Sala de ensayo
Tiempos de violencias

Comparte este contenido con tus amigos

Los resquicios de la memoria

País portátil es el miedo de los hombres, es el reencuentro fantasmal con lo que debimos ser. El tiempo diezma las promesas, nos coloca ante un deber ser que se esfuma. La ciudad que se muda, que se transmuta, encarna lo portátil. Lo transitorio es el recuerdo. El transito de la Venezuela rural a la moderna muestra una Caracas que vive en la pujanza, en el zumbido del tiempo convergen las cosas mudas. La ciudad es el preámbulo de la muerte, allí convergen los usos de provincia y los caracteres de hombres de distintas procedencias, las neurosis, los ecos imaginarios, espectrales, tétricos, asaltan al ciudadano.

La ciudad contiene la violencia, los seres que topamos en la vía encarnan una vicisitud, una destemplanza, un pensamiento. Los otros sumergen en zozobra mi cotidianidad. La ciudad es una exhalación, los espacios geográficos no son para la comprensión, para el vivaquear del espíritu, están allí para avisar que vivimos en un mundo de hollín, de chatarras, de tiros, de torturas, de hombres que deambulan por el mundo sin comprensión. La lluvia deja el espanto en el alma. En el alma del hombre que porta el maletín dentro del autobús en la novela País portátil no hay más nada que caos. La ciudad y el campo se entremezclan en la eclosión de la inseguridad. Los hombres no habrían logrado vivir tranquilos en Venezuela ni en el ayer ni en el hoy.

Los psiquismos de la ciudad son formas perturbadas de existir, cada quien anda en lo suyo, en su tiempo, la íntersubjetividad ha dejado de rasguñar a los hombres. La ciudad encarna la demencia, el tumulto. El hombre del maletín lleva sobre sus hombros los imaginarios de lo citadino, pero también la templanza provincial. La violencia campea por las calles de la metrópolis, la democracia dispara sobre el ciudadano común, la muerte se presiente y se presenta a ráfagas de olvido. La continua intolerancia desde el siglo XIX a la segunda mitad del siglo veinte, sigue horadando la cotidianidad del venezolano. Los derechos humanos penden de la boca de los cañones de la policía. Un hilo común seguía formando parte de la cotidianidad del venezolano, la violación de todos los derechos.

Jaramillo, sastre comprometido con un ideario de redención, cae asesinado por la policía en la parroquia San Juan, País portátil comienza mostrándonos las costuras de Venezuela, allí está Andrés Barazarte corriendo el mismo destino de su familia revolucionaria. La democracia parecía ser la continuación de la dictadura. La democracia no había logrado vencer las infamias y se había fraguado en el vórtice del terror. El país ha estado siempre crispado por el horadar de fuego de las hogueras más altas. El fuego purifica, entona canciones con la brisa que han de consumir los pastizales, el llano venezolano se envolvió, luego de la Guerra Magna, en la trifulca del fuego, así dirá Adriano: “Los árboles se alargan de pronto, en mitad de la noche, con una aureola inmensa levantada hacia el cielo, para que todos los ojos del pueblo se alcen hacia el cerro. De nuevo se sorprende el silencio de las gentes que cuidan sus sueños (...). Cada casa ha abierto su puerta o ventana hacia la luz y hay quien piensa que terminaron por arder todos los flancos. Pero la candela queda lejana: milagro abierto y húmedo del viento que sube desde el fondo”.

En los resquicios de la memoria Salvador recuerda el saqueo de sus tierras, el vejamen de haber sufrido el robo de sus propiedades. Las guerras, la violencia de los gobiernos nos cambiaban de amo, el país era portátil. Los hombres que habían defendido sus posesiones y su trabajo, por las tramoyas de la vida política, eran yugulados, no hubo una base institucional fuerte y creíble para afianzar la propiedad. El ladronismo se había impuesto. Los hombres emigraron del campo a la ciudad; con respecto a este tema Miguel Otero Silva en Casas muertas pulsa la dinámica que el petróleo introdujo en la vida venezolana, el campo comenzó a abandonarse desplazándose los contingentes poblacionales hacia las urbes. Las generaciones dirimen en los sueños y en el mundo cotidiano sus diferencias, en atmósferas derruidas yacen los viejos anhelos. León Perfecto reclama la falta de coraje de su abuelo ante la expropiación de sus tierras, en el fondo sentimos que son retratos sobre los cuales se desliza el moho.

