Artículos y reportajes
El protagonista de la pobre musiquilla de las esferas

Enrique Lihn (izquierda), Jorge Edwards, Roberto Bolaño

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La materia prima de una novela suelen ser tantos y variados asuntos como historias, que a veces se cruzan en una vida. Los poetas también son reciclados en novelas o en libros testimoniales. No son personajes nuevos en la ficción. Y en ocasiones suelen ser reales o simples cajas negras abiertas una y otra vez con la llave discrecional del narrador. Hay casos en que el autor de la novela ha resultado ser muy amigo del protagonista de la obra, como en esta ocasión. El autor apela en no pocas oportunidades a la realidad para luego ficcionar, como ocurre según su propia confesión de alguna manera. No hay un patrón, preferiría afirmar, porque podría existir o transformarse en una realidad. El autor, casi por medida de precaución o una manera de estirar el tiempo atrás, del pasado, prefiere a protagonistas muertos o acuartelados por los inviernos de la vida. No es materia prima siempre viva y coleando. El sujeto no está a mano para consultarle, más bien es polvo enamorado sobre un montón de hojas o páginas escritas en un ordenador y libreta de notas. No estoy siendo muy directo, ni pretendo por ahora. No tengo en mis manos el móvil de mis palabras. Sin la novela no se puede hablar de la novela. Más bien un recorrido por el personaje que conocimos en vida, sobre algunos comentarios-opiniones del poeta y los poetas, entre ellos, situaciones, etc., etc. En mi libro Los poetas de Chile (2007), homenajeo con dos textos a E. Lihn, y hago mi historia personal, lúdica, irónica, personal, amical, con más de 30 poetas chilenos, incluido Alonso de Ercilla y Zúñiga. No es nuevo escribir sobre poetas.

El propio Edwards y Enrique Lafourcade, chileno y de su misma generación, escriben sobre el vate de Isla Negra. Roberto Bolaño incluye a Neruda en su novela Nocturno de Chile, y Los detectives salvajes dan cuenta también de una generación de poetas en el DF. Todo esto refleja que el referente de la poesía chilena, sin olvidar a Huidobro, Parra, Mistral, De Rokha, Rojas, Lihn, Teillier, Hahn, Millán y otros, sigue siendo el autor de Residencia en la Tierra. Neruda el más leído, citado, criticado. Según Edwards, le decían Nerón, tal vez porque incendió la casa de la poesía. Confieso que no lo conocí personalmente, ni lo visité en Isla Negra, ni fui su amigo. Sólo lo divisé vestido de blanco en un pasaje en el centro de Santiago y lo volví a ver, escuchar, en uno de sus discursos políticos en la capital. Una amiga me preguntó una vez si lo conocí y le respondí que mi timidez y orgullo eran tales, que me impedían acercarme a tamaña tortuga gigante venerada por mares allende nuestras fronteras. Qué bobo fuiste, me respondió con una gran ternura. Eso me ha permitido leerlo con “objetividad”, escribir una serie de notas, no obsesionarme con su personalidad mitológica, ni calumniarlo como deporte poético. Ni alistarme como un soldado a uno u otro lado, en ningún bando más que en el de la poesía. Lihn recitaba de memoria poemas de las Residencias nerudianas y Jorge Teillier se despedía cada noche con los versos nerudianos de la Canción desesperada de Veinte Poemas de Amor: Es la hora de partir, oh abandonados. Neruda gravitaba en la poesía como un barco anclado en la bahía, inmóvil, a veces, o de viaje, en otras ocasiones. Iba y venía, se había retirado a Isla Negra, donde recibía a sus amigos, pero no aconsejaba cómo escribir y él seguía escribiendo. En Santiago se gestaba una nueva poesía con Parra y Lihn, contra Neruda. Jorge Teillier fundaba la poesía lárica, del lugar, más que una mirada nostálgica a la provincia, una manera de vivir la poesía. Hahn y Millán asomaban con sus peculiaridades, intimidad de la vida y la muerte, el amor. Gonzalo Rojas en su asfixia, oficio profundo, oscuro, erótico, otra vertiente de la “poesía chilena”. Silva Acevedo en su cuerda, escapando de Parra. Waldo Rojas en París, imagen sobre la imagen. Búsqueda, búsqueda, aquí no termina el listado poético chileno post Neruda y sus ramificaciones, aún en vida del vate de Isla Negra. Armando Uribe Arce, el inefable David Rosenmann Taub, Efraín Barquero y los que vienen atropellándose en una larga lista de “los nuevos” y no tanto. Es mejor que ellos se ubiquen y busquen en sus propias listas, pero ahí están, y de tan lejos imposible apuntarlos más que a ojo de buen cubero.

