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El milagro de la muerte

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Él se dejó caer en la acera junto a la entrada sin decir nada. Se negaba a verla dentro de aquel ataúd con aquel semblante, con esa sensación de partida que emiten los cuerpos una vez que pierden la vida. Mientras lanzaba pequeñas piedras a la calle, decía que quería recordarla en movimiento, bordando, sonriendo, bromeando o llorando por tonterías. Recordaba algunos detalles con gran nitidez pero, más que nada, recordada cómo cambiaba el aire una vez que ella llegaba y cómo quedó vacío desde la última vez que partió.

Se trasladó a su infancia, justamente al día que murió uno de sus abuelos y vio la muerte de cerca por primera vez. En ese momento concluyó que, muchas veces, las experiencias no quedan en el hecho y sus efectos inmediatos, pues las reflexiones toman años y evolucionan con el tiempo. En aquel momento lo vio dentro del féretro, con las manos en el pecho en posición de rezo y sin expresión en su rostro. Recordó que, aunque los adultos decían que parecía estar dormido, él sabía perfectamente que no era así. Un cadáver nunca conserva las expresiones del ser viviente, aunque algunos seres con vida muestran expresiones cadavéricas. Por eso en aquel momento respondió, con una sensatez que algunas veces brota únicamente de la inocencia de un niño, que él lo había visto dormir muchas veces y no se parecía en nada. Él sentía que no olía a nada, más bien hedía a ausencia y a flores, que cuando se asiste a muchos funerales termina siendo lo mismo. Había quedado menos que un vestigio, era apenas un traje: el traje que envolvía un alma que partió.

Pero ahora era un adolescente y vivía todo con mayor intensidad. Si en aquella oportunidad emitía respuestas infantiles de esas que dejan boquiabiertos a los más experimentados, ahora se limitaba a callar y volar en su memoria. Así, recorrió muchos momentos del pasado y, a pesar de haber rechazado el desayuno, su cerebro trabajaba con una rapidez que lo atormentaba. Agotado, pensaba en una imagen que le llevaba a una idea, luego saltaba a un recuerdo y lo combinaba con la primera imagen; era como ir corriendo sin parar, como huyendo de nada, avanzando vertiginosamente hacia la tierra, luego el continente, la nación, la ciudad, la masa de gente, una persona, su rostro, su ojo izquierdo, la mucosa interna de su aparato visual, su cerebro y, más abajo, su alma y el viaje más largo de todos: la ruta hacia sí mismo.

Todos, antes de pasar a la sala, lo veían sentado allí, sereno, resignado, cansado de recordar. Lo veían con lástima y nostalgia porque, aunque ni una lágrima corría por sus mejillas, su alma joven estaba devastada. Había envejecido un siglo aquella mañana de septiembre. Las señoras, con pañuelo en mano, se acercaban una a una diciendo ven... acércate, vela que está bonita, vela que está en paz, despídete de ella, quizá luego te arrepientas de no hacerlo. Y él sólo quería recordar aquellos instantes cuando tomó su mano palpitante por última vez. En aquella ocasión caminó entre decenas de enfermos que despedían olores rancios y fétidos. Lentamente, se fue acercando a la camilla mientras ella lo esperaba con ansias y lo llamaba a gritos aunque sólo emitía un gemido agudo apenas perceptible. Ese día, a pesar de la ceguera que produjo la enfermedad, se vieron con más claridad que nunca. Apenas se aproximó juntaron sus manos guardando un silencio que retumbaba, disfrutando de la compañía y no esforzándose en entender lo que estaba sucediendo. La escena quedó enmarcada, él entró a la sala siendo un jovencito prepotente y sabihondo y salió convertido en un don lleno de dudas, como si la sabiduría y la experiencia hubieran viajado a través de los poros de las palmas de sus manos.

Las coronas fueron ocupando la sala. Una tras otra, con apellidos de escarcha, iban llegando y entorpeciendo el tránsito de las señoras de vestido negro y de los señores con sombrero en mano. En ese momento, recibió más flores que las que hubiera recibido en diez vidas. Mientras contemplaba aquel campo vertical de flores que se había formado, alguien se acercó y compartió unas palabras con él. Alguien que realmente sabía qué decir en estos momentos y que conocía el torbellino lento de emociones que se movía en su espíritu le dio compañía. Él comenzó a disfrutar de la conversación que no trataba de otra cosa sino de ella, y ese tema no lo deprimía.

—Descríbemela —le dijo viéndolo fijamente, como demostrando que iba a prestar toda la atención posible a tal respuesta.

—Inexpresiva. Lleva un traje blanco y un cintillo blanco en su cabello. Lo único que no tiene blanco es su cabeza y sus mejillas porque alguien pintó sus canas y maquilló su rostro. Pero se ve muy flaca y los huesos de sus pómulos sobresalen al igual que los de su cuello. Tiene los dedos de sus manos entrecruzados en el pecho como pidiendo entrar al cielo.

—¿Lleva su rosario?

—Sí, lleva un rosario blanco en el cuello, de esos que ella hacía a cada rato.