El hoy ya no puede ser la nostalgia del ayer, los tiempos han pasado cautelosos, el novelista actúa como espectador y como partícipe de emociones encontradas, los hombres se conservan en las edades de la imaginación, no pueden morir, simplemente no hay a donde ir, la gran historia no ha comenzado a escribirse.

La novela presenta el reclamo de la voz de la conciencia vencida por haber admitido el robo de sus tierras, los tiempos, las ventiscas, las guerras, el infortunio y la edad habían dado al traste con Salvador Barazarte, era esto lo que no podía aceptar ante la voz de León Perfecto. La aparición del destino como sino fatídico era una realidad, ayer y hoy los hombres se habían dejado robar, masacrar, horadar su alma. Los que marcharon a la ciudad nunca más regresaron para exhibir la razón y las leyes. La iglesia y el gobierno en contubernio habían expropiado las tierras, la fe y la ignorancia hicieron posible de nuevo el latrocinio.

País portátil nos presenta el perfil del conspirador; éste no debía usar agenda, debía guardarlo todo en la memoria, los papelitos, los anuarios, las libretas eran comprometedoras; el revolucionario no se podía dar ese lujo, él era un hombre proscrito. El país no había cesado de tener miedo, nuestro psiquismo retiene aún del pasado el terror. Los hombres son síntesis de vivencias, cada quien representa un pedazo de vida, él, ellos, todos encarnan la historia familiar, allí hay de todo: honestos, falsificadores, hipócritas, babiecos, el infierno como lo diría Sartre son los otros. Salvador siente que su vida ha sido la indecisión, lleva sobre sus hombros una disposición y una culpa que no es personal, sino que pertenece a la historia, se debe comprender que en cada familia hay retoños malos, psiquismos diferentes, su hermano José Eladio amaba la cháchara, la festividad, las mujeres, ejercía como parrandero, como refistolero, a decir de Salvador Barazarte él encarnaba una historia distinta a la suya, a la de León Perfecto y a la de sus antepasados. Edades de tragedia para los venezolanos, sinos dolorosos que no pueden recogerse de otra manera, es la muerte proverbial, intersticial que nos dicta la plana.

El país rural medraba en el cuerpo de nuestros antepasados, la guerra y el revólver establecían las distancias de la seriedad. La pólvora era la medida. Los Barazarte estaban en la oposición cuando José Eladio participaba en las fiestas del gobierno, eso les dañaba el honor en un país donde lo único que apaciguaba las pasiones era la sangre. Había que saber mantener en alto la extirpe de una familia y este hombre simplemente se había refugiado en la guachafita. Sus días estaban resguardados por las parrandas, en el fermento de las horas magras mecía sus sueños en los brazos de una hermosa hembra, era el mariposear que los hombres recios de la época, según lo explican las voces de la narración, no podían permitirse.

La modernidad irrumpe en tierra venezolana, los ruidos de la locomotora abren la vida hacia el maquinismo, los burros parecían formar parte ya del pasado. El progreso comenzaba a hacer una cicatriz en el rostro de los arrieros, de los posaderos. La pequeña producción mercantil simple comienza a resentirse ante el paso de la urbe. Los modos de vida de los venezolanos comienzan a cambiar, los hábitos decimonónicos señalaban una manera de ser. Los amoríos vigilados comienzan a ser irrelevantes, en el ayer se pelaba pava por largos años, los amantes esperaban que los tiempos demostraran la reciedumbre de sus costumbres.