De las notas que suelen escribirse cuando una novela gana un Premio Planeta, Casa de las Américas, como La casa de Dostoievsky, del narrador chileno Jorge Edwards, entrevistas, declaraciones, opiniones de paso, surgen estos comentarios, además de mi “conocimiento” de Enrique Lihn como persona y poeta. El autor dice que se trata de una novela de la poesía y el amor, las ganas de ser poeta y sostiene que el problema de esa generación fue su “incapacidad de asumir el compromiso en muchas cosas, en la política, en el amor”. “En la novela”, aclara, “el Poeta se va varias veces de forma parecida, se va de muchas cosas, se va de Cuba. Yo quise retratar una actitud humana. La evasión es uno de los temas de la novela. Y la relación entre el amor y la evasión es característica. Hay algo generacional. Yo creo que toda la atmósfera del existencialismo, Sartre y qué sé yo, tenía que ver con eso”. Edwards está hablando de Enrique Lihn, con quien se asocia, según dice en ocasiones, como personaje de la novela.

No todos recibieron con la misma fe y alegría el premio del autor de El peso de la noche. Veamos lo que dijo un lector anónimo en Argentina, país donde el jurado falló en favor de J.E.: “Las bases de este premio dicen ‘con el objetivo de promover’. Me parece una vergüenza que se lo adjudiquen a un escritor con un Cervantes. Lo único que puede ganar Edwards es el Nobel. Lo otro, que sería una ignominia, es pensar en su EGO. O en su arteriosclerosis. Sólo con una demencia se puede escribir acto tan abyecto. Culpo al jurado, a Planeta y a Casa de América. El premio correspondía a otro. Jolines, entre 557 obras, ¿no había otra excelente? NO se merece este premio. Este acto es una blasfemia”. Un paréntesis en la ruta del lauro. Sigamos.

Es y no es E.L. (porque el J.E. también es ese poeta), dice por ahí el autor de La casa de Dostoievsky, que también sostiene que están algo novelados perfiles de Neruda y Jorge Teillier, aunque una nota de Planeta, la oficial, divulgada urbi et orbi para lanzar el premio, se equivoca ubicando a Neruda en la generación del 50. A esa pertenecía también J. Teillier, que según Edwards hablaba pestes de Neruda como otros jóvenes. Lo que yo recuerdo de Teillier, a quien conocí y con quien compartí muchas conversaciones y vinos, es que él se sacaba el sombrero por Neruda y de hecho tiene una foto frente a Neruda en Temuco donde se saca físicamente el sombrero. En los 50, la narrativa chilena, rarísimas excepciones, no sonaba ni tronaba, sólo los poetas históricos que le “enmendarían la página generacional” a Rubén Darío, hipopótamos en la charquita de Chile. Lafourcade, un polémico escritor, se adjudica la creación de la Generación del 50, a la que Teillier nunca dijo pertenecer como Lihn. Lo que no está claro, es lo que dice Edwards, que esa generación careció de compromisos, porque Lafourcade es un conservador de primer orden y Teillier un izquierdista no militante, mientras que Lihn, izquierdita-existencialista-humanista-nihilista-anarquista-polemista 24 horas. Pero existieron otros miembros, como Armando Cassigoli, mi viejo profesor de filosofía, muy comprometido. Es difícil, como La difícil juventud, de Claudio Giaconi, uno de los más brillantes narradores chilenos de ese y otros tiempos, generalizar sobre esa generación. En el Congreso Cultural de La Habana del 68, Edwards y Lihn participaron en un conversatorio en Casa de Las Américas. Allí Edwards dijo respecto a la llamada Generación del 50 que algunos asumieron posiciones de izquierda y otros posiciones francamente reaccionarias. Edwards no menciona al talentoso Giaconi en su recuento de la narrativa chilena en La Habana. Sus cuentos eran lo más fresco, novedoso y de nivel por esos tiempos, hasta que Giaconi se esfumó a Nueva York para escribir una novela que al parecer nunca terminó.