—Ya —le dijo con calma cuando se acercó otra de las doñas inoportunas. Pero ésta se excedió e, incluso, lo tomó del brazo casi forcejeando para que se acercara a la difunta y se persignara ante ella. Él se zafó de la llave lentamente y se sentó en el mismo lugar frunciendo el ceño, preparándose para la próxima obstinada.

Pero fue tanta la insistencia de otras que se movió de lugar y comenzó a caminar por rincones que desconocía. Era un pueblo cansado y silencioso. Las bodegas estaban cerradas, nadie caminaba y algunos se sentaban en las puertas de sus casas, a través de las cuales se veía un largo zaguán de melancolía. Se notaba que estaban realmente con vida porque buscaban con la mirada a este sujeto que era, a pesar de no haber cruzado palabras, un nuevo elemento en la historia de sus vidas. Por fin, llegó a la plazoleta y se sentó en uno de los banquillos, justo frente al prócer que cabalgaba estático mientras todas las palomas depositaban excrementos en su cabeza. Era domingo y nadie andaba por allí. La sombra era amplia y completa debido a la inmensidad y frondosidad de los árboles. Podía pasar una tormenta por allí y no le caería en la cabeza ni una sola gota. Se sentía realmente seguro.

Más allá de la plaza estaban los cañaverales que alimentaban a las familias de las cuatro calles y sus criados. Era un sitio pacífico, sin prisa ni ruido. Más bien, el silencio era lo que ensordecía hasta ser interrumpido por los cantos de los pájaros y un pitido continuo que emanaba del campo. Él estaba seguro de que ella había caminado por allí de niña, o quizá había dado de comer a las aves. La podía imaginar claramente saludándolo desde la lejanía y mostrando su sonrisa cándida. Siempre con un vestido largo, sencillo, eterno. Sin aretes ni pinturas, así tal cual, con la mirada perdida en su propia ternura.

Cuando volvió, sin darse cuenta, tenía una taza de chocolate humeante en una mano y en la otra una galleta. Se tanteó los lados del pantalón como para confirmar. Guardaba una grabación en su bolsillo, un audio que esperaba depositar en el hueco. Lo había grabado un par de años antes para enviárselo. Tenía historias, canciones, versos, anécdotas y besos que hacían distorsionar las cornetas. Pero nunca la puso en el camino hacia el pueblo y, aunque estaba en la ciudad, este material representaba la esperanza de un náufrago. Pero había cobardía, circunstancias desfavorables y, sobre todo, miedo. Y ahora, cuando ella había perdido su alma y se había convertido en un trozo de carne, huesos, venas, arterias y cartílagos metido en ese baúl de madera fina sin sentimientos ni mensajes, no había otra cosa sino arrepentimiento. Esa indecisión y esa sanción que Dios le propinaba por su falta de coraje era lo que lo carcomía por dentro.

De pronto llegó el sacerdote y el llanto de la gente se convirtió en sollozos de desconsuelo. Todo el que iba llegando se iba uniendo a ese valle. Y, por más contradictorio que eso pareciera, a él esto le alegraba. Disfrutaba del hecho de que la gente realmente la quería. De que su partida había hecho mella en alguien más. Pero, del mismo modo, se sentía egoísta y culpable simplemente porque no había tenido la voluntad de acercarse a estas latitudes. Por eso trataba de alejarse, para aproximarse a ese pedazo importante de la vida de ella que él había desdeñado.

Él se mantuvo en su lugar y no se movió hasta que no fue realmente necesario. El hombre de sotana habló mientras salpicaba agua sobre toda la escena y su voz competía con los gritos de los que lo rodeaban. Esto dio paso a la siguiente etapa, la más dura de todas, el momento en que los hombres cargaban el cajón y atravesaban el pueblo rezando. Algunos sustituían las oraciones con tragos de ron, pero todos sufrían. Él empezó a drenar su llanto y lo manifestó de una manera extraordinaria. Nunca había llorado tanto. Había tenido muchas enfermedades, grandes pérdidas, fracturas en sus brazos y mascotas atropelladas, pero nunca el dolor había alcanzado tales dimensiones. Por momentos se mareaba y el ataúd se tambaleaba por falta de fuerza en una de sus bases.

La agonía persistió hasta el cementerio que, entre portones oxidados, albergaba pocas lápidas o, al menos, pocas visibles. Allí estaba reunida la memoria del pueblo. Los abuelos de los abuelos en un mismo lugar, como en una gran fiesta del más allá. No tardaron en entrar y en pronunciar las palabras previas que ante sus oídos no eran más que sonidos sin sentido. Y así empezó a bajar el último resto de aquella vida de encuentros y desencuentros. Y, tras ella, las flores, las cartas e incluso, los chorros de agua ardiente. Él volvió en sí unos instantes sólo para depositar su mensaje caduco. Llevó la mano a su bolsillo y no encontró nada. Hurgó con desesperación y nada. Sus dedos se movían infructuosamente apretujados en los depósitos de sus jeans. La última huella física de su amor por ella se había perdido. Pero no tardó en comprender que lo físico ya no importaba en lo absoluto, que ya los papeles, las voces y los colores habían perdido toda su importancia. Sus lágrimas empezaron a secarse y los músculos de su cara a relajarse porque había comprendido todo, había encontrado en su bolsillo un rosario blanco.