Caracas surge en la narrativa de Adriano González León como ciudad símbolo del progreso. El frenazo, el guardafango desprendido, el musiú quejumbroso ante la atorrante ciudad forman parte de la cotidianidad. Ayer, allí mismo, a unas cuadras estaba el campo. Cuando se abandonaba Santa Teresa para venir a estudiar a Caracas la despedida era parsimoniosa, todo se hacía a lomo de bestia. El tren impuso otras dinámicas. Con el petróleo el rostro de las ciudades había comenzado a cambiar. “Un aire hediondo de peces envenenados por el aceite o reventados por el golpe y el ruido de los remos, venía junto al sonido de máquinas partiendo la tierra, de grandes tubos rodados, de pitos y cornetas” (AGL, Las hogueras más altas).

El ruido de los motores y el petróleo indicaban el abandono de las antiguas formas de relacionarse los hombres, las guerras del siglo XIX se hicieron en el lomo de las bestias. La lanza era importante, las armas blancas señalaban un camino, el siglo XX nos presenta por el contrario la luger, y el chisporroteo de los máuseres, “Gemidos parecidos vinieron en la noche para atajarle el sueño y se hacían prolongados y tristes, heridamente desolados”. La sentencia perteneciente a Las hogueras más altas parece presagiar al Salvador Barazarte de País portátil, que moría de su propia soledad abrumado por los recuerdos, envuelto en la presencia de palabras que clamaban justicia ante una época que lo había sobrepasado. Las hogueras más altas avecinan claramente tanto a País portátil como a Viejo, la lúdica verbal y el dispendio de los mitos, la fragua de lo imaginario presenta mundos regocijados: “Sentía un cruel regocijo y no tuvo temor de los fantasmas de las reses incendiadas que se alzaban en el aire, bramando sobre los corredores y los patios de la casa, surgiendo de las sombras con los rabos iluminados” (Las hogueras más altas).

La novela retrata familias liberales y conservadoras en disputa. En el imaginario de los hombres atribulados por la Guerra Federal, se jugaba el honor. País portátil nos presenta en la memoria los afanes y las proyecciones de quienes van haciendo la historia. Allí está presente una vida abandonada, en el hoy sólo se presiente la hojarasca, el desvaído, el petróleo ha dado otro sentido a la historia. Estamos acá ante voces que van contando la crónica de viejos días, la suya, son los ruidos de los espectros, es la muestra de épocas tormentosas, violentas, que expresaron el sentimiento de sus hijos en grandes batallas concretas, están allí Santa Inés, Coplé y tantos encontronazos de la historia.

Las mismas tropelías continúan rodando, sobre el plexo de historia del país se presentan la borrasca y el efluvio de tiempos idos. Los hilos conducen por épocas tormentosas, ayer la lucha entre federales y conservadores, hoy la voz mitinesca que grita abajo el imperialismo o viva la oligarquía, nada parece haber variado, la zozobra asalta las almas, los mismos hombres en otros cuerpos, iguales temperamentos que quedarán en un punto del camino abandonados de todo, la violencia dando cuenta de las almas que deambulan en el tiempo como zombis. La voz de Salvador Barazarte evoca desde su inexistencia la vida de León Perfecto y de Víctor Rafael, nada sería más grande para los hombres de acción que el pasado, igualmente para Andrés Barazarte la vida era la ansiedad y la lucha de la guerrilla.

Los tiros no conocían la moral, pero vestían de gloria a los hombres, entre balaceras los estudiantes en los años sesenta corrían de la represión en el noroeste de la ciudad de Caracas. País portátil nos describe la cotidianidad que se aprieta con escenas heroicas. Hoy igual que ayer los hombres no podrán esquivar la represión, no se corre por cobardía, se hace de esa manera porque se sabe que no hay garantías. El país ha permanecido encabritado toda la vida. Desde la memoria País portátil recoge los enfrentamientos de los caudillos en occidente, esta novela es la saga de los Barazarte, el amor ladea el corazón del hombre rural que no ve claro cómo cautivar a su prima tocada por las usanzas de la ciudad cosmopolita, en este caso Caracas.