Edwards comenta, en una de esas entrevistas sobre La casa de Dostoievsky, que los poetas suelen ser astutos becarios sobrevivientes del sistema. Los hay, sin duda, pero no más que los diplomáticos que suelen vivir con jugosos salarios y poco gloriosos servicios a la patria. Lihn obtuvo una beca de la Unesco para viajar a París y lo hizo a Cuba a través del gobierno cubano y después a Estados Unidos con la Guggenheim. Lo interesante es que Lihn escribió poemarios en esos viajes, como Poesía de paso; La pobre musiquilla de las esferas y A partir de Manhattan.

La casa de Dostoievsky, señala Edwards, es una historia también de amor y eso me trae a la memoria un día que coincidimos con Lihn visitando la misma mujer en su apartamento una mañana próxima al mediodía. Era una de esas mujeres abandonadas por su marido y que el poeta recogía como un imán. Una hermana de Edwards también fue novia de Lihn.

El 69 viajé a La Habana y Enrique Lihn me encargó le llevara de regalo a Roque Dalton su libro La musiquilla de las pobres esferas. Así lo hice. Y Jorge Teillier me dio Crónicas del forastero para Eliseo Diego. También cumplí con esa misión y me reuní con el poeta cubano. Y yo escribí un poema sobre José Lezama Lima. Recuerdo que me fue a ver al hotel una hermosa mujer y me preguntó por Lihn. Después supe que fue su novia y que quiso viajar con él a Chile, pero el poeta no se la trajo a Santiago. Uno de los comentarios de la novela de Edwards, titulado El río invisible y suscrito por Mario Soto, dice: “En resumidas cuentas, el Poeta tuvo grandes amores y vivió aventuras memorables, fue admirado y conoció los rigores de la fama (en algún momento lo tildan de pedófilo), pero nunca salió del ‘horroroso Chile’, nunca dejó la casa de Dostoievsky, una destartalada e inmunda mansión del centro de Santiago donde pasó la juventud junto a una pandilla de artistas impresentables”. Y sigue el comentario de Soto: “En Cuba, el protagonista, cuyo nombre no conocemos, sobrevive al castrismo y es testigo de primera fila del vergonzoso caso Padilla. De vuelta en Chile, experimenta el absurdo y la violencia de los años de la Unidad Popular y luego el oscurantismo del régimen de Pinochet”. (¿No hubo violencia con Pinochet?) Edwards dice que lo del caso Padilla él lo ficciona y debe ser cierto, porque Lihn estaba en Chile cuando ocurrió y no en La Habana, y recuerdo que lo encontré esa noche por Ahumada, venía de la Agencia Prensa Latina con unos cables leyendo sobre el tema. Una coincidencia más. Lihn murió en el mismo edificio, y no sé si apartamento que yo viví en la calle Passy. Lihn, en la época de la Unidad Popular, a sus inicios, participó muy directamente en un documento sobre política cultural. Lo volvería a ver por última vez una noche en una casita de un barrio de clase media donde vivía quizás con la joven de los disparos de salvas. Esa noche cocinó comida de dieta. Estaba cuidándose de su infarto y no bebió. Fue una velada tranquila sin ningún apuro. Una joven caminaba silenciosamente alrededor del poeta. Le dejé un manuscrito que había conocido en el viejo taller de la Vicerrectoría de la Universidad Católica, con algunos poemas más. Era 1987, mi último viaje a Chile, ya no lo volvería a ver más, al año siguiente moriría de un angustioso cáncer. Yo me iría con la sensación de que Pinochet iba a caer. No era una mera percepción poética. En efecto, el Diablo pactó su retirada y se cumplió en marzo del 90.

 

Para enfocar a Enrique Lihn, el personaje de la novela

“Escribí y me muero por mi cuenta,
Porque escribí estoy vivo”.

E. Lihn.

I

Es mil novecientos cincuenta y nueve. Nicanor Parra recibe en su casa de La Reina a un grupo de estudiantes del Pedagógico. Entre ellos está un muchacho con cara de gringo y rostro rosado, de 21 años de edad, su apellido es Hahn y quiere ser poeta. Acompaña a Parra un tal Lihn, poeta joven que hace algunos años debutó con Nada se escurre, tipo hosco e inquietante que a ratos se limita a escuchar la conversación con expresión ausente y, de vez en cuando, celebra a gran carcajada los chistes de Parra. De vuelta, Lihn regresa en el mismo bus que el grupo de jóvenes. Van todos sentados en la última línea de asientos. Lihn los ignora. Prefiere mirar el paisaje. Hahn intenta dialogar con Lihn, conocerlo, acortar el camino. Pero éste, “con el orgullo y el desprecio y una suerte de severa alegría a flor de labios”, se limita a responder con monosílabos y gruñidos. Lihn es el primero en bajar del bus. El alivio es general en el grupo de estudiantes.

