como en un camino de otoño,
no se termina de barrerlo
cuando ya está cubierto de hojas muertas.
F. K.
Franz Kafka (1863-1924) nos ha dejado una obra que es el resumen de su desolación y de un nihilismo acicateados por múltiples experiencias, de sus primeros años de vida. Experiencias acumuladas que le fueron transformando en un ser ansioso de un reducto oxigenante, que estuviese más allá del alcance de quienes consciente o inconscientemente envenenaron su atmósfera existencial de los primeros años, y a quienes, sin embargo, amaba. Por ello cree carecer de las fuerzas necesarias para vivir y nos recuerda al César Vallejo de “la cena miserable”. Piensa que no le es posible soportar más la carga de una existencia que resulta culpable, incolora, inodora e insípida; ante los ojos de personas tan determinantes en su vida como su propio padre. Le vemos rendirse sin objeción, como confiesa a Milena:
“Del derrumbamiento no me quejo, ya me derrumbaba antes, me quejo de la autoconstrucción, me quejo de mi debilidad, me quejo de haber nacido, me quejo de la luz del sol.
No doy más, si todavía hay alguien aquí que se interesa en la conservación del todo, que haga algo por aliviarme de mi carga y podremos durar un poco más”.
(Carta a Milena)
De allí esa sensación de deformidad, de bicho incómodo que rompía la armonía familiar, ese silencio de ostra que lo llevaba a demoler en sus mayores angustias y a esconder sus escritos como algo sucio, comprometedor y deleznable, a los que negaba la real importancia que tenían y que lo llevaría a pedir encarecidamente, bajo juramento, a su amigo Max Brod que los convirtiera en cenizas. Cosa que para eterna gratitud de la literatura universal, Max no hizo.
Ese desconocimiento del valor de su producción literaria era consecuencia directa de la traumática relación que sostuviera siempre con quien según sus propias palabras era “el hombre más importante de mi vida”: su padre Hermann Kafka; comerciante judío, de recia y dominante personalidad, iracundo y poco ecuánime, nada tierno y desdeñoso de las virtudes y posibilidades de superación de sus hijos, en especial del varón, Franz. Y cuyos métodos pedagógicos no eran propiamente los más adecuados para calar positivamente en una sensibilidad tan abierta y confusa ante toda manifestación como la de Franz.
Franz pasó su vida esperando ese ómnibus que nunca llegó y que le dejó esperando en la estación, sumido en un largo instante de oscuridad. Quiso evitar tantas explicaciones por sus endilgadas y múltiples deformidades, pero no pudo evitarlas. Las circunstancias lo sumieron en una reflexión profunda, a contracorriente con las experiencias que le iba tocando vivir. Como en el episodio del obeso (descripción de un combate), es arrastrado por el río caudaloso de potestades y personalidades que lo enfrentan, lo retan y lo amilanan y obligan a tomar posiciones que más que exteriorizarlas, se internalizan y abren surcos doloridos y confusos en su espíritu sensible. Pero de esa aparente “confusión” despierta una categórica lucidez, una ironía, que son los rasgos más asombrosos en su obra.
La marcará también la muerte de sus dos hermanas en un campo de concentración por el delito de su condición judía, el perenne enfrentamiento con su padre y la posibilidad de dirimir las razones de fondo que nutrían ese conflicto en términos de igual y en forma civilizada, así como la inhabilitación de la madre para mediar en ese torneo en forma definitoria y que pudiese contribuir a dar una vuelta radical a la situación. Son hechos que más allá de las elucubraciones científicas de la personalidad y del textualismo, son irrefutables acicates y nutrientes de su conflictiva aunque rica producción ficcional.
En sus Diarios, en su Carta al padre, y en sus relatos, como dice Jorge Luis Borges, captamos “íntegramente la medida de tan singular escritor”. Relatos como “El veredicto”, “La desdicha del solterón”, “La colonia penitenciaria”, “El mundo ciudadano”, La metamorfosis, El proceso, resultan suficientemente ilustrativos en este sentido.
Ahora bien, de esa ingente obra de Franz Kafka, hemos creído conveniente —a nuestro particular interés— concentrar nuestra atención en su no menos famosa Carta al padre, un extenso libelo de cargo y descargo en el que pretende el autor checo disipar los fantasmas que enturbian el derecho a sostener una relación necesaria, armoniosa y transparente con su progenitor.
