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La mujer perfecta

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Tuve, en un momento de mi vida, la idea de encontrar a una mujer perfecta. Perfecta no sólo físicamente, sino que también lo debería ser en su interior, y aun en ese algo indescriptible que posee toda persona, que es parte de su personalidad o de su rito de vida y no tiene que ver, sin embargo, con cualidad alguna; algo que se siente simplemente cuando esa persona se presenta y, muchas veces, con sólo pensar en ella.

Aunque he de describir aquí los detalles y formas que, a mi entender, se asemejaban a la perfección física, debo aclarar que ello era algo relacionado con la belleza por sí misma, y no porque hiciesen resaltar en mí el deseo de la carne, sino porque causasen admiración por la perfección de sus líneas, tal como si fuese una pintura o, en este caso, una estatua, hecha con paciencia, con cuidado y con esmero, hasta lograr un cuerpo humano femenino y perfecto.

Pensaba entonces que su rostro debería ser parecido al de una muñeca, pleno de simetría y de dulzura. Su cuerpo habría de ser sensual y proporcionado; su vientre perfectamente liso, con el hoyito del ombligo ligeramente achinado; la cintura pequeña y flexible, sin sobresalientes de grasa; sus senos firmes, altos, no demasiado voluminosos, con pezones pequeños y ligeramente abultados.

Sus manos habrían de ser lo suficientemente grandes y fuertes para acariciar pero, al mismo tiempo, muy suaves y delicadas; sus caderas, anchas, un poco más anchas que el torso, mujer cuyas formas evocan la maternidad. Las nalgas abombadas sin que fuesen grotescas, líneas que se miran y no se pueden copiar con justicia en lienzo alguno.

Por supuesto, habría de ser alta, con los muslos lisos y robustos, los tobillos delgados, pero no tanto que se pudiesen abrazar con una sola mano.

Sus ojos habrían de ser grandes, de color verde mar, y sus cabellos... ¡Ah, sus cabellos!, deberían ser largos y dorados como el trigo. Tendría porte de reina y caminaría como tal, con gran clase y majestuosidad.

Cualquiera podría decir que sería imposible encontrar a una mujer así, porque, además, debería ser virgen y tener una gran carga de inocencia y ternura en su corazón, tendría que ser inteligente y sensible y poseer, además, esa picardía, esa sensualidad, ese fuego que no se conoce hasta que se arde dentro de él, que unas mujeres tienen y otras no, pero que en ella debería estar presente, esparcido como un veneno por todas las esquinas de su feminidad.

Como sus cualidades internas no podría conocerlas a simple vista, excepto quizás por algún fulgor de su mirada, en que a menudo se muestran las almas más perfectas y más puras, mi búsqueda debería comenzar, ineludiblemente, por las cualidades físicas.

Conocí a muchas mujeres, en las que me hundí con mi desesperanza, sintiendo la frustración de tener que amar sus imperfecciones. ¡Oh! —pensaba—, si esta tuviese los brazos de aquella, o una los labios de la otra, aquellos senos... aquellas caderas... aquella mirada... una nariz que no he vuelto a ver... Muchas me daban el consuelo de su conversación amena; unas pocas, la inocencia que me desarmaba y me hacía verme a mí mismo como un canalla; otras, ensordecedores silencios o viajes interminables hacia lo banal e intrascendente; y algunas, encierro total a mi deseo, sin dejar puerta o ventana, ni rendija por dónde poder escapar de sus sensualidades.

Y así, sin jamás encontrar reunidas todas las características deseadas, mi sentir era una utopía entre todas ellas.

Esta idea de la mujer perfecta, que apareció en algún momento en el horizonte de mis ideas, comenzó como una posibilidad, un velado deseo que se fue arraigando dentro de mí hasta tomarme totalmente por asalto, como si una pequeña infección se hubiese convertido en un cáncer incontrolable.

Por supuesto, si hubiese de hacer un postrero análisis de mí mismo, mirando al joven de antes con los pensamientos del hombre de ahora, aquella búsqueda sería algo completamente superficial y hasta obscena, porque pienso hoy que no hay una escala para los seres humanos cuyos extremos de lectura sean “Perfecto” o “Imperfecto”, ni siquiera con valores intermedios, y mucho menos con adjetivo alguno, porque todos somos, sencillamente, diferentes, únicos en nuestra constitución, perfectos en una escala únicamente aplicable a cada individuo para sí mismo. Por ello, la razón del amor entre un hombre y una mujer es el paso que se da y que es permitido ser dado, para entrar cada uno en el otro, maravillarse de sus diferencias, enamorarse de su forma de ser desconocida y poder complementarse hasta vaciar en el pensamiento la certeza de que ningún otro ser excepto el que es amado, posee las cualidades únicas y exquisitas de él, aunque para un tercero ese ser pueda parecer completamente común e indiferente.