 

II

Es mil novecientos sesenta y nueve. Hahn ya es profesor de literatura y se ha radicado en la ciudad de Arica. Lihn está de paso en esa ciudad, su destino es el encuentro de escritores de Arequipa, Perú. El problema es que Lihn ha perdido su pasaporte y debe abordar el avión y no sabe a quién recurrir. Recuerda a Hahn, quien ya ha iniciado esa misma batalla minuciosa —la poesía— y quien amablemente soluciona el percance. Hahn lo tranquiliza, le cuenta que el cónsul de Chile en Tacna es un escritor: Benjamín Subercaseaux. Asunto arreglado. Hahn y Lihn están ahora en el aeropuerto. Esperan el avión que llevará a Lihn al encuentro de escritores. En cosa de minutos, el lugar se llena de personas con libreta en mano, cámaras y micrófonos. Periodistas. Ambos se miran sorprendidos: Hahn no sabe lo que pasa. Lihn cree que se trata de algún cantante famoso. Minutos después, se abren las mamparas y aparece Mario Vargas Llosa, seguido de Patricia, su mujer. Más atrás, Jorge Edwards y Pilar Fernández de Castro. Lihn afirma que ambos escritores también han sido invitados al encuentro de Arequipa. La prensa se abalanza sobre ellos, pero Vargas Llosa los elude, va directo a Lihn, lo saluda afectuosamente, se abrazan. Edwards repite el cuadro. Hahn, por su parte, se sorprende de las amistades de Lihn.

 

III

Es mil novecientos setenta y cinco. Lihn visita Nueva York, ahí lo esperan Pedro Lastra, Enrique Giordano y Hahn. Lihn se queda unos días en casa de Pedro Lastra en Long Island. Hahn se ha radicado en Maryland y unos días después espera a Lihn en el terminal de la ciudad. El bus ingresa al terminal, comienzan a bajar los pasajeros y la mirada atenta de Hahn no da con Lihn. Tras breves minutos el bus continúa su marcha, en eso Hahn divisa a Lihn moviendo frenéticamente sus brazos desde una ventanilla trasera del interurbano. Hahn se echa a correr y golpea la puerta del bus, éste se detiene y los amigos vuelven a encontrarse. Durante tres días, Lihn se aloja en el departamento de Hahn. Durante la primera noche conversan de poesía: “¿Y?... ¿Cómo anda la poesía?”, pregunta Lihn. “No sé. Tengo unos cuantos poemas que he escrito en estos años, pero no sé si sirven”, responde Hahn. “Por qué no me los muestras”, dice Lihn, “yo suelo desvelarme toda la noche. Tendré mucho tiempo para leerlos”. Hahn le entrega a Lihn un montón de hojas sueltas, todos poemas inéditos. A la mañana siguiente, durante el desayuno, Lihn se arrodilla sobre la alfombra y va ordenando los poemas seleccionados y aparta el resto. “Bien”, dice Lihn, “aquí está el libro. ¿Qué tal si ahora le buscamos un título?”. Hahn propone nombres que Lihn va rechazando con gestos faciales de desaprobación. Entonces, Hahn toma un papel y escribe un título que ha rondado en su cabeza durante años: “Arte de morir”. “Perfecto”, dice Lihn, y ofrece hacer el prólogo.

 

IV

Es mil novecientos ochenta y dos. Lihn habita un departamento, en los altos de una casa, con entrada independiente en la calle General Salvo. Hahn está de paso en Santiago y va a visitarlo. Lihn se ve inquieto, en ese momento suena el teléfono y dice que no lo contestará. Hahn pregunta por qué. Lihn le confiesa que ha tenido un romance con una mujer veintitantos años menor que él y que el ex marido, enterado del affaire, lo acosa. El amor en su ceguera de acto puro, sin asomo de corazón ni de cabeza. El teléfono no para de sonar. Entonces, Hahn se ofrece a contestarlo. Lihn le dice que prefiere no involucrarlo. Hahn se dirige al aparato y levanta el auricular: “Necesito hablar con Enrique”, dice una voz molesta. “Ya no vive aquí”, responde Hahn. “Yo sé que está ahí”, insiste la voz. “Ya le dije que no está”, repite Hahn y cuelga el teléfono que no vuelve a sonar. Minutos después suena el timbre de la puerta. Lihn se levanta a abrir pensando que es su hermano que ha quedado en llegar a esa hora. Hahn permanece sentado en el sillón, lo ve alejarse y tirar del cordón que desde arriba abre la puerta. De pronto suenan dos balazos, Lihn se inclina hacia la derecha y luego cae al suelo. Hahn, aterrado, se dirige a gatas hacia la puerta, no hay nadie a la vista, baja corriendo las escaleras y pone el cerrojo, y en un abrir de ojos brillantes y en un cerrar de ojos opacos Lihn, pálido, ya está de pie. “¿Estás bien?”, pregunta Hahn. “No pasó nada. O el tipo tiene mala puntería o eran balas de fogueo. A este imbécil no le da para más”, responde Lihn.