El narrador es una voz en sombra que va contando las tensiones, las maniobras, los destinos de los hombres de aquella larga época que ocupan las regiones de País portátil. Angélica añora Caracas, sus costumbres, los llamados de la ciudad se imponen en ella. Los seres han comenzado a cambiar.

Las costumbres sin embargo son perentorias, códigos como el respeto, las tradiciones, atan decisiones. Angélica, en una ofrenda sepulcral, fija su destino en un juramento que le realiza a su padre; abandona su destino para refugiarse en el caos de su renuncia. Angélica sucumbe ante la borrasca, deviene la esposa de Víctor Rafael. Dos mundos que nunca se encontrarían, lo agreste acompaña aquel mundo rudo, ella muere en la soledad, en las horas de espera. El caserón donde la había dejado su marido, quien fue a visitar a su hermano León Perfecto, se fue cerniendo sobre ella hasta consumirla.

Angélica murió en la soledad, se desangró, allí no estuvieron sus vecinos, su marido había dictaminado que nadie valía la pena en ese vecindario. Ernestina por su parte había enmudecido desde el escape de su novio, se había quedado con los crespos hechos. Los prejuicios gobernaban a una sociedad tosca, encerrada en una moral anticuada “...y creo que hasta me pareció que estaba bonita cuando en el cuarto de arriba se borró entre las sombras” (AGL, País portátil, pág. 190.) Ernestina no pudo alcanzar a su prometido. Quedó absorta entre los dibujos y las promesas de Quintero, la vida le fue deparando en esa saga a cada quien lo suyo.

 

“País portátil”, de Adriano González LeónLos refugios de un tiempo ensombrecido

La gran ciudad está descrita en País portátil, el río Guaire la cruza ensombrecido, testimonio del hoy y del ayer, mujeres que cargan sus realidades en los hombros. Adriano González León describe la demencia de una ciudad donde todo resulta audible, coexisten dos estéticas en un mismo barco que se inflama por todos lados, los hombres encarnan sus miserias en un mundo que ha sido siempre así. La novela explana la memoria; segmentados acuden los recuerdos, antropología de la ciudad grande donde concurren gallegos, maracuchos, orientales, canarios, y portugueses cargados de un ruralismo profundo.

La ciudad es la invención, es la búsqueda de la identidad, los estudiantes se sienten extrañados en sus pensiones concurridas de mujeres bellas que no son sino exhalaciones fantasmales y masturbatorias de psiquismos que esperan la llegada de alguna dama que comparta su silencio y soledad. Empresa autobiográfica del narrador. El lector se pasea por la exclusión que siente el andino de pensión, el oriental y el llanero cuando son confrontados con su cotidianidad.

Hilos invisibles sostienen un país donde los cauces de la modernidad se van presentado entre balazos, así ha sido la historia desde siempre en Venezuela. El plomo no ha dejado de sonar en una patria entregada a la seducción de la valentía, de la lucha revolucionaria, las cosas se van descampando de soslayo hasta extenuarse y dejar de ser. País portátil es un retrato fiel de una generación masacrada, la de los años sesenta. Anidan en este libro voces que lucharon por el ideario liberal, la fuentes de la corrupción y del poder quedan retratadas en este documento. Liberales y conservadores en 1863 se reconcilian en el pacto de Coche. León Perfecto piensa que la guerra está a punto de terminar y que es cuestión de unos tiros más para neutralizar a los Araujo, esa sentencia resulta ya no ser cierta, su padre había sido ya nombrado gobernador, desde el punto de vista de la recomposición del poder era necesario sostener la paz, los odios seculares debían mermar, los campos habían quedado sembrados de cadáveres, se debía solicitar la propiedad de la razón para garantizar la convivencia.

La novela nos presenta un mundo convulsionado, las conciencias yacen encerradas en sus consejas. Epifanio Barazarte señala un hombre fuerte, médico y general que usufructúa los privilegios que también tenían los godos. Liberales y conservadores se confunden en un tumulto de ambiciones, mundo de exclusión, la mujer aparece sostenida por el yugo feudal de una moral construida y fundada en la barbarie.