A estos análisis que hago hoy en día, no era ajeno ya en ese entonces, sólo que eran hechos en diferente profundidad y desdeñados casi de inmediato, tal era mi ansiedad y mi necesidad vital de completar aquella búsqueda, casi, pienso, como si fuese el único y verdadero motivo de mi existencia.

¡Oh maravilla la de analizarme a mí mismo, que me hace tropezar constantemente, en el camino del análisis, con mis profundas imperfecciones!

Pero así como una piedra se ve obligada a rodar por el barranco por donde es lanzada, o como el agua de un río debe ir al mar por los caminos que le traza la geografía, mi alocada idea de encontrar a una mujer perfecta tomó su curso indetenible y se fue convirtiendo en obsesiva y definitiva.

La busqué por todas partes y por todos los medios a mi alcance, en los parques, en las playas, en los centros comerciales, en los bares, entre la gente excelsa y la cotidiana, entre las cándidas obreras de las fábricas y entre las emperifolladas secretarias de grandes empresas, en fin, en donde quiera que una mujer, con su encanto natural, pudiese romper la monotonía de la vida.

La buscaba también en todo instante y momento en que a mi cuerpo no lo vencía el sueño, al atardecer y al alba, entre los estridentes rayos de los soles de mediodía, bajo las estrellas, ansiosas también por conocer el resultado de mi búsqueda, y aun entre el persistente cuerpo de la lluvia.

Juro que mi intención no era, ni mucho menos, hallarla por un capricho arraigado en mí, o por un simple y egoísta deseo de disfrutarla, de exhibirla o de realzar mi ego, ni aun por tener la satisfacción de haberla conseguido. Verdaderamente tenía el firme e inaplazable deseo de amarla, cuidarla, consentirla; de poder entregarme total y definitivamente a ella, no sólo por la perfección de su cuerpo, sino que, aun más, si ello fuese posible, por aquellas cualidades espirituales que seguramente ella debería poseer.

 

Sabido era que, de encontrarla, corría el riesgo de quedar en el abandono y en la desolación para el resto de mi vida, porque no estaba garantizado que ella me correspondiese, sobre todo porque estaba yo muy distante de ser la perfección del ser humano masculino, sino que era (y soy aún, y ahora viejo por añadidura) un hombre que se puede considerar feo, gordo, desaliñado y sin algún atractivo especial, excepto la fuerza de mi corazón.

Pero estos pensamientos no me hicieron cejar en mi empeño, antes bien, me animaron a seguir en la misión que me había impuesto, porque, llegado el momento, podría enfrentarme a mis deficiencias y vencerlas y, de lograrlo, pensaba yo, no sólo encontraría a la mujer perfecta sino a alguien a quien amar por el resto de mi vida.

Empero pasaba el tiempo y la ansiada no llegaba. Quería creer que existía, pero cada vez, en cada encuentro con otras mujeres, mi ilusión disminuía en entusiasmo, flaqueaba en esperanza, se acercaba al límite de lo imposible.

 

Mas no podía conformarme. En alguna parte, en algún rincón del mundo, ella tenía que existir, y yo la encontraría. Viajé por diversos países, siguiendo en cada uno la misma rutina tras cada despertar hasta que, dilapidada mi fortuna, debí volver a casa sin abandonar mi sueño.

Entonces, una idea aun más loca cruzó por mi cabeza: ella sabía que yo la buscaba y me estaba esperando.

Ahora, entonces, combinaba mi ansiedad con el desrazonamiento de que ella, al verme, me reconocería de inmediato, se confesaría conmigo y un idilio mágico nacería entre los dos.

De esta forma, comencé sólo a interesarme en aquellas que se fijaban en mí, de una u otra manera, y el desconsuelo se iba convirtiendo en angustia a medida que pasaba el tiempo y el acontecimiento extraordinario no sucedía.

 

Mas, cuando casi perdía la esperanza, la búsqueda terminó.

Ahí estaba, frente a mi puerta, como un cristal precioso bajo el sol, la mujer que había buscado por tanto tiempo.