 

V

Es mil novecientos ochenta y siete. Hahn otra vez está en Santiago y recibe una llamada de Lihn quien, con voz quejumbrosa, suplica: “Necesito tu ayuda, me siento muy mal”. Hahn responde que iría de inmediato. Lihn también ha llamado a Pedro Lastra quien acude al llamado con Cecilia, su hija médico. Al llegar a casa de Lihn, Hahn se encuentra con Claudia Donoso, sobrina del escritor José Donoso, quien le informa que Lastra y su hija lo han llevado al hospital de la Universidad Católica: “Enrique tiene una infección urinaria. Tengo el auto aquí. Si quieres te llevo”. Después de una hora de espera en el hospital, aparece Lihn por el pasillo arrastrando los pies, se sienta mientras espera que Claudia y Cecilia terminen los trámites hospitalarios, y lo primero que dice a sus amigos es que nunca en su vida ha sentido una sensación tan grande de alivio y de placer físico como cuando le hicieron descargar la orina acumulada que casi le revienta la vejiga. Nada tiene que ver el dolor con el dolor. Nada tiene que ver la desesperación con la desesperación; a esto sigue una avalancha de exámenes médicos que detectan un problema renal serio.

 

VI

Es mil novecientos ochenta y ocho. Hahn ahora reside en Iowa City y mira por televisión la tercera sinfonía de Mahler. Los juegos de cámara lo distraen de la música misma, así es que decide sentarse de espalda a la pantalla y prescindir de la imagen. La voz de una mujer interpreta un texto de Nietzsche. Hahn comienza a sentir el corazón apretado, una sensación indescriptible de angustia. En Santiago Lihn ha empezado a compartir su casa con una invitada inesperada, una sombra que lo acompaña día y noche. Entonces, emprende una desesperada carrera junto a ella. Escribe, porque hacerlo significa trabajar con la muerte codo a codo, robarle algunos secretos. Pronto, la desigual carrera lo ha agotado. Pide que le aten un lápiz a la mano derecha y continúa, Todavía aleteo con el pescuezo torcido y las alas en desorden. De un salto Hahn sale del sillón y experimenta una extraña certeza, le dice a su mujer que Lihn ha muerto. Ella lo mira con cara de asombro y sugiere llamar a Chile. Hahn toma el teléfono y marca el número de Pedro Lastra en Santiago. Del otro lado, una voz femenina comunica la noticia: Lihn acaba de morir. Se nos hacía tarde. Se hacía tarde en todo. Para siempre.

Felipe Reyes F.

Nota: La anécdota de la joven mujer y de los disparos, la conocía. Sin duda fueron de salva, pero su autor no estaba tan equivocado, Lihn había tenido un infarto y lo que se buscaba era obviamente otra explosión del ya malogrado corazón del poeta.

Su amigo Jorge Palacios aún recuerda el último encuentro que tuvo con Lihn, antes de que éste muriera en 1988; “invitamos a unas mujeres a beber con nosotros, sin embargo luego de un rato ellas abandonaron el lugar. Con Enrique a razón de llevar nuestro machismo hasta las últimas consecuencias, las tomamos en brazos y emprendimos la retirada. Una vez depositadas en la vereda nos propinaron sendas cachetadas y se mandaron a cambiar... allí estábamos con el flaco, cuando frente a nosotros pasó lentamente un camión. El poeta, al instante, ante mi más completo asombro me hizo un gesto de adiós con la mano y corriendo a grandes zancadas, dio un salto girando en el aire para caer de espaldas sobre la plataforma vacía del camión. Y así tendido, de cara al cielo, con los brazos abiertos en cruz, lo vi perderse Alameda abajo, con destino desconocido”.