Salvador alucina en las tinieblas, León Perfecto le reclama decisiones que debió tomar. El tiempo inmemorial se le va metiendo en el cuerpo, siente los reclamos de los muertos, vienen por él. La memoria dialogante le permite evaluar a instantes las decisiones de su hermano Eladio, estaba fastidiado de cargar con tanto muerto encima, comienza a darse cuenta de que ha llegado otro tiempo. Las balas son un mal presagio. País portátil es el testimonio de un país ensangrentado donde el odio y la ambición de Betancourt no conocieron límites. La democracia sigue reproduciendo la historia de sangre del viejo país. Adriano González León testimonia lo urbano, por el contrario José León Tapia historiza una ruralidad acabada igualmente a cachiporrazos y a golpe de lanza y bayonetas. Las casas han seguido atestadas de perseguidos políticos, la disidencia democrática se pagaba con el pellejo.

Venezuela con este tipo de literatura testimonia y muestra sus costuras históricas. En El Tigre de Guaitó, de José León Tapia, vemos la zaga de los Araujo, un hecho narra y reconstruye una tradición, el país sigue incendiado por los cuatros costados, el crimen político no conoce justicia, este rasgo es común en América Latina. En el llano se deposita la esperanza en el caudillismo, los hombres de la Guerra Federal entonaban una sola canción que les garantizaba probidad y les permitía vivir en la utopía armada “El cielo encapotado anuncia tempestad / y el sol tras de las nubes pierde su claridad / ¡Oligarcas, temblad, viva la libertad! / las tropas de Zamora, al toque del clarín, / derrotan las brigadas del godo malandrín”.

 

Viejo

Adriano González León plasmará en otra de sus novelas, Viejo, sus preocupaciones metafísicas, allí está el escritor luchando con su nada, con la de los otros. La vejez es un mal presagio, los músculos se endurecen, duelen las pantorrillas, el viejo se sumerge en largos días donde se esperan nuevas emociones y nada ocurre. La edad parece lanzar a los hombres al sigilo de la espera. Las voces fantasmales de Viejo presagian el fracaso, las canas, la decrepitud, el hombre es presentado como un concierto de sinuosidades donde la base de la derrota es el tiempo. “Hacía falta el primo Alfonso. Le hacían falta las muchachas al primo Alfonso. Pero con esas canas no había donde ir. Con esas canas que multiplicaron por última vez las luces del espejo y las mismas luces se fugaron estremecidas, aquella tarde, cuando se escuchó el disparo” (AGL, Viejo, pág. 41).

El objeto novelado de Viejo es una subjetividad instalada desde la precariedad del tiempo, el hombre es presentado como aquel que sabe de su finitud, en eso la reflexión de la voz del narrador es clara, no hay escapatoria. Los hombres son ellos con sus limitaciones, la vejez es el fin de los tiempos gloriosos, es el espanto, es el meao que desliza desproporcionadamente por los pantalones del viejo, al igual que la caca. La meditación es tormentosa, no parece haber escapatoria, la trágica condición del hombre es inevitable.

Viejo va envolviendo al lector en una maraña de jugarretas del lenguaje, el novelista va diciendo a los lectores lo que cotidianamente resulta inexpresable en su cotidianidad, el relato se entreteje entre los cantos de la memoria, los recuerdos desvaídos nos dicen que el musgo de los lugares recónditos se va deslizando entre ecos. Los arpegios de las guitarras van tejiendo amores que serán luego lugar pasado, peso de los recuerdos. El relato muestra la orfandad de los seres, entre el malabarismo de las palabras se promete un estado de espesor tan profundo que allí se realiza el supremo paraje de la tranquilidad: “...alguien pensó que los vendavales no podrían ocurrir más, que no vendrían aguaceros interminables y que las brujas jamás se meterían por las claraboyas y los duendes serían aquietados en las huertas y los rincones y que no había nada que temer. Ellos en vez de caminar, flotaban. En vez de reír, desgranaban sonrisas. En lugar de comer, tenían gran apetito. En lugar de llorar (...) dejaban correr el manantial de su congoja...” (AGL, Viejo, pág. 60).

