Letras
Dos relatos

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Cacería en la ciudad

I

Se trataba de un cazador furtivo. Se trataba de un cazador nato.

Precavido y sigiloso, solía ocultarse a diario en los andenes del subterráneo, esperando que terminaran de montar el puesto dentro de alguna de las estaciones. O bien, con una paciencia estatuaria, acechaba en la banqueta opuesta de alguna tienda de libros usados y antiguos, aguardando el momento exacto de atacar, de adentrarse en el local seleccionado o llegarse al puesto más económico, para comprar esa rareza, ese libro casi de culto que no solía hallarse con facilidad en cualquier lugar.

Después de obtener su presa, gastaba días enteros olfateando las hojas, saboreando los colores de la portada, admirando el estilo de la tipografía de la nueva adquisición; una adquisición que representaba siempre largas semanas de penas, desvelo, y una exhaustiva investigación.

Luego de olfatearlo y admirarlo; lo devoraba con una avidez sobrehumana.

 

II

A mí me causa espanto —apunta un libro de romances del castellano antiguo que se salvó milagrosamente de caer en sus garras. A mí me causa espanto la euforia con que recorre el cuerpo de uno con esa lujuria maliciosa, con esa pretendida intelectualidad de bachiller insatisfecho. Hay que ver las glorias de las que ha gozado por un precio que bien podría ser una bagatela. Nada más de imaginar: El Finnegan’s Wake, de Joyce, por veinticinco escudos; una edición original, en inglés, de “El cuervo” de Poe por tres doblones, la edición argentina de El Aleph autografiada por Jorge Luis, las Historias de Salamanca de Cervantes y el Tratado sobre la lucidez de Sócrates por siete libras. Y esto sólo que valga de ejemplo. Han sido tantas las víctimas inocentes, tantas las buenas y nobles letras derramadas por una miseria. Este hombre padece un mal muy poco natural, se trata sin duda de un loco o un aplicado.

 

III

Ayer lo sorprendí espiando la librería de viejo de la esquina, escudriñando cada diminuto detalle de las hojas amarillentas y maltratadas de algunos libros. Está buscando algo, lo sé. Uno de esos libros imposibles. Lo que no sabe es que yo también lo sé. Los lectores seriales también tienen competencia. Sé lo que busca, sé lo que quiere, y esta vez llegaré antes que él. Tomaré el libro con mucho cariño, con una ternura infinita, lo depositaré en el diario matutino y saldré caminando del local como si nada ocurriera, ante su desconcierto y sorpresa.

Esta vez estoy decidido a devorar una rareza. Esta vez estoy decidido a convertirme en un comprador serial.

 

Cartas a un espejo muerto

I

Intentas hallarte en ese espacio, frío, impasible. Te sobreviene el miedo, la incertidumbre ante la imposibilidad de hallarte frente al espejo. Es inútil buscar una huella, un indicio primitivo. Hoy no estás y eso es todo. Tu imagen se la fumó la nada como si fuera marihuana barata. Al final sólo te tienes a ti para sobrevivir esta tarde amplia e indiferente. A ti sin un reflejo.

Y este frío hijo de puta que cala hasta los huesos, y esta jodida llovizna temerosa que no cesa en su empeño de agudizar conciencias en esta ciudad dormida. Tu quisieras dormir como las calles angustiadas, los semáforos ajenos, las aceras abandonadas; pero hace tanto tiempo, desde que tu reflejo no ha vuelto, que te es imposible conciliar el sueño. Buscas con el alma fruncida un somnífero. No queda uno. Ni siquiera. Además, la farmacia está tan lejos, más de una cuadra, y habría que salir a esas avenidas inciertas y volubles, exponerse al riesgo de entablar, sin haberlo deseado, una fatigosa conversación con algún vecino. Eso no. Hablar no. Con nadie. Ni siquiera. Resuelves no salir, soportar la carga de la vigilia que empieza a parecerte perpetua. El reloj, oscilante como un mal ahorcado, representa —en la pared del fondo— un recordatorio más del sopor que acabará por adueñarse de todo.

Recuerdas. No. No quieres recordar a nadie. Ni siquiera. Te olvidas de tu reflejo extraviado porque sabes que volverá. Tendrá que hacerlo. Coges el libro que está más a mano, te recuestas cuan largo eres en el sofá que parece mirarte como mira una abuela abandonada, recorres tres o cuatro páginas y sólo entonces inicias aquel crucigrama de historias, una junto a otra, como hermanas violentas y afectuosas, multiplicándose hasta la infinidad. Azorado y temeroso, profanas ese universo barato que te propone un autor que impune se oculta tras el anonimato. Sólo hay palabras, torrentes de vocablos que insinúan significados. Lees, sin descanso, sin siquiera. Lees.