Como todo lo mejor de la vida, fue un encuentro producto de la casualidad. Yo iba saliendo de mi casa y ella venía por la acera. Me preguntó por una dirección y yo me ofrecí a acompañarla. Su voz era como la de un ángel; jamás me había sentido tan feliz y tan orgulloso como cuando accedió a sentarse a tomar un café conmigo. Le conté mis sueños y ella sonreía enseñando sus dientes blancos y perfectos. Le hablé de mí, de mis cosas, de cómo la había buscado, y ella seguía dibujando sonrisas en su rostro perfecto.

Después de eso, pasamos varias semanas conociéndonos, fuimos a los sitios más bellos y románticos que encontramos; yo no le preguntaba de su vida pasada, no quería saberlo, sólo quería saber que ella estaba conmigo.

Un día me miró a los ojos con sus inmensos ojos verde mar, tomó mi cara entre sus grandes y delicadas manos y me besó en la boca como jamás ninguna me había besado antes. Después, avergonzada por el impulso, se apartó un poco, dejando que su largo cabello, dorado como el trigo, cubriese el sonrojo de sus mejillas.

A partir de ese momento ya no podría pensar en nada más. Mi mundo sería ella y no existiría para mí otra cosa en la vida que no fuese la presencia de ella.

 

Pero, ¿dónde tiene el destino, escondido, el garfio con que nos arranca el alma?, ¿en dónde la puerta del calabozo por la que entramos, sin saber, a cumplir nuestras condenas?, ¿cómo adivinar el borde del precipicio, cuando está cubierto por la nube de los sueños?

Urgidos de ilusión andamos, y al encontrar el preciado tesoro que parecía inalcanzable, ignorando nuestras debilidades, lo efímero de todo y de nosotros mismos, nos sentimos reyes inmortales en un castillo indestructible, sin pensar que en menos de un segundo, en menos de lo que tarda una gota en caer al charco, perdiendo para siempre su identidad, podemos pasar del cielo a los infiernos, de la alegría más extrema al llanto más inconsolable, o de tener a la mujer perfecta a quedarnos absolutamente sin ella, arrancados para siempre de su presencia.

Así fue como ella, el amor más grande de mi vida, un día, sin explicación y sin aviso, se marchó.

Se marchó dejando herido a mi corazón, sin consuelo y sin esperanza, sumido en la obscuridad de su ausencia, muerto por dentro, aunque tuviese que seguir viviendo.

¡Qué terrible el brazo del destino, ejecutor de mi desdicha!, ¡cuán amargo el camino en solitario! Yo quería besar el aire en donde habíamos estado, para sentir de nuevo el sabor de su boca; apretaba contra mi pecho la servilleta en la que me dibujó una flor y me escribió un “Te quiero”; caminé por las calles de la ciudad con la imagen de ella soldada entre mis ojos, grité su nombre a los cuatro vientos por donde quiera que iba, hasta que ya en todas partes me llamaban loco.

Lloré durante muchos días y muchas noches, con la esperanza de que mi llanto llegase por alguna vía a su corazón, y al fin, me quedé en silencio, me aparté del mundo y, a solas conmigo mismo, me pregunté si ella era perfecta. Y eso, por el simple hecho de que, habiéndome tenido, no se hubiese quedado conmigo para siempre.

Entonces, casi de inmediato, y avergonzado por mi exacerbada e insana autoestima, me di cuenta de que nunca había conocido, ni podría conocer jamás, a mujer alguna como ella, y sentí un terrible vacío en mi alma, y se apagó la luz de mi corazón.

Mas, ayer volví a verla.

De nuevo estaba allí, con su magnífica presencia, con su porte de reina. Me miraba con sus inmensos ojos verde mar, dando luz de nuevo a los más recónditos y oscuros sitios de mi alma; y yo miré temblar su boca, con un temblor pequeño y delicioso, preámbulo del destino seguro de los labios cuando quieren ir a los otros deseados.

¡Oh amada mía!, ¡cuánto has estado dentro de mi pecho!, ¡cuántos sueños por ti, sabiendo que existías!, ¡me he sentado en los bancos de la plaza en donde nos encontramos tantas veces, tantos días, a esperarte, a mirarte llegar a mis brazos, para estrecharte entre ellos para siempre!

¡Allí estaba!, ¡no podía creerlo!

Pero fue sólo un momento, un instante en que pude verla de nuevo, unos segundos en que vino a reventar en mi corazón todo el amor almacenado para ella.

No tuve tiempo de alcanzarla y tomarla entre mis brazos.

Del fondo del andén, del túnel, salió el tren como un gusano de su madriguera, destrozando su cuerpo perfecto, salpicando su sangre por los rieles.