Tanto en País portátil como en Viejo el narrador nos cuenta historias fruncidas por el miedo y la huida. Adriano recrea hombres que huyen entre la maleza, las lomas, los troncos, escapan de su propio destino y son inatrapables, nadie querrá seguir viviendo en aquellas ciudades rupestres, hoscas, donde hay más sueños que realidades. Los hombres escriben historias que los atraparán a través del tiempo en su propio retrato autobiográfico, memoria de días perdidos en la hojarasca de espacios sorprendentes.

Viejo se deja sospechar como libro autobiográfico con una carga de angustia existencial por el tiempo, por la muerte, por la vejez. Para el novelista dentro del relato la lisonja al vigor del viejo sólo son palabras reconfortantes, reparadoras, que intentan remediar lo inevitable, la vida es un desgaste, una invención que va horadando las hojas. Cuando Elodia y Joaquín faltan, el tiempo de la vida se vuelve estremecedor: “...no querer entender que la miseria y la tristeza se están metiendo por las puertas, se están metiendo por las rendijas (...) vienen, vienen, se cuelan, son como espantos, no hay puertas que las pueda atajar, es toda la desesperación y el olvido que se cuelan por las rendijas como si fueran viento malo, basuras, estrecheces, hormigas del infierno, insectos malucos que me quieren comer” (Viejo, pág. 66).

 

Piruetas de amor

Evocación de un tiempo ido, quejas hacia el destino por haber vuelto tan breves esos momentos que han debido ser eternos. El amor interrumpido en el juego de la infancia. Sentimientos fementidos de seres separados por la adultez, por las férreas creencias de las maestras, de una sociedad cerrada, y al lado de todo aquello necesidad de hacerse notar entre los arreboles de los voladores, ellos iban a los pies de los amores juveniles a testificar que alguien las esperaba, que algún ser sentía y padecía por ellas. Esta novela es historia de vida, el lenguaje cabriola entre riscos tejiendo sapiencias inesperadas. Adriano González León loa lo local, evoca de manera festiva tiempos inmemoriales, aportando un tipo de narrativa de recreación de la imaginación.

Adriano recuenta tiempos que alcanzan los años preteridos. La Venezuela que va tomando pulso es tal vez la indefinida. El lenguaje gardeliano está allí, los amores de estudiantes, se retrata la candidez de aquellos que habitan en un limbo, de aquellos que merecerían a partir de ese instante ser poetizados, tomados en cuenta. La novela de Adriano presenta la mezcla entre lo rural y lo urbano, allí hay hombres que pueblan las ciudades con el brío de sus abuelos montaraces, la épica no ha dejado de estar en la novela venezolana, cada generación ha considerado necesario hacer su revolución.

Encontramos tanto en País portátil como en Viejo el tema de lo urbano, las maldiciones de siempre, el pistoletazo, la ráfaga de revólver, las persecuciones, todo está vinculado a la pólvora, al aletazo de una ciudad que crece y va envolviendo a sus habitantes en una mecánica de vida sin la cual sus existencias no tendrían sentido.

Adriano nos muestra en País portátil la fenomenología de un país que resiste al gobierno de Betancourt y Leoni, se convierte el novelista en una especie de cronista de las imágenes de un momento de resistencia cultural, de desobediencia social y de lucha revolucionaria. Adriano González León penetra la memoria histórica del país, toda intemperancia, rebeldía o como quiera llamársele tiene su génesis o estructura en un tiempo dispar, en un lugar brumoso desde donde hablan antiguas voces que pretendieron la libertad. Esas voces se tornan menguadas en Viejo, allí se produce la diáspora, el entusiasmo revolucionario comienza a ser arrinconado por los dolores físicos, por una existencia que se torna vacía, esta novela insurge como su autoanálisis.