 

II

Interrumpes la lectura para preparar un poquito de mate. A mamá le gustaba el mate, piensas, aunque nunca supiste la causa de tal afición: el mate es una costumbre sudamericana, mamá no era de allá, de aquellas tierras, pero gustaba de él, a saber. Recuerdas a mamá, aquélla noche que decidió develar el secreto. Estaba tejiendo un suetercito que nunca usaste, ¿ahora recuerdas? Sentada sobre la poltrona, con cara de fastidio. Mirabas el televisor, una caricatura de las clásicas, una de las que hacían reír de veras con un ingenio más complejo. Claro, a mamá le disgustaba que la vieras, pero el cartón era bueno, lo sabes. Se puso de pie, parecía haberse decidido de pronto a aceptar la ineludible tradición, el cambio generacional; te tomó de la mano (algo muy inusual en ella) y te condujo a su habitación.

Allí, detrás del ropero desvencijado de la abuela, de ese esperpento de mueble que apestaba a viejo, allí estaba la ventana.

No quieres invocar más a las memorias soterradas. Silencioso, intentas dormir una vez que vuelves al sofá. Sin embargo, por tu mente desfilan argumentos, personajes, estructuras que tropiezan con otras, se reconocen como ciegos, se acarician o se desprecian, luego comienzan a agruparse como virutas de acero junto a un imán. Las historias fluyen de manera espontánea, sin afectaciones, se dispersan y cobran vida.

 

III

La ventana. La ventana que mamá, después de tantos titubeos, te descubrió. Aquella pieza fantástica donde asomaba un mundo distinto al que habitamos. Del otro lado de la ventana, un día soleado conociste a tu padre, muerto antes de tu nacimiento. Oriente y medio oriente se regalaban a tu vista y hasta parecían descifrables. Acompañaste a un explorador solitario en su lucha ignorada por alcanzar la cima de un volcán ávido de sacrificios. En noches húmedas e íntimas, cuerpos voluptuosos y delicados de mujer se buscaron sin pudores, entregados a tu placer voyeurista. Los ojos más bellos que pudiste conocer estaban del otro lado. En la ventana desfilaban ángeles, herejes, ángeles-herejes, herejes angelicales, paganos y farsantes. La ventana no conocía día ni noche. No conocía a Dios. Era un extenso pergamino sin mensaje, una extensa pasarela de bestiarios, confabularios, mitologías y engaños, y hasta atisbos de amor.

Cuando mamá murió, ¿te acuerdas?, sí, sí te acuerdas, dejaste de acudir a la ventana. La sepultaste bajo una doble pared, bajo un muro falso. Abandonaste la casa y no volviste jamás. ¿Para qué? Ni siquiera.

 

IV

No imaginas más cuentos. Te niegas a proseguir el libro. En la calle ácida un silencio sospechoso presagia tiempos mejores. No piensas en mamá. Ni siquiera. Piensas en la patria, el destino. ¿Existen tales palabrotas? No piensas más. La cotidianidad no merece mayor atención. Angustiado, te diriges al baño, partes un trozo de jabón y abres la llave a la caliente, cuando te deja impávido la presencia de tu reflejo. Esta ahí, siguiendo tus movimientos por obligación, con desgano.

—¿Dónde andabas, animal? —reclamas.

—Me perdí.

—¿Te perdiste? ¿Así nada más? ¿Sin siquiera?... ¿Es lo que queda por hablar entre un hombre y su reflejo tras años de agonía?

—No sé. Déjame. Quiero descansar.

—Estaba preocupado por ti.

—Me imagino. Pero sabes, no importa. Ni siquiera. Nada importa.

—Tienes razón —carraspeo y me recargo en el lavabo—, habitamos un refrigerador vacío.

—Sí, nos cobijamos bajo la noche desnuda, sin resguardo —sentenció.

—No tenemos hogar, ni origen, ni sepultura —agoté la frase.

Guardó silencio unos segundos. Fuera lo que fuera le pesaba bastante.

—Estoy aterrado. ¿Te has dado cuenta? Ya no tengo rostro —confesó avergonzado.

Lo viste caminar nervioso primero, luego desconsolado. Encendió un cigarrillo y tomó asiento sobre el borde de la tina. Se le veía mal. No levantó la cabeza. Ni siquiera. No prestó atención a tus argumentos cuando quisiste darle consuelo. Querías decirle que no era verdad. Que tenía rostro, que lo podías ver con claridad, si él lo deseaba podías describirlo rasgo por rasgo. Pero seguir era innecesario. Después de todo te había hecho sufrir mucho su partida, y quizás ahora era justo que pagara los daños, la afrenta.

Se te olvidó hasta lavar tus manos. Dejaste abierta la caliente. Los recuerdos de mamá se dispersaron como nubarrones en un cielo salvaje. Despacio, con esa parsimonia que venías solicitando desde hacía años, llegaste hasta el pie de la cama. Dejaste caer, sin apremio, la ropa sobre las losetas, sobre el frío perseguidor de la noche adolescente. Hoy no vendría Mutibilda a pasar calientita la madrugada, hoy no habría farsas, no más textos, no más miedos. Ni siquiera.

Esta noche no estarías para nadie...

Aquella noche fresca de octubre, ¿te acuerdas ahora?, volviste a dormir plácida y discretamente, sin sobresaltos, como solías hacerlo las noches de antes.