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Antelación

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El ataúd, solitario de muerte y de artilugios fúnebres, era el centro de la inmensa sala. Sólo unos viejos candelabros descoloridos y sin velas eran los inertes satélites que, desde las esquinas de la caja mortuoria, perfilaban líneas imaginarias que nos apartaban, o más bien, nos protegían de su interior sombrío.

Era la hora del almuerzo, pero la comida se haría esperar un poco más. Aunque desde el día anterior se habían pelado las papas y preparado el chuño, las manos expertas de las mujeres de la casa, que desde niñas habían aprendido a cocinar, antes de conocer la vida como la conocían, aún estaban ocupadas apresurando los últimos hervores. Entre risas y comentarios, las mujeres entraban y salían presurosas del pequeño colmenar de la cocina, sacando al patio lo que faltaba por pelar, picar, moler o metiendo el alimento ya pelado, picado o molido, para que las cocineras encargadas terminaran de dar el último sazón a la sopa de maní y el picante mixto, que se servirían por igual, en platos ya dispuestos para ello, a todo ese contingente de hijos, nueras, nietos, parientes, vecinos invitados y vecinos no deseados.

La mañana había sido pródiga para los niños, porque ocupados como estaban los mayores, nos dejaron en libre albedrío para perdernos en el pueblo, trepar cuanto árbol se ponía en nuestro camino, malquistarnos con unos y aliarnos con otros, ensuciarnos la ropa y atiborrar con pastillas y chicles nuestros estómagos y bolsillos. Pero, cansados y hambrientos, volvimos a la casa al mediodía para unirnos a la opípara celebración anual.

En un lado de la sala, los hombres conversaban animosamente, riendo y sosteniendo en las manos hojas de coca, con las que gradualmente aumentaban el bulto que se les dibujaba en uno de los carrillos. En el otro lado las mujeres, algunas sosteniendo a sus pequeños retoños en los brazos o regañando a los hijos mayores que llegaban sucios y desaliñados, después de toda una mañana de fechorías. Pasaba de mano en mano la bandeja del cóctel de tumbo, que con meses de anticipación había sido preparado y guardado en inmensos botellones de vidrio.

En medio de la sala estaba todavía el ataúd solitario, nadie se acercaba a él, era casi como si no estuviera. Todo en derredor se movía, animaba, corría, bebía y celebraba, con una aparente apatía a su presencia. Tal vez porque a pesar de ser un día especial de conmemoración, el ataúd no era extraño en la casa. Siempre había estado ahí, siempre solitario, siempre abandonado; a veces cubierto con el polvo de los meses o con algún objeto encima que alguien dejaba por descuido, como si aquella caja rectangular de madera finamente labrada y pulida estuviera constreñida a cumplir otras labores, además de la que le tocaba con la muerte.

Para aquella ocasión, el ataúd fue desempolvado de su inercia de olvido, y ubicado en el medio de la gran sala. Sólo con la sordina de su brillo y su indiscreta magnitud reclamaba ser el centro de aquella celebración.

Entonces, entró esa pequeña e imponente anciana y a su sola presencia todos callamos. Mi padre y sus hermanos se pusieron de pie y formaron un semicírculo muy cerca del ataúd. Contrarios a nuestra naturaleza, los niños nos deslizamos hacia las banquetas más alejadas, tratando de no estorbar. Parada en medio de la puerta, su figura se bordeó de una falsa luminosidad angelical por la acción de la radiante luz vespertina. Con el taconeo del su antiquísimo bastón tallado, marcaba el paso de unos luengos segundos de impostura: solemnes, expectantes, reverentes, casi serviles; mientras sus ojos recorrían el salón escudriñando a los que estaban y seguramente anticipando maldiciones de ultratumba para los que no estaban.

Posó la vista en el grupo de numerosos hijos, todos varones, que la vida quiso darle y a los que ella crió y sometió bajo su dictadura matriarcal, con amor impasible y mano imperiosa. Sin hacer mucho esfuerzo, su voz de trueno retumbó como siempre cuando les dijo: “¡Y las flores que lleguen las dejarán afuera!... nunca me gustaron sus olores”.