En Viejo encontramos el amor, el cuido de sí mismo de un autor que siente que su tiempo físico comienza a ladearlo, a decirle que no hay nada que esperar, allí se presenta el pesimismo, se expresa la derrota, la de aquel que ha sido derrotado en lo real, en el espacio de las luchas de sus antepasados y en el hoy de la edad de su cuerpo. Este texto es un laboratorio, el cuerpo del escritor.

El percance de la vejez es el terror, el espanto. El viejo espera la piedad del otro. El viejo espera a Elodia tan queda, llena de sortilegios, malabar de la tristeza, su vida de vieja gira en un círculo donde no hay nada más. Los viejos aspiran a las fomenteras, a evadir el dolor artrítico, aspiran a las voces cansadas de la tarde. León Perfecto y Salvador también envejecieron en la eternidad elucubrando esperanzas y contando historias que han podido resolverse de otra manera, la Venezuela de los caballos relincha en País portátil, una Venezuela menos ruralizada, sometida a los ritmos de las urbes se presenta en Viejo. La muerte termina por resolver los insondables dolores de la edad, “El primo Alfonso no aceptó perder su intenso vuelo” (Viejo, pág. 132).

En Viejo, la tía Hermelinda pacifica su alma traicionada con los mágicos embrujos que le otorga un mundo sobrenatural, de allí saca las fuerzas para buscar a su Arturo que la había dejado con los crespos hechos por partir detrás de una bailarina de circo. Hermelinda viaja al viejo continente y allí lo reencuentra destartalado, desmoralizado, abandonado. El socorro, el suyo, debía esperar la venganza; ésta se fue diluyendo en el tiempo. Matar a ese hombre era el dictado de su odio y desprecio, acorralarlo, dejado en el limbo de un tiempo vacío y apesadumbrado de su conciencia era peor aun para ella, por ello lo desconsoló a su lado hasta que la ruindad de su propia conciencia fue cobrando en él la desesperanza de recobrar un tiempo que no podía tener otra ejecución.

En Viejo se ejecuta una narrativa que acude con frecuencia a la ficción, el tema central es la precariedad física que representa la vejez. La novela se levanta entre la introspección y el análisis que hace aquel que no puede recuperar un tiempo ido, pero vivido. La narrativa de Adriano González León en esta novela describe la repetición de la vida de un viejo, de aquel que no tiene ya a que aferrarse, que depende de dos o tres circunstancias circulares que se repiten en su cotidianidad, la falta de éstas altera su esperanza, llena la vida del anciano de falsas expectativas.

Los seres de Viejo intercambian esperas, complicidades. El viejo encarna la memoria que todo lo puede prever, ha vivido y se siente como un gran dispensador de magias, de fríos, de tinieblas, se sabe en el vértice entre la vida y la muerte, la vida del viejo es una sinuosidad.

Si en País portátil nos encontramos en presencia de una novelística de profundas raigambres de la historia nacional y de análisis de la violencia, en Viejo se nos muestra un mundo donde la conciencia acude a su propia decrepitud. La conciencia hace el inventario de los éxitos individuales del cuerpo que ella encarna, pero a la vez siente el suplicio del abandono. Viejo tal vez sea la voz del Salvador de País portátil entendiendo el miasma que debilita, mancilla y suprime su cuerpo. Viejo y País portátil son las horas de la espera y de la falta de solución ontológica de un mundo que se enreda en el lenguaje para sacar la conclusión de que toda repetición es una liquidación y una espera baldía de la esperanza.

 

Bibliografía

  • González León, Adriano. Las hogueras más altas. Editorial Sardio. Venezuela, 1957.
    —. Del rayo y de la lluvia. Ediciones Cadafe. Caracas, Venezuela, 1981.
    —. Hombre que daba sed. Ediciones Jorge Álvarez. Buenos Aires, Argentina, 1967.
    —. Asfalto-infierno. Editorial El Techo de la Ballena. Caracas, Venezuela, 1963.
    —. Viejo. Editorial Alfaguara-Literatura. México, 1994.
    —. País portátil. Taller de Ediciones Rayuela. Caracas, Venezuela, 2003.