Si, como dice Gastón Bachelard en su Poética del espacio, “antes de ser lanzado al mundo (...) el hombre es depositado en la cuna de la casa... y siempre en nuestros sueños la casa es la gran cuna” fuese algo cierto, en el caso que nos ocupa podremos decir que no precisamente ocurre eso aquí, pues lo más alejado que hay de parecerse a esa tibieza y protección de esa cuna, es el hogar de nuestro querido Franz. Más bien era un infierno cotidiano e íntimo, donde su padre constantemente aparecerá para disolverlo en el miedo y como el gigante Anteo le disminuirá con su voz poderosa y su fuerza descomunal.
“—Franz, por qué tienes miedo de mí.
”Como de costumbre, no supe contestarte nada, en parte precisamente por ese miedo que te tengo, y en parte porque en la argumentación de ese miedo entran muchos detalles, muchos más de los que yo pudiera coordinar hablando. Y si intento contestarte por escrito, mi respuesta resultará de todos modos incompleta, porque también al escribir me cohíben frente a ti el miedo y sus consecuencias, y porque la magnitud del tema rebasa grandemente mi memoria y mi entendimiento”.
Interesante pregunta por parte del padre, lástima que no tuviera ni un ápice de interés por propiciar la verdadera respuesta, esa necesaria “gran explicación” que lleva a su hijo a escribirle una carta que quiso hacerle llegar a través de su madre, quien temerosa a su vez de las consecuencias del libelo, no tuvo fuerzas para entregarla a tan urgido destinatario.
Para Franz, aun después de haber sido escrita esa dichosa carta, su miedo continuó. El tema era para él algo de “gran magnitud”, aun cuando en un máximo esfuerzo de equidad razona los argumentos del padre y le ve como un incansable trabajador, que pese a su formidable incomprensión se sacrifica para sus hijos. Es cierto, a ninguno faltó nada y hasta pudiera reconocérsele, en su descargo, que no recibió nunca de parte de ellos (sus hijos) en especial de Franz “ni un halago, ni un gesto cariñoso”. Más bien se esconde de él o prefiere andar con sus amigos y evitar propiciar “una conversación franca”. Pero ¿acaso él dio oportunidad o brindó la confianza necesaria para sostener por el tiempo requerido ese tipo de conversación?
A juicio de Franz, estaba extinguido el sentido de la familia, ¿y de quién era la culpa?, ¿de ambos?, ¿sólo suya? Lo cierto es que ha llegado un momento en que considera insostenible la situación y cree necesario dar un chance a la paz, un aplacamiento, una distensión y demostrar a su padre que estaba errado irremisiblemente cuando juzgaba que “los otros aman y fingen” y que el amor filial no era un desterrado de su hogar.
El conflicto llega a tal magnitud que el hijo ve a su padre con un sentimiento de extrañeza.
“Pudiste haber sido cualquier pariente o amigo, pero no mi padre”.
Se le reprochaba haber sacado más parte de los Löwy, la rama materna, donde existían hasta tíos bohemios y escritores, pero nada de los Kafka, pues carecía del “aguijón comercial” de los Kafka, imposibilitado de ser “un Kafka”, al modo del padre.
Para el padre, los amigos de Franz eran unos vagos irremisibles e impertinentes que impedían que Franz entrara por el carril que él quería trazarle y los aprovechaba como testigos magníficos para escucharle el discurso acerca de la falta de virtudes de sus hijos.
A los ojos de Franz, ambos eran ambivalentes y su cercanía se hacía irresistible, eran “tan diferentes y peligrosos” y esa intimidación que sentía ante la presencia de su padre, era debida más a un “efecto” que a una “maldad”. Confiesa que una mínima muestra de afecto pudo haber logrado mucho, o todo de él, pero antes debía su padre deshacerse de esa rudeza, de esa tosquedad que afectaba enormemente su sensibilidad infantil y juvenil.
El padre estaba todo el día dedicado a la empresa y sólo durante la hora del almuerzo o de la cena podían encontrarse. En el transcurso del día Franz razonaba y aguardaba ese instante en que el gigante Anteo aparecería en el dintel de la puerta para demostrarle lo pequeño e insignificante que era él ante los ojos del mundo y de su padre: “el hombre más importante” de su vida.
