso del caracol
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