Considera F. K. que los recursos, los métodos de su padre merecen un profundo análisis, ya que en aras de esa obediencia a que se ha sometido, ha venido incubando en él un daño interior, una sensación de culpa y de nulidad que cree difícil de superar cuando haya alcanzado la plena madurez. En efecto, así ocurrió. Recuerda con dolor aquella noche en que llorando pedía agua y su padre lo levantó en vilo y lo sacó al balcón y le dejó allí hasta el otro día. En cierto modo, el futuro que su padre procuraba venderle y dejarle como herencia, sentía, no era el futuro que él soñaba para sí.
En F. fue madurando un complejo de inferioridad permanente e insoluble entre su padre y él. Hasta en los aspectos físicos, como lo demuestra en aquella ocasión del baño para que acuda a la piscina.
En realidad, F. sentía orgullo por su padre, sabía que en alguna manera él quería a sus hijos, aunque no aprobaba como se conducía ante el hogar, la impunidad con que quebrantaba las leyes que él mismo imponía con tanto rigor a los demás. Sabía que el origen y las circunstancias en que su padre había crecido, habían sido muy duras y diferentes a las de él. Pensaba que Hermann Kafka no tenía conciencia de su poder, de su rol de inquisidor y que eso lo colocaba en una situación de indefensión ante su padre. A veces lo mejor era “ocultarse de su poder”, huir de su mirada indagatoria, inquisitorial, de sus insultos. Amaba a su padre, pero a sus ojos era el hombre más brutal y desmedido que había conocido. Un amenazador terrible del cual era salvado por la oportuna intervención de la madre. Y consideraba humillante cuando su padre comparaba a sus hijos con los demás, aclarando que eran los peores, los más desagradecidos e indignos que le habían correspondido en suerte. ¿Fugarse de casa?, ¿seguir empequeñecido en el hogar? He aquí la gran disyuntiva. “Nada era suficiente para saldar esa deuda moral”.
La única opinión que el padre compartía era la de sí mismo, y cualquiera otra diferente a la suya sería una mera “falsedad”. Imposible sostener un diálogo en esas condiciones. Su padre era presa fácil de las generalizaciones, para él no existían los términos medios ni los casos de excepción. “Sólo se salvaba él mismo” cuando denigraba de los checos, alemanes o judíos. Y si en algún momento se intentaba un cierto diálogo donde hubiera algún tipo de apertura, de posibilidad de que pudiese durar unos instantes y asomara la confianza, no tardaba el señor Hermann en “viciar” esa “libertad” bajo su presión y su tiranía: su derecho personal, no de pensamiento.
Para él, los problemas de su hijo eran de una pequeñez infinita y tampoco tuvo ni el humor, ni la intención, ni la suspicacia necesaria para penetrar en los conflictos de alguien que pese a sus “defectos” llevaba su sangre y al que tenía el deber sagrado de intentar conocer. De allí que la suma de las grandes desilusiones de F.K. como niño, adolescente o adulto, dejarán siempre al padre en saldo rojo, pero a los denodados esfuerzos de Franz por auto adjudicarse culpas y aliviar el peso del veredicto donde su padre resultaba siempre culpable.
F. tiene vedado defender a cualquier persona o amigo de una opinión donde su padre lo descalifica o juzga negativamente, y toda muestra de valor, confianza o alegría por algún proyecto que tuviese en mente, era inmediatamente diluida por el peso absoluto de su oposición. Era su gran inquisidor, el pretendido dueño de su conciencia, el factor determinante, que no consciente de su inmenso poder, de su apabullamiento, va minando la salud espiritual y mental de su hijo: su víctima. Franz se halla indefenso ante su padre. Sólo él ponía las reglas: cómo comportarse en la mesa a la hora de comer, y sólo él podía violarlas con tanta impunidad y facilidad.
Para F. existían tres mundos:1 el del padre, que era el hombre más decisivo en su vida, y donde él era un “esclavo bajo leyes que sólo para mí se habían inventado y a las que yo, por otra parte —no sabía por qué— jamás podía satisfacer del todo”.
“Un segundo mundo, infinitamente distante al mío, y en el cual vivías tú, ocupado con el gobierno, con la emisión de las órdenes y con el disgusto que te causaba su no observancia”.
“Y finalmente un tercer mundo, en el cual vivía la demás gente, feliz y libre de órdenes y de obediencia. Yo me hallaba sumido en la vergüenza siempre: o bien obedecía tus órdenes, lo cual implicaba una vergüenza, puesto que solamente tenían vigencia para mí, o bien me obstinaba, y esto también era una vergüenza, pues ¡cómo podía yo obstinarme frente a ti!; o bien no podía obedecer, porque no tenía, por ejemplo, tu fuerza ni tu apetito, ni tu habilidad, a pesar de que tú me exigías todo eso como algo que se sobreentendía”.
Franz no podía escoger, ningún opción tenía.
Presumía que la nerviosidad cardiaca del padre era un escudo, un recurso, un pretexto poderoso para poder dominar y hacer que la balanza se inclinara siempre a su favor. A toda prohibición suya le acompañaba la mano amenazante, que nunca descargaba. Era imposible demostrar que en su presencia alguien pensaba y menos aun intentar hablar de algo sin que él hubiese propuesto el tema y el momento.
Franz no fue más que el resultado de su educación, el fruto de un poder violento, arbitrario, desmesurado. Había logrado aborrecer el fruto de esa educación: su hijo se ocultaba de él, de su poder, de su gigantismo, de su voz poderosa, de su mano pendular y amenazante. Impuso demasiada obediencia y logró que su hijo fuese demasiado obediente; al punto de negarse a sí mismo al tiempo que requería de él, su agrandamiento, su renacer, su impostura. Su fuerza contra la debilidad de su hijo, sumado a ello los “recursos oratorios”. Una conversación no era otra cosa que un momento de inferiorización del interlocutor. Para el “señor Hermann” nadie era ni bueno, ni noble, ni eficiente. F. presenció en muchas ocasiones los raptos de iracundia de su padre contra los empleados a su cargo, insultando a personas que él consideraba “mejores” que él mismo, y esto le abochornaba, sentía vergüenza ajena y en cuanto podía hacía lo posible por demostrar a los humillados y ofendidos obreros que no compartía la actitud ni la opinión de su padre. Insultaba, insultaba incesantemente y amenazaba pero nunca llegó a cumplir sus amenazas, como cuando le perseguía con el cinto grueso o la mano alzada alrededor de la mesa y era “salvado” por la madre, al punto que su vida parecía “una merced” concedida por el padre. En ocasiones, enojado con F. se dirigía irónicamente a su madre, a conciencia de que F. estuviese oyendo, y decía, por ejemplo: “esto, por supuesto, no puede esperarse del señor hijo”. Recurso que imitó F. cuando decía a su madre: “¿cómo está el señor padre?”.
¡Ah! Pero cuando el gigante estaba triste, derrumbado, o las cosas no le salían como pensaba, había que acudir a consolarlo, a ayudarlo, a alentarlo. Y F. se preguntaba: ¿es posible?, ¿él, tan poderoso?, ¿cómo ayudarlo?, ¿le interesará que los insulsos lo sostengan? ¡El gigante necesitando ayuda de los pequeños!
Esa amenaza constante y nunca cumplida, era para F. peor aun que si se materializase. Le producía una permanente angustia, un desasosiego al no saber cuándo sería realmente la posibilidad de ejecutarla:
“...ese gritar, ese enrojecer de tu rostro, ese desabrocharse rápidamente los tiradores que quedaban dispuestos sobre el respaldo de la silla, todo eso era casi peor para mí. Es como cuando una vez alguien va a ser ahorcado. Si realmente lo ahorcan se muere y todo se acabó, pero si tiene que vivir todos los preparativos para su ajusticiamiento y sólo cuando el lazo ya cuelga ante sus ojos, se entera de su indulto, puede quedar afectado para toda la vida”.
Además, queda indefinidamente una “conciencia de culpa” que no termina por disiparse y de la cual nunca se está seguro. Una duda sobre el derecho a tener derechos y exigir que le sean respetados como al resto de los mortales. Hasta convertirse en reo de supuesto delito, en una especie de atrapado sin salida.2
Notas
- Cfr. Hermann Hesse. Demian.
- Franz Kafka. Carta al padre. Buenos Aires, El Cid Editor, 1978.